Aunque nunca tuvimos claro si había otra “hoja de ruta” o si Alberto Fernández y Martín Guzmán jugaban al policía bueno, lo cierto es que, después del discurso del 24 de marzo de la Vicepresidenta y del viaje a Washington del ministro de Economía -nada que no se podía haber hecho por zoom, pero útil para justificar por qué lo vacunaron-, esa duda “ha devenido en abstracta”.
Difícilmente la Argentina tenga un programa con el Fondo antes de las elecciones. Desde el punto de vista financiero, esa falta de programa, si se confirma, nos costará tener que pagar los casi 5000 millones de dólares entre capital e intereses que pagamos y tendremos que pagar este año, usando escasas reservas y los 4400 millones de dólares, aproximadamente, provenientes de la parte que nos corresponde por la ampliación del capital del organismo que se terminará aprobando. Con un programa, los vencimientos de este año se hubieran cancelado con un nuevo crédito. Sin programa, habrá que cancelarlos, en parte con reservas y en parte con ese dinero fresco. En otras palabras, cuando el kirchnerismo usa al FMI para hacer campaña, siempre termina pagando la soberanía al contado: 9000 millones Néstor, 5000, ahora, Cristina.
Desde el punto de vista económico, no tener el marco de un programa de metas plurianuales en materia fiscal y de política monetaria y cambiaria, avalada por el Fondo (con su reputación muy devaluada, es cierto, pero algo es algo), ratifica que lo que se haga en estos meses tiene fecha de vencimiento con las elecciones de medio término (o con las PASO).
Con fecha de vencimiento y sin reservas, la política de usar al dólar como ancla antiinflacionaria resulta de poca utilidad, porque todavía falta que una parte de la devaluación pasada se traslade a los precios y a eso se le suma la expectativa por la devaluación “que vendrá” y la implícita en las restricciones a la importación que hace que algunos precios ya empiecen a mirar más al dólar libre que al dólar oficial. Una política monetaria expansiva y con tasas de interés negativas es el marco para que ese traslado a precios de las expectativas de tipo de cambio se acelere.
Con el ancla del dólar debilitado, sólo queda el ancla del control de precios y del populismo tarifario. Ambos instrumentos tienen también vida corta. El primero produce desabastecimiento y afecta la cadena de producción y empleo. El segundo, el populismo tarifario, aumenta el deterioro creciente de los servicios públicos e incrementa el gasto público en subsidios económicos. Y esto último me lleva a la “frazada corta” del uso electoral del gasto público. Más déficit fiscal implica más emisión, más presión sobre el dólar libre y luego más presión sobre la tasa de inflación. Lo cual es malo para conseguir votos. Mantener el déficit fiscal dentro de lo presupuestado, que ya es mucho, y a su vez, aumentar los precios de los servicios públicos por debajo de lo necesario, es bueno para conseguir votos, pero al ser más gasto en subsidios obliga a más “ajuste” en las jubilaciones y los salarios públicos, lo que es malo para conseguir votos. Y todo esto sin contar un eventual incremento del gasto COVID.
Como podrá observar el amable lector y la amable lectora, hacer populismo sin plata no es para cualquiera.
Finalmente, el otro tema preocupante del discurso del 24 de marzo ha sido la mención a un “acuerdo político para combatir la bimonetariedad argentina”.
Como ya mencionara desde esta columna, hay una confusión conceptual en este tema. Argentina no es un país bimonetario. La Argentina es un país en donde convive una moneda de curso voluntario y fuertemente demandada, el dólar, con una cuasimoneda de curso obligatorio y con baja demanda, el peso. Un acuerdo político para combatir esta situación puede ser visto como una gran noticia, la idea de hacer el cambio de régimen necesario para que el peso recupere su condición de moneda “por las buenas”. O puede ser visto como, lo que se sospecha, una profundización de la pesificación forzada. Si el gobierno consigue el número que busca en el Congreso, es más probable una pesificación forzada que un cambio de régimen o, en todo caso, es más probable un cambio de régimen en el sentido opuesto (“A mí me gusta New York, pero los intereses nacionales están en otro lado”). Por lo tanto, cualquier decisión de enterrar dólares en el país que pueda ser postergada, o que no tenga un enorme regalo implícito, será relegada para después de octubre.
Y por si esto fuera poco, también nos aislamos de nuestros vecinos, en lugar de retomar una agenda positiva en el Mercosur (tema para otra nota).
En síntesis, sin programa antiinflacionario creíble, sin aliento a la inversión y el empleo privado, sin reservas y sin vacunas suficientes, podríamos estar ante una dinámica complicada en los próximos meses y ante un desafío enorme para la democracia republicana en los próximos años.
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