La Argentina, al igual que muchos otros países del mundo, enfrenta una segunda ola de la pandemia del COVID-19. Pero, a diferencia de otros países del mundo, lo hace desde una situación sanitaria y económica muy compleja.
Desde el enfoque sanitario, no hay vacunas disponibles en la cantidad necesaria para una rápida y completa inmunización de la población (aunque es probable que la situación mejore paulatinamente en los próximos meses, con la participación de los laboratorios locales asociados con diferentes productores globales). Tampoco la infraestructura de atención médica pasa por su mejor momento. Los recursos humanos más especializados están, naturalmente, saturados y desbordados, mientras que la pésima intervención oficial en el sistema de precios y costos del sector (con el oscuro objetivo de “estatizar” en forma directa o indirecta a todo el sistema), ha debilitado la oferta privada de servicios médicos.
Obviamente, sin vacunas suficientes y con la infraestructura sanitaria en problemas, la única “solución” para paliar las consecuencias de esta segunda ola consiste en limitar la concentración de gente en lugares cerrados, incluyendo el transporte público, e insistir con los protocolos correspondientes, uso de barbijos, distancia social, ventilación y testeos. Pero claro, como tampoco es posible aplicar intensamente este esquema, por la fatiga acumulada en el largo confinamiento del año pasado y por las condiciones socioeconómicas, las medidas anunciadas guardan escasa proporción (por lo débiles) con la velocidad de contagio de esta segunda ola. En efecto, el Gobierno “inventó” un virus que sólo ataca en la madrugada a desprevenidos transeúntes o automovilistas y festeja cumpleaños familiares.
Pero aún minimizadas, las restricciones afectan a la economía, en particular a los sectores de servicios muy perjudicados desde el principio de la pandemia y a los trabajadores informales que son la parte mayoritaria del empleo en esos sectores. Y el segundo semestre pinta para empeorar los problemas que ya teníamos.
Me explico. El programa electoral delineado por la Vicepresidenta, en su ya tristemente célebre “discurso de La Plata”, consiste en usar al dólar y a los precios de los servicios públicos como ancla antiinflacionaria, “muñequear” el supercepo cambiario y los permisos para importar de manera de permitir cierta mejora de la actividad económica. Presionar a las empresas con los controles de precios. Mantener las tasas de interés por debajo de la inflación esperada, y postergar cualquier acuerdo relevante con el FMI, mientras que para los pagos correspondientes a este año se utilizarían los dólares que, en principio, ingresarán como resultado de la ampliación de capital de dicha institución. Todo esto con un contexto global favorecido por la explosión de liquidez que presiona al alza a los precios de los commodities que exportamos (soja básicamente) pero también a los precios de los commodities y productos que importamos.
El Gobierno, con la excusa de la pandemia, ha comenzado a negociar postergar o anular la fecha de las PASO, y el corrimiento de la fecha de la elección general, con la expectativa de que la cronoterapia mejore el humor de los votantes.
Desde una visión institucional, las PASO nunca debieron existir como obligatorias, dado que fueron creadas, simplemente, por una “rabieta personal” del presidente Kirchner por su derrota electoral del 2009, y respecto de las elecciones generales, siempre hay que mantener y respetar la fecha, salvo un cataclismo, que no es el caso. Mi humilde contribución a la oposición: proponer las PCV (primarias cerradas y voluntarias en la fecha que cada partido decida), boleta única (si no se acepta voto electrónico) y de ninguna manera correr la fecha de la elección general (es obvio que mi humilde opinión sobre este tema no le importa a nadie, pero la escribo para que conste en actas).
Desde el punto de vista económico, la expectativa de que el paso del tiempo mejora las chances del oficialismo, resulta discutible.
En primer lugar, porque el ancla cambiaria no está muy firme. Sin reservas en el Banco Central, sin mucha holgura en el valor del dólar oficial, con las restricciones a la importación, y con la inercia generada por la emisión y la brecha acumulada durante el año pasado, el tipo de cambio real se irá atrasando, generando expectativas de devaluación crecientes y los precios de muchos productos que necesitan insumos importados mirarán más los costos de reposición futuros que el dólar presente.
En segundo lugar, un ajuste de los precios de los servicios públicos menor al previsto por el presupuesto sumado a un mayor gasto relacionado con la reposición parcial del gasto COVID, significará mayor emisión, en un entorno en que la demanda de dinero está cayendo, salvo eventualmente la precautoria que podría resurgir por la pandemia, con tasas de interés pasivas muy por debajo de la tasa de inflación esperada, de manera que la presión sobre la brecha cambiaria empezará a jugar fuerte en el segundo semestre.
En tercer lugar, y paradójicamente, “tranquilizar” el dólar en estos meses ha jugado en contra de la actividad y el empleo. Como todavía las paritarias no han definido los salarios nuevos, con la aceleración inflacionaria del último semestre que pasó, el salario real cayó, y también se desaceleró la demanda de “bienes brecha” (en particular la construcción privada minorista) porque cuando los precios en dólares de estos bienes se estabilizan o caen, se diluye el efecto riqueza sobre el stock de ahorros en dólares.
Finalmente, el no acuerdo con el FMI implica que tampoco habrá un “ancla externa” para compensar el desancle interno.
En síntesis, como los mercados se anticipan, todas las distorsiones que acumula la Cristinomics, empezarán a desplegarse antes de las elecciones. El atraso cambiario y la emisión de pesos sin mayor demanda es más brecha. Más brecha, control de cambios y escasas reservas implica presión sobre la tasa de inflación. Y desde el punto de vista externo, lograr antes de las elecciones el apoyo de la Administración Biden a un país que respalda a la dictadura venezolana, resulta dudoso.
Con este escenario que, por supuesto, todavía puede cambiar, el segundo semestre pinta peor que los “segundos semestres” de Macri.
Por lo tanto, lo que más le conviene al oficialismo es adelantar las elecciones, no postergarlas.
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