El sistema impositivo argentino se ha convertido en la combinación del nudo gordiano con el libro de arena de Borges. Madeja indescifrable y en infinita expansión, no cumple con dos de sus fines fundamentales: el financiamiento sostenible del Estado y una redistribución justa de los recursos para sostener a los más desfavorecidos, mientras alienta a los sectores productivos. Si mezclamos esto con un gasto público que siempre sube, la combinación es explosiva.
Todos sabemos que este laberinto necesita simplificarse y hacerse más justo y eficiente. También que debemos repensar el sistema federal de impuestos y la coparticipación. A pesar de ello, tenemos en tratamiento en el Senado dos nuevas leyes que le agregarán páginas de arena al libro y cabos al nudo: el lamentable aplazamiento, una vez más, del acuerdo fiscal de 2017 y los cambios al impuesto a las ganancias, que como un lobo con piel de cordero parecen muy amables, pero esconden un verdadero peligro porque perjudica directamente al sector privado y de forma mediata a todos los argentinos.
El kirchnerismo, otra vez, vuelve a agarrar la peor de las opciones que es subirles los impuestos a las empresas. Por alguna razón, hemos aceptado que está bien cobrarles impuestos exagerados a los privados, sin prestar atención a las consecuencias. Esto necesariamente termina con menos empresas en la Argentina, porque en un mundo globalizado las inversiones van adonde mayor rentabilidad posible tienen (y menos empresas es, obviamente, menos puestos de trabajo). Por otro lado, termina en precios más caros para los productos que consumimos, por lo que la supuesta inyección al consumo termina redundando en beneficio nulo para la gente y un aumento de la inflación.
Nos mienten diciendo que buscan alentar el consumo, pero saben que lo único que hacen es un guiño a un sector absolutamente minoritario a costa de todo el sector que invierte en el país. Deciden con las encuestas en la mano, sin la responsabilidad que exige gobernar.
Hace años que la Argentina viene girando en círculos y, si algo nos enseñó eso es que, más allá de lo que nos digan algunos, no hay ninguna posibilidad de romper la inercia negativa, la recesión y la pobreza estructural sin generar empleos privados. Para eso, precisamos empresas que inviertan y contraten más, particulares que se transformen en pymes, pymes que amplíen sus fábricas o exporten sus productos, empresas de servicios que compitan desde acá con todo el mundo. Es la única puerta de salida de este laberinto.
El Estado sí tiene un rol en esto, un rol de coordinación, de control de la competencia y, especialmente, de fomento de la inversión y de la iniciativa privada. No sé bien cuándo ni por qué dejamos de lado esta función estatal ni cuándo ni por qué pasó a ser tabú hablar de las empresas y los empresarios y pasamos a insultarlos.
Es materialmente imposible que sea el Estado el que les dé trabajo a todos los argentinos. A nadie escapa esta certeza y los más estatistas terminan cayendo en un capitalismo de amigos que beneficia a pocas empresas, en el mejor de los casos, o a empresas propias a nombre de otros, en el peor. Quizás, si en lugar de empresarios o emprendedores los pensáramos como creadores de empleo o creadores de oportunidades su rol sería más claro. Como sea, lo que debe estar claro es que salimos con ellos y no contra ellos.
Hay acuerdo sobre la importancia de los impuestos para financiar el Estado, redistribuir la riqueza y emparejar inequidades. Pero no hay acuerdo, aunque muchos lo sabemos, en que hay impuestos peores que otros, regresivos, que no distribuyen, que recaudan a costa de matar la actividad productiva. Ingresos brutos es ese impuesto, también el impuesto inflacionario que hace que nuestra moneda valga cada vez menos. Por suerte, también hay impuestos buenos, que recaudan y distribuyen, aunque a veces son más antipáticos. Es el caso del impuesto a las ganancias para las personas, que es progresivo, que cuida a los que menos tienen, que lo pagan los que más ganan y que ayuda a financiar los gastos del Estado.
Es cierto que los incentivos para los políticos están mal puestos y se enfocan en la próxima elección. Pero tenemos la obligación de empezar a plantear opciones sostenibles en el tiempo, incluso aunque sean antipáticas en el corto plazo. Es tarea de los dirigentes atravesar momentos impopulares para beneficio del conjunto, nuestros cargos y nuestros egos no son tan importantes. Si seguimos mirando solamente el corto plazo y el interés personal, vamos a terminar de exprimir a esta nación a niveles imperdonables y el perjuicio será irreparable. No son épocas de decisiones simpáticas, son épocas de decisiones correctas.
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