La publicación del INDEC sobre los índices de pobreza ha generado un ritual predecible: espanto, indignación, culpa social –todos somos responsables- y culpabilizaciones recíprocas entre sectores políticos. Un ejercicio periódico banal; evocativo de una conclusión más abarcativa: el estruendoso fracaso de nuestras minorías dirigentes en sus funciones rectoras durante, como poco, el último medio siglo. Los datos hablan por sí mismos: casi la mitad de la población hundida; una décima parte en la indigencia; destrucción de empresas y puestos de trabajo; una supervivencia burocráticamente asistida, y un PBI per capita en caída libre
Procurando ordenar históricamente ese proceso diríamos que todo empezó cuando hacia fines de los 60 y principios de los 70 el proceso de construcción de nuestra nacionalidad derrapó en medio de la violencia. La primacía de la política eclipsó a un conjunto de ideas compartidas pero que solo podrían materializarse en tanto se resolviera ese lastre desde nuestro ingreso en la democratización de masas en la segunda década del siglo XX: la denegación recíproca de legitimidad.
Se intentó pero fracasó. Y esas ideas fueron sustituidas por la grandilocuencia de las autodenominaciones épicas de los sucesivos gobiernos. Así transitamos desde las “revoluciones” y el “país potencia” hasta el “gobierno de científicos” pasando por “reorganizaciones nacionales”, democracias omnipotentes, ingresos en el “primer mundo”, ininteligibles “modelos”, y “proyectos nacionales”. Todas aventuras políticas que acabaron en rotundos fracasos. La pobreza estructural constituyó desde los 80 uno de sus indicadores más elocuentes.
El recurso pertinaz de viejas fórmulas de probada ineficacia para sacarnos del letargo determinó una secuencia de voluntarismo, resignación, naturalización y usufructo oculto detrás de un cinismo retórico que disimula el actual statu quo conservador. Sus saldos son una ciudadanía socioculturalmente escindida entre individuos integrados, y otros colectivizados al filo de la supervivencia; una economía cuyos espasmos de expansiones extraordinarias y estancamientos profundos resultan en el estancamiento, y una política que repite una y otra vez repertorios de final fallido anunciado.
En esta saga, sorprende que el crecimiento de la pobreza social asombre. Es más, no es mucho peor porque, pese a todo, todavía hay sectores que atesoran valores de la antigua sociedad pujante; y que contribuyen a que el panorama no detone en una anarquía ingobernable. De hecho, en GBA, núcleo más concentrado de la exclusión y la desigualdad de todo el país, se preservan retazos de las esperanzas de un cambio postergado en los pliegos de los trabajadores y segmentos de clases medias empobrecidos. Su efecto demostrativo se extiende incluso a los recién llegados de las provincias o países limítrofes.
Vayamos a los datos duros: la Argentina tiene actualmente un producto bruto per cápita similar al de 1970; significativamente, el game over de nuestro crecimiento traumático pero ininterrumpido desde las últimas décadas del siglo XIX. Ese dato explica per se la exclusión social concomitante con solo cotejar ese indicador con el crecimiento demográfico nacional. Se preservan instituciones sociales que fueron virtuosas en generar una sólida ciudadanía social durante la segunda posguerra pero que el mundo tecnológicamente mutante ulterior a la Guerra Fría las ha tornado anacrónicas y contraproducentes. Es el caso de la legislación laboral y de sus sucesivos ajustes hasta los 70 que en nombre de la justicia distributiva no hacen más que alimentar el caldo de cultivo en el que abreva la pobreza: la informalidad y la volatilidad laboral; fuentes de la descalificación.
A lo que debe sumarse, sobre todo en las provincias, un empleo público hipertrofiado y frecuentemente parasitario en zonas que hasta los 70 -aunque no más fuera tangencialmente- eran traccionadas por el progreso de las zonas centrales. Hoy se hunden en un subdesarrollo profundo; indiscernible del de las periferias superpobladas de otros países de la región. Un atraso que se ensambla con un sistema político esquizoide que detrás de las vestiduras del federalismo y la república, no hace más que garantizarle a la casta nacional y a sus sucursales provinciales los votos seguros de una ciudadanía temerosa de perder la única fuente de su subsistencia.
El Estado Nacional, esa potente maquinaria de grandes realizaciones colectivas a instancias de funcionarios de carrera de probada calificación, ha sido vaciado y ocupado por diferentes corporaciones que en nombre de “intereses superiores”, se apropian de sus recursos fiscales miserables en contra del conjunto. Lejos han quedado sus logros históricos: una sociedad aluvial que hizo posible erigir nada menos que un país en medio del desierto; una educación pública obligatoria, gratuita y científica que fue modelo para la región; instituciones reguladoras de calidad preventivas de las crisis; una ciudadanía social de avanzada; y programas de desarrollo tangibles en el despliegue de nuestras sucesivas etapas de crecimiento.
Hoy luce como un ogro filantrópico impotente salvo para asfixiar a la sociedad; particularmente a los sectores productivos. Su instrumento es un fisco tan inmisericorde como anémico plasmado en déficit e inflación, y una burocracia plagada de ineptos. Se recluta en una corporación política que ha sustituido la ética del servicio público por la del financiamiento de sus faraónicos proyectos de poder. Sus exponentes se transforman en multimillonarios participando directa o indirectamente en actividades legales e ilegales emblemáticas de una administración de la pobreza naturalizada: desde la trata hasta la narcoproducción y distribución; siempre protegidas por agentes públicos para los que la pobreza es una fuente inconmensurable de riqueza. No fortuitamente se la cultiva y preserva bajo la excusa de la asistencia a “los que menos tienen”.
Por último, la pregunta de rigor: ¿será posible salir de este estado de cosas? Desde luego que sí; como lo prueban abundantes estrategias producidas por nuestro aun destacado capital humano diseminado en toda la sociedad: desde las clases altas dispuestas a invertir hasta las medias con sus profesionales de excelencia; y aun las bajas con sus conocedores de cómo implementar programas para que la ignorancia o la mala fe funcionarial no inviertan su espíritu. Una oferta que se desperdiciará de seguir la clase política sumida en una cultura facciosa que obture todo horizonte de futuro. Y que debe renunciar a las aventuras colectivas de los “modelos” o “proyectos” para optar por la complejidad de un rompecabezas de pequeñas piezas ensambladas virtuosamente con otras locales y globales.
Finalmente, una advertencia para la que la historia puede servir como referencia. Hacia los 70, se alcanzaron las fronteras de nuestro crecimiento inclusivo en medio de una discordia política cuya violencia lo clausuró para abrir paso a este panorama de disgregación. La densidad in crescendo de la exclusión contemporánea podría estar marcando otro final de juego: el de una ciudadanía harta del cinismo, la ineptitud, y el usufructo obsceno de recursos público en los que se juega la vida o la muerte. Estamos nuevamente caminando en la cornisa. De caernos, podemos rodar hacia el abismo de situaciones inimaginables.
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