A comienzos del año pasado, la vida cotidiana fue interrumpida de manera abrupta y la pandemia nos dejó a la intemperie de un día para el otro. El sistema educativo no quedó afuera de ese escenario. Según la Unesco, 1.300 millones de niños, niñas y jóvenes (11 millones en Argentina) quedaron fuera del mismo. Asimismo, la vida social, organizada en dos grandes aparatos burocráticos como la escuela y el trabajo, se desintegró para ir configurando otras formas.
Aunque suene a contrasentido, a partir de marzo pasado, la política pública fue no ir a la escuela. la parecer, rápidamente la virtualidad reemplazó a la presencialidad, pero sólo fue una falacia, ya que, al decir de las autoridades ministeriales, sólo el 40% de los estudiantes (datos de la provincia de Santa Fe) acceden a la tecnología y/o a conexión de Internet, porcentaje que se da con más aumento en los sectores más vulnerables.
Durante un año lectivo, la escuela estuvo suspendida, las clases se reducían a explicaciones, actividades y tareas, en el mejor de los casos, pero le faltaba el vínculo, la socialización entre pares y, fundamentalmente, no había encuentro pedagógico, el enseñar y el aprender, ese proceso constructivo entre docentes y estudiantes. Por otro lado, en casa no siempre había un adulto con disponibilidad afectiva para acompañar el proceso y, si estaba, muchas veces no sabía o no podía acompañar la trayectoria escolar. Cabe destacar que en los sectores más vulnerables la desvinculación fue más profunda.
Ante lo descripto, es necesario entender que la escuela implosionó y, por más que queramos sostener el mandato fundacional, es imposible que nos hagamos los tontos, especialmente las autoridades y quienes las caminamos a diario.
Es necesario plantear otros modos de habitarla y planificar un futuro diferente para las infancias del siglo XXI. Hoy por hoy, tenemos la oportunidad histórica de dar el gran salto cualitativo y de superar la encerrona trágica de seguir con la misma organización de tiempo y espacio pensado en el siglo XIX. Esto implica cambiar las reglas de juego, empezar a dudar de las certezas normalizadoras donde todos los niños y niñas son iguales, con recorridos académicos esperables, para dar lugar a lo nuevo, a lo inédito y lo imprevisible. Al decir de Morin, debemos aprender a navegar en medio de un archipiélago de certezas en un mar de incertidumbres.
Para empezar a dilucidar y a poner blanco sobre negro, es necesario reconocer que la larga cuarentena nos dejó unas pocas certezas, tales como: que para enseñar es necesario ser un profesional, que no cualquiera puede ocuparse de la tarea de educar a niños o niñas si no se ha especializado, que disponer de tecnología no garantiza que se pueda aprender, que se necesita de conectividad pero también de ciertos saberes de cómo usarla para la enseñanza de matemática o de educación física y, fundamentalmente, que en la escuela no sólo se aprenden conocimientos académicos, sino que se aprende a estar con otros y a convivir.
La pandemia nos dejó al desnudo, nos provocó angustia y agotamiento no sólo a niños y niñas y adolescentes, sino también a los docentes y a las familias. No sabemos aún qué transformaciones socio-culturales nos traerá, pero de ninguna manera la escuela puede sostener la “nueva normalidad” con la estructura del 1800.
Entonces me pregunto: ¿Cuándo despertaremos y nos pondremos a debatir qué escuela surgirá post COVID? ¿Por qué no aprovechar estos tiempos para provocar rupturas en viejas estructuras enquistadas? ¿Cuándo, de una vez por todas, los políticos alzarán las banderas de la educación en serio y no como slogan de campaña o con frases para la tribuna? ¿Cuándo pensaremos en serio en los sectores marginados garantizando educación, trabajo, salud y vivienda?
¿Cuándo hablaremos del miedo como potencia educativa? ¿Cuándo los cuerpos comenzarán a tener protagonismo en la escuela? ¿Cómo construiremos ciertas condiciones para provocar aprendizajes según los ritmos individuales, con errores, garantizando la continuidad para evitar el desgranamiento escolar, especialmente en algunos sectores, a sabiendas de que los niños y niñas que repiten son de sectores pobres? Si no tomamos conciencia de la oportunidad histórica, haremos como si…
Es urgente repensar la estructura escolar, burocrática y con reglas de juego perimidas, reflexionar a partir de lo inédito y lo imprevisible y planificar desde la flexibilidad y con guiones en común, identificando los diferentes contextos complejos. Asimismo, comenzar a planificar interdisciplinariamente y por proyectos, una alternativa a las narraciones de alguien que cree tener el saber.
“Vale más una cabeza bien puesta que una cabeza llena”, sostenía Montaigne en el Renacimiento. Esto implica superar la visión enciclopedista que aún recorre las aulas y empezar a enseñar otro tipo de habilidades, a sabiendas que 7 de cada 10 jóvenes que transitan el secundario trabajaran en empleos hoy desconocidos.
A su vez, la escuela debe servir para transversalizar y abordar temas que calan hondo en la sociedad, como educación sexual integral, noviazgos violentos, cambio climático y violencia de género, entre otros.
Pero nada será posible si no hay un Estado que focalice por regiones según problemáticas, detecte grupos de riesgo y capacite a docentes a través de plataformas y equipos curriculares que acompañen en nuevas alternativas de educar en tiempos complejos.
Comprensión, paciencia, empatía y solidaridad deberán ser las palabras que reciban a los más pequeños en la nueva escuela, pero no con carteles en afiches de colores, sino como bienes simbólicos impregnados en todos los actores escolares, que los ayuden a inventar un mundo más amoroso.
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