Fue un estruendoso fracaso de los Estados Unidos y un clamoroso triunfo de la Revolución Cubana. También fue un desastre para el resto del continente americano: modificó para siempre las relaciones entre Estados Unidos y el resto de América; de alguna forma y aunque no haya sido su propósito, engendró en gran parte la violencia guerrillera que sacudió al continente en los años ’70 y la brutal represión con que se la combatió; metió de lleno a la entonces lejana Unión Soviética en el escenario político de América Latina, lo que derivó al año siguiente en trece días de angustia en los que el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear; también prohijó la llamada doctrina de la seguridad nacional que a lo largo de tres décadas, si no más, provocó decenas de miles de muertos y que arrasó en ese lapso con gran parte de las democracias continentales.
Todo lo hizo, hace sesenta años, y a partir del 16 de abril de 1961, la operación de la CIA conocida como invasión a Bahía de Cochinos, o a Playa Girón, o Bay of Pigs, según quien la nombre.
Consistía en invadir la Cuba de Fidel Castro, que había llegado al poder en enero de 1959 luego de derrocar al dictador Fulgencio Batista, un aliado de los Estados Unidos. La invasión, aseguró la CIA a dos presidentes, Dwight Eisenhower y John Kennedy, desataría en Cuba una rebelión popular contra Castro, que sería barrido del poder. Nada más lejos de la verdad. Lo de la CIA fue una macabra chambonada, sustantivo que define mejor que otro la planificación y el desarrollo de la invasión.
Cuba fue una obsesión para Estados Unidos desde la llegada de Castro al poder, con Eisenhower como presidente. Y la obsesión se hizo mayor cuando, en 1960, Castro nacionalizó las empresas norteamericanas de la isla, entre ellas las refinerías de petróleo, los centros azucareros y las compañías de teléfono y de electricidad.
Estados Unidos tenía la certeza de que Castro era comunista, algo que el mismo Castro había negado hasta entonces. Y si Fidel no era el comunista, pensaba el gobierno americano, lo eran su hermano Raúl y su ministro de Industria, el argentino Ernesto “Che” Guevara, y todo cuanto pasaba en Cuba contaba con el apoyo de la URSS en manos de Nikita Khruschev.
No era algo demasiado alejado de la verdad. En el breve lapso de dos años, dos gobiernos estadounidenses elaboraron diversos planes para deshacerse de ese vecino tan molesto: sabotajes, golpe interno, sublevaciones populares, asesinato de Castro, o invasión de la isla para instaurar un gobierno afín. De todas las posibilidades, triunfó la más drástica: invasión, asesinato de la plana mayor del gobierno e instauración de un nuevo régimen con las figuras desencantadas del castrismo, que habían huido al exilio de Miami.
La planificación de la invasión estuvo a cargo de Allen Dulles, jefe de la CIA y hermano del secretario de Estado, John Foster Dulles. En unos pocos meses se armó un grupo de mercenarios, con armamento provisto por Estados Unidos, junto con una generosa financiación, y campos de entrenamiento instalados en la Nicaragua que entonces gobernaba Anastasio Somoza. Así nació la “Brigada 2506”, compuesta por unos mil doscientos hombres, identificados con el número de adhesión de un joven que había muerto en uno de los entrenamientos.
La Brigada 2506 estaba supervisada por un equipo de seguimiento integrado por funcionarios del Departamento de Estado del gobierno americano, y por militares del Estado Mayor Conjunto, tal como reveló hace ya más de quince años el libro: Bay of Pigs Declassified – The Secret CIA Report on the Invasion of Cuba, una serie de documentos compilada por Peter Kornbluh y editado por New York Press.
La posta pasó del gobierno de Eisenhower al de Kennedy, que triunfó en las elecciones del 4 de noviembre de 1960. Gracias a los biógrafos de Kennedy, en especial a Richard Reeves y a su minucioso President Kennedy – Profile of Power, hoy sabemos que el presidente electo fue informado de los planes de invadir Cuba, todavía en ciernes, el 29 de noviembre de 1960, quince días después del su triunfo electoral. También lo supieron el mismo día el designado secretario de Defensa, Robert McNamara, Robert Kennedy, hermano y brazo derecho del presidente que sería luego procurador general y Dean Rusk, que sería el secretario de Estado en reemplazo de Dulles y que recordó estos y otros jugosos detalles en su autobiografía As I Saw it.
Kennedy puso en duda la aventura. Pero no tuvo ni el coraje, ni el sentido común de cancelar la operación. No le alcanzó el resto de su corta vida, sería asesinado el 22 de noviembre de 1963, para arrepentirse. En cambio, el presidente ya en funciones, asumió el 20 de enero de 1961, sí puso dos condiciones: no iba a participar de la invasión ninguna unidad de las fuerzas armadas americanas y él se reservaba el derecho de cancelar la operación en cualquier momento.
La primera gran chambonada de la CIA ocurrió el 15 de abril, cuando ocho aviones B-26, con los símbolos cubanos en el fuselaje, para dar la ilusión de que había estallado contra Castro un golpe militar, bombardearon los aeropuertos militares cubanos para destruir en tierra la aviación de Castro. No lo lograron y perdieron tres bombarderos. Otro aterrizó en Miami con el fuselaje agujereado a balazos. Su piloto se presentó como un rebelde cubano y pidió asilo político
Pero la prensa descubrió tres falsedades: que el avión cubano “rebelde” era en realidad una nave americana a la que le habían pintado los colores cubanos, que los agujeros de bala en el fuselaje no eran de armas antiaéreas sino de una pistola calibre nueve milímetros, y que el supuesto piloto rebelde era un impostor. Al día siguiente, cuando ya se luchaba en Cuba contra los invasores, y en el entierro de los muertos por el bombardeo del día anterior. Castro ratificó el rumbo socialista y marxista de la Revolución Cubana.
La invasión siguió adelante, con más chambonadas. El 17 de abril, desde un falso carguero de la CIA, desembarcaron en Playa Girón y en Playa Larga los integrantes de la Brigada 2506: los estaban esperando. Si bien los primeros combates los favorecieron, una vez en el interior de Cuba veinte mil soldados, voluntarios y milicianos reunidos por Castro resistieron su el avance y empezaron a empujarlos de regreso a la playa.
La Brigada, escasa de municiones, se quedó casi sin ellas porque dos buques de la CIA cargados de pertrechos, habían sido hundidos por los T-34 cubanos, indemnes del ataque a los aeropuertos del día anterior.
Pidieron entonces la ayuda de las fuerzas estadounidenses y Kennedy dijo no una segunda oleada de bombardeos que podría haber inclinado la balanza. El presidente sintió que había sido engañado por la CIA y por los jefes militares: no había habido tal insurrección popular contra Castro, ni actos de sabotaje, ni golpe interno, sino todo lo contrario.
Después de dos días de combate, la Casa Blanca aceptó enviar seis cazas del portaaviones “Essex”, que por ninguna coincidencia patrullaba aguas internacionales cercanas a Cuba, para que apoyaran a los B-26 de la CIA piloteados por cubanos. Pero entonces se desató otra enorme chambonada. Los aviones del “Essex” llegaron a cielo abierto cerca de la costa cubana y dispuestos a todo, a las cuatro de la mañana, hora de Miami. No pudieron dar con ningún B-26, y regresaron al portaaviones. Los B-26 sí llegaron al mismo espacio aéreo, pero una hora después: los pilotos tenían en sus relojes la hora de Managua, no la de Miami.
Entre cien y cuatrocientos invasores fueron muertos en combate, otros 1189 fueron apresados, Castro, que se mostró al frente de las fuerzas defensivas de Cuba, apareció ante el mundo como un triunfador. Estados Unidos no pudo ocultar su rol decisivo en la planificación y apoyo de la invasión. Kennedy aceptó, solo, su total responsabilidad, que en verdad era compartida, con una frase épica: “La victoria tiene muchos padres, pero la derrota es huérfana”.
¿Cuáles cambios provocó en el continente la invasión a Cuba?
Castro profundizó su revolución. Al año siguiente de la invasión proclamó a Cuba como la primera república socialista de América. La decisión alimentó un creciente activismo, desarrollo y crecimiento de los movimientos de izquierda y de los primeros grupos guerrilleros que buscaron, y hallaron, apoyo, asistencia y entrenamiento en Cuba.
Estados Unidos intentó contrarrestar la influencia cubana en el continente con un gigantesco plan de apoyo a diez años: la inyección en trece países de América Latina de veinte mil millones de dólares de la época, administrados por la Alianza para el Progreso, creada un mes antes de la invasión. Fue otro fracaso. Los millones iniciales enviados por Estados Unidos, se perdieron en parte en el marasmo de la corrupción latinoamericana, o fueron destinados por esos gobiernos a reforzar sus fuerzas militares ante el peligro comunista. Entre el desarrollo social y armarse para su defensa, el continente eligió armarse para su defensa.
Estados Unidos hizo casi pública una decisión política: “No vamos a permitir otro Castro en América”. Y Castro se sintió entonces obligado y con derecho a “exportar” su revolución al resto de América Latina.
Kennedy supo enseguida que Cuba iba a llevar su revolución al resto del continente. En su primer encuentro con el presidente argentino Arturo Frondizi, en setiembre de 1961, y cuando Frondizi le dijo que los males del continente se debían en gran parte a los yerros políticos de Estados Unidos, Kennedy le contestó: “Ya lo sé. Pero está exportando su revolución y hay que pararlo”.
Khruschev y la Unión Soviética se consagraron a Cuba. Y viceversa. Castro se arrojó en brazos de la URSS, pese al ceño fruncido del Che Guevara. Además del apoyo económico que dio a Cuba después de la invasión, los soviéticos hicieron más efectivo su apoyo militar. Todo derivó en la decisión de la URSS de instalar en Cuba, en el verano de 1962, misiles de mediano y largo alcance con capacidad de transportar ojivas nucleares: apuntaban todos a Miami y a Washington. Así fue como se desató la “Crisis de los misiles”, que tuvo al mundo a un paso de la guerra nuclear en octubre de ese año.
Khruschev pensó que Kennedy no tenía la estatura suficiente para liderar los Estados Unidos. Dos meses después de la invasión a Bahía de Cochinos, ambos mandatarios se encontraron en Viena y Khruschev intentó imponer sus condiciones a Kennedy. No era Cuba el drama: era Berlín. Dos meses más tarde de la reunión en Viena, la URSS levantó el Muro de Berlín.
Kennedy se sintió engañado por la CIA y prometió “atomizarla hasta hacerla desaparecer”. El historiador Reeves lo cita desesperado en la Casa Blanca, mientras repetía, angustiado: “¿Cómo pude ser tan estúpido?” El presidente relevó a los responsables de la invasión a Cuba, incluidos los más altos jefes militares, en los que nunca volvió a confiar. Esa desconfianza sería decisiva, y casi fatal, durante la Crisis de los Misiles de 1962.
La CIA y el poder militar empezaron a ver a Kennedy como un enemigo potencial, atrapado como estaba el presidente entre los dos fuegos cruzados en los que lo había dejado Bahía de Cochinos: el desprecio de quienes no estaban de acuerdo con la invasión, y la repulsa de quienes le reprochaban haber negado la segunda oleada de bombarderos. Ese recelo entre el presidente y el poder militar y la central de inteligencia, hizo que Kennedy intensificara un canal secreto y privado de comunicación con Khruschev. El sordo enfrentamiento entre el presidente y, en especial, la agencia de inteligencia, se hizo más evidente a mitad de 1963, cuando Kennedy planteó en un famoso discurso el final de la Guerra Fría. Fue asesinado en Dallas cinco meses después.
Lo dramático, y también irónico, es que todo pudo haberse evitado.
William Fulbright fue un famoso senador estadounidense, demócrata y por el estado de Arkansas, que se había opuesto a la caza de brujas desatada en los años 50 por su par, Joseph McCarthy, había adoptado posiciones intransigentes y valientes en contra de la segregación racial. Una prestigiosa beca educativa lleva hoy su nombre.
Diez días antes de la invasión a Bahía de Cochinos, Fulbright y Kennedy regresaban a Washington en el avión presidencial de un viaje por el sur de Estados Unidos que había hecho escala en el estado natal del senador. Fulbright acercó a Kennedy un informe sobre Cuba en el que el presidente leyó: “La invasión es un secreto a voces en Cuba. Castro se ha vuelto más fuerte, no más débil. La resistencia cubana será formidable y probablemente Estados Unidos deba usar sus fuerzas armadas. En Cuba los van a estar esperando. Darle a esa invasión un apoyo encubierto, es la misma clase de hipocresía por la que Estados Unidos denuncia siempre a la URSS”.
Fullbright, a la luz de los hechos por venir, dio a Kennedy un consejo de oro, casi un consejo de vida: “Jack -le dijo- a menos que la URSS use a Cuba como una base política y no militar, el régimen de Castro es una espina clavada en el costado. No es una daga clavada en el corazón”.
Kennedy no contestó, A su lado tenía una maleta con otro informe sobre Cuba que decía lo contrario. Era un informe de la CIA que aseguraba que al anticastrismo preparaba una exitosa sublevación en La Habana en cuanto se produjera la invasión: Castro tendría que renunciar e irse.
Sin embargo, invitó a Fulbright a que, ni bien descender del avión presidencial, lo acompañara al Departamento de Estado donde se ultimaban los detalles de la invasión. El senador fue mal recibido por la cúpula militar y la de la CIA, según cuenta Reeves en su libro. La reunión también figura, con detalles similares, en las memorias del secretario de Estado, Dean Rusk. La hostilidad era tal, que uno de los jefes militares hizo un juego de palabras con el apellido del senador y en vez de citarlo como Fulbright lo citó como “Halfbright”, lo que equivale a “medio tonto”.
El senador dijo lo que tenía que decir, estaba muy nervioso, ante el general Lyman Lemnitzer, un halcón que comandaba el Estado Mayor Conjunto, frente al número uno y dos de la CIA, Allen Dulles y Richard Bisell, frente a McNamara y a dos consejeros de seguridad de Kennedy, Mc George Bundy y Richard Goodwin, quien cuatro meses después, se entrevistaría con Guevara en Montevideo.
Pese a los nervios, y a su inquietud, Fulbright lanzó un desafío al terminar su exposición. “La verdadera pregunta -dijo- es si Castro puede darle una vida mejor al pueblo cubano, si puede hacer de Cuba un pequeño paraíso y si puede hacer en Cuba un trabajo mucho mejor que el que Estados Unidos y sus amigos pueden hacer allí o en cualquier otro sitio de América Latina”.
Finalmente, Kennedy preguntó: “¿Qué creen, señores?” ¿Sí, o no?” La respuesta fue sí, y la invasión siguió adelante.
Kennedy, que gustaba un poquito de su humor corrosivo, le dijo al cabizbajo Fulbright que se marchaba en silencio: “Sos la única persona en este salón que va a poder decirme: Yo te avisé”.
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