En la última semana, Boris Johnson anunció que el Reino Unido empezará a relajar el confinamiento que rige la vida de los ingleses desde fin del 2020. La mayoría de los negocios seguirán cerrados. La mayoría de los ciudadanos deberán permanecer en sus casas la mayor parte del tiempo. Pero ahora tendrán un pequeño alivio: podrán realizar actividades físicas al aire libre con un límite máximo de seis personas juntas. Ni siquiera eso está habilitado en Milán donde el confinamiento estricto rige desde noviembre, es decir, hace cinco meses. Pese a este esfuerzo extremo, que se lleva a cabo en países donde la democracia y la libertad tienen una tradición mucho más enraízada que en la Argentina, ninguno de ellos ha logrado evitar decenas de miles de muertos en el otoño e invierno europeos.
La Argentina ha puesto en marcha nuevas restricciones el jueves pasado. Comparadas con las que debieron soportar ingleses, franceses, españoles, alemanes o británicos, se trata de medidas casi cosméticas. Si se tiene en cuenta, una vez más, que ni siquiera esas restricciones alcanzaron para evitar una catástrofe histórica en Europa, basta aplicar el sentido común para concluir que las decisiones tomadas por el gobierno de Alberto Fernández tampoco alcanzarán en la Argentina. En ese sentido, el debate público debería ser orientado por dos preguntas sencillas. Las medidas, ¿llegan a tiempo o son tardías? ¿Son suficientes o demasiado laxas? O, más directamente: ¿no se deberían extremar las limitaciones de movimiento? Sin embargo, la principal crítica que recibieron es que son demasiado duras.
Esa dinámica tiene un costado patológico. Los datos públicos son estremecedores. En los últimos seis días murieron 250 argentinos en promedio diario. Y esos muertos son producto de los casos que se revelaron hace dos semanas, que eran la mitad de los actuales: no sería raro que en dos semanas se dupliquen. ¿Y en cuatro? ¿Y en ocho? El Gobierno toma medidas que, si se comparan con la experiencia europea, son contradictorias, limitadas, blandas. Aparece a la defensiva: contradictorio, dividido, incapaz de anticiparse a los sucesos, con dificultades evidentes para imponer sus criterios.
Pero cuando finalmente reacciona, gran parte del liderazgo opositor y una cantidad de colegas muy influyentes, le reprochan en tono altisonante y profético que se mete con la vida de los argentinos y que la sociedad debe resistir semejante atropello. Se multiplican los reportajes a dueños de restaurantes y se evitan las narraciones de los intensivistas. Son los mismos que gritarán “fracaso estrepitoso” cuando las cosas empeoren. No es necesario ser un experto para darse cuenta dónde depositará a la sociedad argentina esa pendiente.
Un ejemplo tremendo de todo esto es lo que ocurrió en Semana Santa. El gobernador bonaerense Axel Kicillof dijo el jueves que no está ocurriendo una ola de contagios sino un tsunami. Sin embargo, una semana antes, la conducción del país, y de las provincias, permitieron que millones de turistas se desplazarán por toda la Argentina sin ningún límite. No hay forma de unir de manera racional ese diagnóstico y la decisión que se tomó. Si no hay un tsunami, era lógico permitir lo que se permitió. En ese caso, Kicillof apenas habría incurrido en una exageración. Pero, si hay un tsunami, como lo sugieren los datos, el permiso a los turistas fue una decisión que causará mucho dolor y sufrimiento. ¿Cómo dejaron que la gente viaje por el país en medio de un “tsunami” de casos?
Tal vez un acercamiento más criterioso hubiera previsto las cosas. Había una posibilidad muy clara de que para Semana Santa los casos se dispararán. En ese caso, tal vez hubiera sido razonable destinar una porción del presupuesto para asistir al golpeado sector turístico en caso de ser necesario suspender los viajes de placer. Si los casos no despegaban, esos fondos se destinaban a otra cosa. Si ocurría lo que ocurrió, se suspendía todo y se atendía a los damnificados.
El Gobierno tiene en estas cosas una responsabilidad central porque ni siquiera dio la batalla. Pero esa responsabilidad no es solo suya. De haber tomado la decisión correcta, habría soportado una tormenta de críticas airadas, enardecidas, de un sector cada vez más influyente de la oposición y del mundo periodístico. Cualquier restricción, como las que han tomado las democracias más arraigadas del mundo, es denunciada como una violación a la libertad individual. El resultado está cantado. La ruleta rusa es un juego de azar: la bala puede salir o no después del disparo. Pero ninguna persona sana se arriesga a eso. El método que ha elegido la sociedad argentina para enfrentar la segunda ola se parece demasiado a la ruleta rusa.
Uno de los elementos inquietantes de este proceso es el lugar donde queda el presidente Alberto Fernández. Un año atrás, Fernández impuso un criterio que recibió una aprobación social abrumadora. Consultó a científicos de primer nivel, se reunió con los principales líderes de la oposición, dedicó un esfuerzo enorme a explicarle a la sociedad lo que estaba haciendo, construyó un discurso coherente y razonable. Frente a esos movimientos inteligentes y atinados, las críticas extremas parecían provenir de un grupo de personas resentidas y fanáticas.
Con el correr de los meses las cosas cambiaron. La ruptura con la oposición más razonable, los insultos repetidos, la absurda agenda judicial, el vacunagate, la preocupación por el cambio de humor social, el cansancio, fueron transformando la relación entre el presidente y la sociedad. Pero nada fue tan dañino como el proceso de desgaste al que fue sometido por la vicepresidenta Cristina Fernández. Las sucesivas humillaciones públicas, el respaldo de ella a funcionarios de segunda línea que lo desautorizaban, como Sergio Berni, las cartas, los pedidos de renuncia a ministros, los gritos, los faltazos a actos clave, todo eso fue debilitando la autoridad presidencial.
El hombre que anunció las medidas en el anochecer del miércoles no parecía el mismo que condujo al país en los comienzos de la pandemia. Solo, en la oscuridad de los jardines de Olivos, leyó un mensaje breve, no respondió preguntas de nadie. En ese proceso hay responsabilidades compartidas. Él tendrá las suyas. Pero, ¿realmente alguien puede sostener que el Frente de Todos sostuvo la autoridad de su presidente en este año larguísimo y difícil?
Así las cosas, no es difícil entender por qué a Fernández le cuesta imponer su criterio. Desde un lado, Horacio Rodríguez Larreta le discute en público la única medida significativa que anunció. Desde el otro, funcionarios claves de La Cámpora, como el ministro de Salud bonaerense, Daniel Gollan, y la titular del PAMI, Luana Volnovich, firman solicitadas con los dueños de las empresas de medicina prepaga, para pedirle -en público- que endurezca las medidas. Son códigos realmente extraños.
En el medio de una tragedia de dimensiones históricas, el Congreso aprueba por unanimidad una ley para repartir 60 mil millones de pesos entre personas que no son los que más los necesitan. Y el Gobierno se enreda en una pelea con las prepagas, que deriva en un conflicto con los trabajadores del sector: primero les ofrece 7 por ciento, luego nada, luego 3,5, y ahora, luego de 4 meses de desgaste, 10 por ciento. Y empiezan discusiones rarísimas sobre la fecha de elecciones. Y uno dice “imbéciles profundos”. Y otro llama a resistir medidas que no conoce. Y otro grita “mentes perversas”. Y otro barrabravas. Y otro dictador. Y otro dice que Macri debe ir preso. Y otro insulta al que dijo eso. Y otro amenaza a ese con “cagarlo a trompadas”. Y otro amenaza al anterior. Y así las cosas.
Un lugar común sostiene que los desafíos extremos sacan lo mejor y lo peor de las sociedades y de sus dirigentes. Lo mejor se pudo ver en aquellos conmovedores días del otoño del 2020. Tal vez la dirigencia pueda recorrer lo que pasó por entonces para encontrar un camino que se le escapó, justo en el momento en el que el virus ataca con más fuerza que nunca. O tal vez ya sea tarde.
SEGUIR LEYENDO: