Sobre marginales, pibes y bicis

Libre interpretación y reflexión sobre la pobreza y los sueños

Carlitos pedaleó casi con emoción y alegría sabiendo que se ponía rumbo a Luján, ciudad de su nacimiento y en la que había vivido hasta sus ocho años. Quizás llevaba un vago recuerdo de su tan mínima infancia, tal vez añoraba alguna caricia recibida o recordaba aquella pelota de aquel potrero. Solo él sabrá qué había dentro de su cabeza al enfilar rauda y certeramente hacia el poniente. Carlitos había partido desde el barrio Cildáñez, debajo de un oscuro y sucio rincón de una autopista urbana, que no son otra cosa que bloques de cemento donde autos de variada gama transitan por sobre las miserias de barrios marginales, sin verlos ni sentirlos.

Él no sabe ni leer ni escribir. Su lenguaje es corto, carente casi de vocabulario. Dicen que estuvo casado, dicen que tuvo una causa de acoso (no probada) y dicen que deambula desde siempre por el barrio viviendo en “situación de calle” (hábil eufemismo inventado por estadísticos burócratas para decir sencillamente que no tiene donde caerse muerto). No estaba yendo a un lugar cualquiera o a esconderse para delinquir. Pedaleó por concurridas avenidas, calles barriales de munido tránsito, subió a abigarrados y vigilados trenes, teniendo siempre en su cabeza tratar de llegar a su natal. Acaso solo escapaba de su calvario. Su bicicleta era vieja y oxidada, pero era el pasaporte a una libertad que probablemente nunca tuvo. Seguramente no razonó en lo más mínimo acerca de cuanto tardaría, como se alimentaría. Ya, con el único GPS de sus recuerdos, salió de fantasías y aventuras.

En su correría lo acompañaba su pequeña amiga María (permítame el lector inventar un nombre). Se dice que no se la puede nombrar, ya que al hacerlo (¡Dios me valga!) estaríamos incumpliendo con las regulaciones de nombrar a menores que pueden haber sido sometidos a abusos; antes no debiéramos olvidarnos que a veces el nombre es lo único que tienen. Dicen los que de leyes saben que se hace en el afán de proteger su identidad, agregando por mi parte que seguramente los funcionarios de turno creerán que por esta vía los están pudiendo borrar del mapa. Si le van a sacar el nombre, por lo menos antes debieran haberle dado comida, educación, salud y justicia. Alguien dijo décadas atrás “es un desaparecido, ni está muerto, ni está vivo, es un ser sin nombre y sin estado. Es un NN”. No quiero hacer un debate sobre lo correcto o no de escribir un nombre. El lector con capacidad de entender metáforas, posiblemente me acompañe. Si quieren atacar la marginalidad comiencen por medidas mucho más profundas que prohibir el uso de una identidad o de un apelativo.

La historia de María no era tan distinta a la de Carlitos. Historia de los sin casa, con comidas salteadas, sin juegos, sin escuelas, sin cobijo. A María nunca el viento le había golpeado la cara. Seguramente la brisa jamás le había hecho volar sus pelos no lavados con olientes champús ni acondicionadores con cremas nutrientes. Tenía su vida ya marcada, en la marginalidad nació y en ella viviría por siempre. Su radio de acción no iba más allá que unos pocos cientos de metros de esa casilla con techo de lonas, colchón al piso y viejos cacharros producto del cartoneo de mamá. Ella justamente le dijo “Andá con Carlitos que te va a conseguir una bici”. Es probable que a la madre con varios hijos a cuesta no se le ocurrió mejor idea que liberarse un poco de ese “peso”, o si pensáramos desde la bondad, tal vez, en su mente carcomida por la falopa, creyó que María tendría su rato de felicidad, tan raleada en esa sucia toldería donde vivían.

Para que María no tuviera frío, Carlitos le armó con una caja de cartón, un abrigo protector que hasta tenía dos pequeños agujeritos para que sus bracitos pasaran y así tener movilidad. Le puso el escudo de sobretodo sobre los hombros, la paró sobre la parte trasera de la vieja bici y entre trastos llevados, allá partieron en su andanza conurbana. María parada detrás lo abrazaba fuertemente, mientras recibía leves ventolinas que le mimaban su ya curtida piel.

Hay momentos en que el país pareciera detenerse para que todos vayamos hacia un punto donde incuestionablemente está “la noticia”. Es allí, en ese segundo y solo por corto tiempo, donde todos nos convertimos en Abigailes, en Marías o en el cascote que rompió un vidrio de una camioneta de un señor presidente. Toda la “Mass Media” nos mostrará la imagen del momento y todos la observaremos con pena y bronca, pero al mismo tiempo con una actitud entre tilinga y sorprendida (“Mirá vos en que se convirtió este país”). En simultáneo aparecerán habladores berretas que nos contarán las medidas que se comenzarán a tomar, también incursionarán los hipócritas que han tirado piedras pero que rápidamente escondieron sus manos y no estarán ausentes charlatanes pregoneros de la nada con su inefable “yo avisé que esto pasaría” o, más aún, la inefable frase “yo presenté un proyecto de ley en el chiquicientos”.

La pobreza de un país no nace a una hora determinada de un cierto día. Muy equivocados están los que siguen creyendo que esto comenzó con una abogada patagónica o con un ingeniero hijo de un potentado señor o con un doctor que se tomó las de Villadiego en helicóptero o con el señor riojano de patillas llevar. Fueron todos ellos y ninguno. Podríamos hacer el ejercicio de remontarnos más atrás y no faltarán los que digan que el General debiera haberse quedado para siempre en Puerta de Hierro y dirán presentes, nostálgicos golpeadores de puertas de cuarteles, aduciendo que bien nos vendría unas cuantas marchas militares y escuchar algún que otro “Comunicado Número 1”.

El deterioro de un tejido social es una sumatoria de horribles decisiones tomadas tanto por gobernantes como por gobernados. Los primeros a lo mejor por ignorancia, incompetencia y seguramente también por malicia para lograr múltiples objetivos, que van desde el latrocinio hasta alcanzar perpetuarse en el poder. Los segundos, a mi modesto entender, tienen dos motivos de base: ignorancia y falta de educación y por otro lado porque han comprado mensajes vigorosamente edulcorados de falsos dioses; ambas razones, fatalmente relacionadas. La consecuencia de adquirir promesas variopintas da como resultante el lento goteo hacia el infierno de la marginalidad.

Enrique Santos Discépolo (1901-1951) como nadie describió el desgarro de una sociedad que ya viraba hacia la injusticia y la inequidad. Su tango-himno es de 1934 y nos puso por vez primera frente a la vidriera irrespetuosa de los Cambalaches, lugar donde se mezclaba la vida y que, herida por un sable sin remache, veíamos llorar a la Biblia junto a un calefón. Tristemente sublime. No hace falta leer múltiples tratados de sociología para entender qué es lo que nos pasó. Simplemente escuchemos tangos del maestro Discépolo (peronista desencantado) y comprenderemos desde donde viene nuestro ocaso.

La madre de María estaba bien en la vía, seguramente sin rumbo controlado y quizás sin darse cuenta de su desesperación ya que la falopa era su compañía. Ella no tenía ni fe, ni yerba de ayer secándose al sol. Los mangos los buscaba cartoneando, rara forma de describir un supuesta actividad productiva que le permitiría juntar algún peso para morfar. La indiferencia del mundo era total. ¿Cuántas veces nosotros y los políticos dirigentes la han visto pasar? Miles y miles de veces, pero al mundo ya nada le importa. Ella ya sabía que todo era mentira y en la droga se escabullía. La madre de María nunca esperó una ayuda, ni una mano, ni un favor. En línea con Discépolo, la murga uruguaya “Agarrate Catalina” nos pega una trompada en la jeta con el tema “La violencia” y nos canta:

“Yo soy el error de la sociedad / soy el plan perfecto que ha salido mal / vengo del basurero que este sistema dejó al costado / las leyes del mercado me convirtieron en funcional / vos me despreciás, vos me buchoneás / pero fisurado me necesitás / soy parte de un negocio que nadie puso y que todos usan…”

Carlitos, María y su madre son víctimas de esta sociedad y de un Estado que se tomó el pire. Los tres fueron lanzados por la borda como descarte impuro y sórdido de algo que no queremos ver. Pero allí están. Y cada tanto, la vida nos los devuelve de manera furibunda.

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