El 14 de marzo Kosovo formalizó la apertura de su embajada en Jerusalén, convirtiéndose en la primera entidad europea en reconocer (de iure) la capital israelí. Con esta decisión, el país balcánico se une a Estados Unidos y a Guatemala en derogar la disputa territorial por la ciudad santa, en claro detrimento de los intereses palestinos. No obstante, debido precisamente a ello, lo más llamativo del asunto estriba en la identidad musulmana de la nación kosovar.
En un principio se trata de una jugada políticamente contraintuitiva, pues actúa en contra de todas las convenciones establecidas. De algún modo, reconocer la soberanía israelí en Jerusalén equivale a concederle la victoria al Estado judío, ya sea de forma simbólica, retorica, o jurídica. Implica asumir que la narrativa israelí triunfa por sobre los reclamos palestinos, sin importar cuales fueran las intenciones o motivaciones que tuvieran los actores involucrados.
El caso kosovar merece especial atención porque sobrepasa las desavenencias religiosas de Medio Oriente y los Balcanes. En este sentido, en conjunción con la apertura de algunos países árabes hacia Israel, el acercamiento entre Pristina y Jerusalén podría servir de antecedente positivo para socavar, por medio de influencias externas, el fuerte componente religioso existente en el conflicto israelí-palestino.
Por lo pronto, el gesto de Kosovo hacia Israel no fue gratuito. Seguramente no haya sido más que un intercambio de favores, pero con potencialidad y finalidad estratégica a mediano y largo plazo. En septiembre último, tras una cumbre en la Casa Blanca entre serbios y kosovares, Israel reconoció la existencia de Kosovo, una república con reconocimiento internacional limitado, circunscrito especialmente a Occidente. Esto ocurre porque la autodeterminación de los albanos kosovares solo fue posible gracias a la intervención de Estados Unidos y la OTAN durante las guerras yugoslavas, una de las secuelas más trágicas que sucedieron tras el desmoronamiento del bloque soviético.
Kosovo obtuvo su independencia formal de Serbia en 2008 y, desde entonces, sus autoridades venían buscando un relacionamiento formal con Israel. Esto no solo les permitiría ganar mayor validación en la comunidad internacional, pero también —en teoría— la posibilidad de acceder a tecnología israelí y extraer mayores compromisos de Washington. Apelando a los posicionamientos geopolíticos en común, los líderes kosovares esperan réditos en materia de política exterior que les permitan contrapesar la amenaza existencial que para ellos suponen Rusia y Serbia.
Las encuestas muestran que Kosovo es el país más pro Estados Unidos del mundo, incluso a punto tal de congraciar a Donald Trump. En 2018 el 75 por ciento de los kosovares apoyaba el liderazgo internacional del expresidente. De hecho, en Pristina hay una estatua de Bill Clinton y una calle en honor a George W. Bush. Es decir, a razón de las circunstancias, a la mayoría de los kosovares no les incomoda respetar a quien ordenara la movilización de tropas hacia países musulmanes.
Kosovo, al igual que Israel durante sus primeras décadas, entiende que su existencia como entidad soberana se encuentra amenazada. En términos del realismo político, la joven estatidad no tiene fuerzas armadas propiamente dichas, de modo que se ampara en el paraguas protector de Estados Unidos y en las garantías que este y sus aliados europeos puedan ofrecerle. En vista de la creciente asertividad de Rusia, especialmente manifiesta tras la guerra en Ucrania, los kosovares anhelan y priorizan integrarse a Occidente y a la Unión Europea.
Sin embargo, el trasfondo circunstancial del continente no resulta auspicioso para estas finalidades. Esto se debe principalmente al ascenso de liderazgos euroescépticos y condescendientes hacia Vladimir Putin. Los principales países de Europa central están gobernados por conservadores que enfatizan la comunalidad cristiana en oposición al progresismo liberal y la inmigración musulmana. Y, si de percepciones se habla, la identidad musulmana de los albanos y kosovares, fuertemente arraigada en la histórica presencia otomana en Europa oriental, contravienen la proyección de Kosovo como entidad occidental.
Teniendo en cuenta que Israel tiene excelentes relaciones con Austria, Chequia, Hungría y Grecia, actores clave con influencia histórica sobre el vecindario balcánico, las autoridades kosovares podrían estar interesadas en los oficios de la diplomacia israelí. Más allá de los intercambios simbólicos, cabe suponer que Pristina podría buscar el beneplácito activo de Jerusalén, en miras de acrecentar sus credenciales como Estado democrático y secular. En cierta forma, apostando por la integración europea, Kosovo busca convertirse en un puente entre poniente y oriente, y tener éxito en donde Turquía fracasó estrepitosamente.
Israel es admirado por los políticos populistas de derecha por ser considerado —con justa razón— como un baluarte de Occidente que opera contra el radicalismo islámico. Kosovo busca un perfil comparable, y para ello ha puesto en marcha programas de desradicalización para combatir el integrismo religioso. Los israelíes y kosovares no gozan de una perfecta separación entre Estado y religión, pero sus sistemas políticos comparten las premisas del parlamentarismo republicano asentado en la tradición democrática europea.
Con todo, la relación entre Jerusalén y Pristina dista de ser un desarrollo concretado. Israel mantiene buenas relaciones con Serbia y un entendimiento estratégico con Rusia. Además, dado que Kosovo se constituyó formalmente por medio de una declaración de estatidad unilateral —jurídicamente no muy diferente a la adoptada por Israel sesenta años antes—, su realización supone un antecedente inconveniente de cara a reclamos parecidos por parte de los palestinos.
Pero no hay solidaridad religiosa o ideológica entre palestinos y kosovares, cuyo reconocimiento internacional, sujeto a los intereses nacionales de cada país, también es limitado en el mundo islámico. Por el contrario, los kosovares parecen identificarse mayormente con la narrativa israelí; con la idea romántica y no obstante tangible de que son un David enfrentándose a un Goliat. Así como los hebreos se enfrentaron a la indignación beligerante de todo el mundo árabe, los albanos kosovares existen bajo la amenaza latente del mundo eslavo rusoparlante.
En lo inmediato, lo cierto es que el quid pro quo entre israelíes y kosovares no responde tanto a las afinidades ideológicas determinadas. Aunque importantes, el acercamiento más bien tiene que ver con los requisitos prácticos de la realpolitik. El establecimiento de una embajada en Jerusalén les permite a los kosovares expandir sus posibilidades estratégicas, y el establecimiento de relaciones con Kosovo les permite a los israelíes enlistar el apoyo extrarregional de una entidad musulmana; una dispuesta a distanciarse de Turquía a efectos de mejorar sus prospectos de inserción en Europa central.
En cualquier caso, este intercambio revindica la relevancia del realismo político en las esferas de la alta política, señalando que la solidaridad religiosa no lo es todo en política internacional.
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