Hace poco más de un año la pandemia dejó de ser una noticia lejana y aterrizó definitivamente en la Argentina. Alberto Fernández comunicó la primera etapa del aislamiento social, preventivo y obligatorio. Lo hizo rodeado de referentes del oficialismo y de la oposición, ante una sociedad atenta y comprometida con el cumplimiento de las medidas excepcionales que se anunciaban.
La semana pasada, de forma imprevista, el mismo presidente utilizó la cadena nacional para divagar sobre la segunda ola y la escasez de vacunas, sin anunciar nada concreto y aportando una dosis considerable de incertidumbre a la coyuntura.
El contraste entre los dos momentos es notable. Comenzamos la pelea al coronavirus con un mandatario recién llegado al poder, que mostraba un liderazgo fuerte y una apertura política inédita para un dirigente del palo kirchnerista. Hoy entramos al otoño con una imagen presidencial deslucida, marcada por una gestión muy mala de la crisis y el blanqueo -la vista de todos, frente a la Asamblea Legislativa- de que en su agenda la prioridad número uno es la avanzada judicial. ¿Qué pasó en el medio?
El ejemplo precedente es muy oportuno para entender el estado de confusión permanente que identifica al Gobierno hace tiempo. La pésima comunicación oficial es un factor central en la ecuación que da cuenta de la degradación institucional que sufrió el país en los últimos doce meses. Promesas irrealizables, contradicciones y anuncios vacíos son algunos de los recursos discursivos a los que están suscriptos el presidente y su gabinete.
Cuando se hizo evidente que la cuarentena dura era la única estrategia en marcha, la confianza de la gente cayó en picada y las autoridades jamás pudieron recuperar la iniciativa, pese a los continuos reclamos de la oposición para formalizar acuerdos y encontrar soluciones colectivas a los problemas que se fueron acumulando en los frentes sanitario, educativo, económico y social.
Podríamos hacer un análisis pormenorizado de todo lo que pasó desde marzo de 2020 hasta aquí, pero dada nuestra frágil actualidad, es conveniente mirar para adelante y aprender de los errores cometidos (que no son pocos). El año pasado logramos evitar el colapso del sistema sanitario, pese a que varias jurisdicciones resistieron al límite de sus capacidades. Pero en la extensa columna de los contras, además de la cuarentena eterna y las escuelas cerradas, están los testeos (y los consecuentes trazados y aislamientos de contactos) insuficientes, que jamás tuvieron la dimensión y la intensidad necesarias para hacernos fuertes en el frente más importante: la prevención.
Brasil está colapsado, con cientos de personas que esperan una cama de terapia; Paraguay tiene las unidades de cuidados intensivos al 100%, suspendió las clases presenciales y restringe la circulación; Chile, que avanza a pasos agigantados en el operativo de vacunación, confirmó que casi 9 millones de personas vuelven al confinamiento total. La actualidad de nuestros vecinos lo dice todo. Con la llegada del otoño y la aparición de nuevas cepas más infecciosas, la segunda ola no es una posibilidad lejana, sino que pronto será una realidad tangible.
Cuando la situación epidemiológica lo amerite, deberán implementarse aislamientos focalizados, con una duración determinada, para mantener funcionado la economía y no bajar prematuramente las persianas de las escuelas, que en estas semanas de clases han demostrado que no son un foco infeccioso considerable. Sería una equivocación descomunal reincidir en medidas globales que no consideran las distintas realidades de provincias y municipios.
Los cuidados individuales y colectivos, que la inmensa mayoría de los argentinos ya tienen incorporados, son esenciales para que no se dispare la curva de contagios. Pero esa es apenas una cara de la moneda. El Gobierno Nacional tiene la obligación de aplicar en el terreno políticas coherentes e integrales para mitigar los efectos de la pandemia. En ese sentido, mejorar la distribución y acelerar la aplicación de las vacunas, que hasta ahora ha sido un proceso deficiente y opaco, atravesado por hechos de corrupción intolerables, sin dudas es imprescindible.
No exigimos imposibles, porque conocemos muy bien las complicaciones que enfrentan muchos estados para acceder a las vacunas. Tampoco actuamos con oportunismo ni buscamos sacar ventajas, de hecho, es el Gobierno quien lleva una y otra vez el debate a la arena electoral, equivocando prioridades y confundiendo a la gente.
¿Acaso reclamar sensatez y transparencia, dos cualidades propias de toda buena administración que han brillado por su ausencia en este año de pandemia, califica como una locura? Es lo que necesita y merece la ciudadanía que representamos.
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