“Yo sé que muchos dirán
Que peco de atrevimiento
Si largo mi pensamiento
P’al rumbo que ya elegí
Pero siempre he sido así
Galopeador contra el viento”
Atahualpa Yupanqui
El debate político está atravesado por falacias reiteradas que generan un malestar creciente en esta sociedad que mira perpleja cómo las palabras son utilizadas ladinamente para enmascarar la realidad más evidente. La adjetivación apresurada se convirtió en una práctica irresponsable de descalificación del adversario o del propio compañero, en el afán de clausurar cualquier atisbo de debate genuino y democrático por parte de quienes se arrogan ser depositarios de verdades absolutas e irrefutables. Así es como se juega con temas muy caros a la sensibilidad popular, en un peligroso juego de estigmatización que genera falsas antinomias y un divisionismo absurdo e innecesario en sectores que debieran abrevar en la gran marejada de la reconstrucción nacional.
Una práctica cada vez más recurrente consiste en olvidar argumentos y desestimar razones, calificando de ególatra y violento al otro como mecanismo retórico dirigido a justificar la propia inoperancia e hipocresía (llámese inoperancia a lo no operante e ineficaz; llámese hipocresía a decir una cosa y hacer otra).
Tengo una obligación innegociable, y es la de velar por la seguridad de todos los bonaerenses. El desempeño de tamaña responsabilidad exige actuar con coraje, profesionalismo, sin especulaciones y diciendo siempre la verdad de frente, con franqueza y en cualquier circunstancia, a una sociedad por demás golpeada por sucesivas desgracias y fracasos colectivos. Eso pidió el Presidente en reiteradas oportunidades: que no nos callemos, que digamos nuestras verdades (relativas por cierto), que lo ayudemos contándole sin tapujos lo que pasa y que no nos encapsulemos en microclimas de oficina que nos ajenizan de la realidad misma. La lealtad consiste en poner alma y vida en la resolución de los problemas cotidianos y no en construir una vulgar narrativa de la autocomplacencia.
Yo no puedo permitir que quienes especularon escondidos detrás de un escritorio, siguiendo un caso dramático por TV, intenten deslegitimar por razones ideológicas y partidarias el mecanismo de coordinación operativa y logística construido entre la provincia y la ciudad de Buenos Aires. Cuando hay un drama de fondo, lo partidario debe quedar en un plano secundario. Eso fue lo que hicimos, y resultó eficaz para el abordaje de un tema extremadamente delicado. Cuando la energía se pone en función de solucionar los problemas que tenemos como sociedad, los resultados aparecen. Es inconcebible entonces que se hable de violencia para descalificar a quienes defendemos con pasión nuestras convicciones. Se banaliza ligeramente un concepto, el de violencia, desvirtuando el sentido de las cosas.
Violencia es que haya argentinos y argentinas sin identidad, compatriotas que no existen para la institucionalidad porque no están inscriptos, que son analfabetos, que pasan hambre, que viven abandonados en la calle a la buena de Dios. Violencia es desgastar los zapatos en las mullidas alfombras de las oficinas, sin embarrarse jamás en el terreno donde se juega la vida y el destino de nuestra gente. Violencia es agigantar el muro de indiferencia que divide a representantes y representados. Violencia es eludir cualquier debate descalificando al otro, alimentando así una espiral de incomprensión que atiza discordias y multiplica disensos fútiles. Violencia es permanecer indiferentes ante la exclusión y la pobreza extrema, ante el hambre de los olvidados, ante el olvido de los nadies.
Violencia es especular con los recursos cuando se juega la vida de una nena de 7 años, por miedo a asumir la responsabilidad de eventuales finales trágicos de los que se quiere estar lejos. Violencia es aceptar los honores de la función pública, rehusando los sacrificios y renunciamientos que esa misma función demanda. Violencia es irse a dormir plácidamente cuando un país está en vilo y desgarrado por el dolor. Violencia es estar a 50 kilómetros de distancia de donde se juega la vida un ser frágil que pide a gritos que alguien acuda en su ayuda. Violencia es contar alegremente que se carece de información propia, de inteligencia criminal, de hombres en el territorio, de comunicación con las fuerzas jurisdiccionales locales y que la noticia de la aparición de la persona más buscada de la Argentina se conoció por un noticiero de TV.
Violencia esconderse en las malas y querer figurar en las buenas. Violencia es dejar sin atención médica, en una comisaría y durante 4 horas, a una nena de 7 años que fue sometida por tres días espantosos, a la espera de que llegue alguien del ministerio de seguridad nacional a sacarse una foto. Violencia es victimizarse, ante la imposibilidad de esgrimir un solo argumento razonable. Violencia es no decirle a los bonaerenses la verdad sobre de la cantidad de efectivos federales supuestamente afectados al territorio provincial para desempeñar tareas de seguridad ciudadana. Violencia es no saber cuántos gendarmes se asignaron a la provincia, dónde están, qué hacen y con quien coordinan en el territorio provincial.
Violencia es persistir en la indolencia, hasta convertirla en metáfora de la nada misma. Violencia es construir un relato de la obsecuencia, llevando problemas y reclamos al Presidente pero nunca iniciativas concretas. Violencia es vivir mirando hacia atrás, porque no hay capacidad de construir el presente. Violencia es descalificar al que hace, propiciando una cultura de la contemplación pasiva a la par que se estigmatiza a los hacedores como energúmenos de la prepotencia. Violencia es hablar sin hacer, prometer y no cumplir. Violencia es vivir diagnosticando sin aportar nunca una solución.
“Vuele bajo, porque abajo, está la verdad”. Así nos cantaba Facundo Cabral, enseñándonos que lo primordial de nuestra existencia está en la convivencia con nuestros semejantes, en el palpitar juntos los mismos anhelos, ilusiones, sufrimientos y cuitas. Representantes y representados debemos amasar juntos el barro con el que se forja la Historia, recuperando la noción de pertenencia a una misma comunidad de destino. Eso es en definitiva la Nación: sabernos compañeros de una misma travesía existencial, sabernos compañeros de una misma causa y protagonistas de ese sueño extraordinario que es la vida. La distancia nos enajena y abisma; la cercanía nos hermana y ennoblece. Por eso hay que elegir siempre el estar juntos, en el territorio, al lado de quien sufre. Es una opción de vida para quienes asignamos un sentido de trascendencia a nuestro paso por la función pública.
Cuando asumí como ministro hice un juramento solemne que es sagrado. No voy a ceder un milímetro en cumplir a rajatabla el compromiso de poner lo mejor de mi persona y de trabajar por la seguridad de los bonaerenses. No importan las dificultades, no importan las descalificaciones, no importan las palabras hirientes. Primero está la Nación, que es el Pueblo mismo. Y el Pueblo no es una abstracción sino cada persona con rostro, con nombre, con historias y sueños que merecen ser respetados. Pese a todo, sigo soñando con una Argentina mejor y con un mundo más justo. En eso se nos va la vida.
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