Tanto desde el punto de vista de la teoría económica como de la experiencia histórica, es razonable suponer que el sostenimiento del esquema actual de política tiene bases endebles y está llamado a sucumbir en un período de tiempo indeterminado, pero que debería oscilar entre el cortísimo plazo de algunas pocas semanas y un máximo aproximado de un año. El desenlace más dramático y acelerado depende de un improbable estallido social inmediato, ante algún nuevo y grosero error no forzado, similar o peor a aquellos en los que reiteradamente incurre la extraviada coalición que gobierna.
El más extenso plazo de duración, de ocurrir, requiere la conjugación de tres importantes elementos: un emprolijamiento de la administración macroeconómica (fiscal y monetaria), la continuación de la tendencia alcista del precio de los materias primas a nivel internacional y el acallamiento del fuego amigo, proveniente, principalmente, de la vicepresidencia de la Nación.
Se espera el “rebote del gato muerto”, es decir, una suba producto de una fuerte caída previa y, por definición, de efímera duración
Sin embargo, esta tregua podría significar sólo una prolongación de la actual agonía, mientras que su mantenimiento hasta la finalización del mandato luce altamente improbable. Sólo la certeza de un triunfo holgado de la oposición y la seguridad de un cambio de rumbo virtuoso, lograría “tranquilizar” las variables en medio de una cuenta regresiva tensa pero esperanzada. Sería una reedición de la calma previa a las elecciones presidenciales de 2015.
Desde el punto de vista estadístico, comenzarán próximamente a publicarse noticias positivas sobre el nivel de actividad y empleo. Será consecuencia de la comparación con los inusualmente bajos niveles de los primeros meses del encierro total, determinado en el comienzo de la tragedia sanitaria mundial, provocada por el covid-19.
Bien podría calificarse esta situación (y así será calificada por la mayoría de los economistas), como el “rebote del gato muerto”, es decir, una suba producto de una fuerte caída previa y, por definición, de efímera duración.
No es posible, siquiera en varios años, alcanzar los niveles pre-pandemia, ya que el nivel de actividad depende de la disponibilidad de recursos económicos y de su tasa de utilización. Aunque esta última ascendiera al 100%, lo haría sobre un volumen de capital productivo mucho menor, consecuencia de la amortización, obsolescencia y, en algunos casos, abandono total y definitivo de bienes de capital, que ya no serán utilizados, puesto que sus propietarios han “bajado los brazos” y decidieron abandonar definitivamente el país, en algunos casos, y la actividad productiva, en otros.
Sin embargo, es de esperar que la propaganda oficial busque instalar un discurso épico, anunciando el comienzo de un proceso de crecimiento vigoroso y sustentable. Sería un burdo y cruel engaño que podría resultar, sin embargo, relativamente exitoso y cambiar, transitoriamente, el humor social.
La ignorancia sobre las inmutables reglas naturales de funcionamiento de la economía por parte de un sector mayoritario de la población, más el fanatismo del tercio de incondicionales y ruidosos adherentes al populismo vigente, podría confundir solapadamente a la opinión pública. De esta manera, podría instalarse un clima de “confianza” que no debería extenderse, sin embargo, al sector más informado de la sociedad, que es propietario, a su vez, de la mayoritaria capacidad de ahorro e inversión con que cuenta la economía.
La mayoría de los economistas argentinos coincide en la necesidad de encarar un ajuste estructural que torne rentable la actividad productiva
Para desatar un proceso de crecimiento, que supere los límites actuales en los que se encuentra encorsetada la economía argentina, y salir del “estancamiento secular”, es necesario un fuerte incremento en la inversión productiva que mueva en dirección ascendente la “frontera de posibilidades de producción”.
Según recientes declaraciones del ministro Matías Kulfas, el Gobierno insiste en que pronto se desatará el crecimiento económico, sin necesidad de ajustes a la baja del gasto público y la presión impositiva.
Mientras tanto, la mayoría de los economistas argentinos coincide en la necesidad de encarar un ajuste estructural que torne rentable la actividad productiva. Los sectores capaces de ganar dinero con la presión impositiva y la carga regulatoria actuales son muy escasos.
Más gasto público, menos consumo privado
La economía parece estar deslizándose sobre una filosísima y peligrosa navaja. El aumento de la pobreza y la pauperización de la clase media, mediante la paulatina pulverización del poder adquisitivo de los salarios y las jubilaciones, han tornado sumamente riesgosa la continuidad del actual “plan económico”. Cualquier inesperado chispazo social podría generar una hoguera que consuma el escaso capital de la corporación política, incluyendo en ella tanto al gobierno como a la oposición.
El “que se vayan todos” parece estar en la punta de la lengua de una inmensa mayoría, desconforme con la simbiosis y mimetización de las dos principales coaliciones políticas que se disputan, veleidosamente, el poder, para una vez obtenido el mismo, llevar a cabo políticas que solo se diferencian muy superficialmente en sus planteamientos socioeconómicos.
El Presidente ve cada vez más desdibujado más su rol y la vice avanza vertiginosamente hacia la toma del control total de la agenda oficial. Los “economistas” que la asesoran, insisten en navegar contracorriente y adoptan una actitud paranoica, culpando de todos los males de la economía a una “conspiración” de sectores concentrados que expolian sin piedad al sufrido “pueblo argentino”.
En ausencia de incentivos a la inversión, el volumen total de bienes y servicios que es posible producir, se encuentra fijado en el punto de máxima utilización del equipo de capital disponible, como se dijera anteriormente. En este marco, todo incremento del gasto público y de su contracara, la presión fiscal, implica una reducción del consumo privado.
Por increíble que parezca, aún existen “economistas” que no son capaces de distinguir entre variables nominales y reales. No comprenden, entonces, que en lugar de estimular la demanda y aumentar el consumo, el aumento del gasto público sólo provoca una disminución del poder adquisitivo de los salarios y las jubilaciones.
Todo incremento del gasto público y de su contracara, la presión fiscal, implica una reducción del consumo privado
Contrario sensu, el imprescindible ajuste estructural, que reduzca conjunta y apreciablemente los impuestos y el gasto público, debería tener dos efectos complementarios de indudable importancia: 1) cambiaría la composición de la demanda agregada, a favor de más gasto privado. El resultado obvio es mayor consumo y mayor inversión, y 2) como la economía es esencialmente dinámica, al análisis estático anterior se le debe agregar la mayor actividad, consecuencia del incremento de la inversión.
Un plan de ajuste estructural bien diseñado y con apoyo político suficiente, sería capaz de desatar un proceso de inversión, crecimiento y desarrollo de dimensiones gigantescas. Sin embargo, parece altamente probable que la corrección política y la falta de audacia e imaginación de la sociedad argentina, elija una y otra vez entre falsas alternativas.
Las políticas que en las últimas décadas y en diferentes latitudes, dieron lugar a importantes transformaciones se enfocaron, cada una con sus características particulares, en estimular el proceso productivo, con bajos impuestos, desregulación de la economía, modernización de las relaciones laborales y una fuerte apertura al comercio internacional.
En su lugar, el Gobierno “inventó” un desdoblamiento cambiario de hecho. El Banco Central adquiere divisas a los exportadores a $90, menos las retenciones, y las vende masivamente a $145, mediante un artilugio financiero conocido como “el rulo”, una triangulación en la que se utilizan bonos nominados en dólares para apropiarse del margen entre ambas cotizaciones, al que suele denominarse “brecha cambiaria”.
De esta manera, logra aplacar transitoria y artificialmente el tipo de cambio. A fin de maximizar las utilidades de este singular “invento”, se aplica un fuerte torniquete a las importaciones. La mayoría de ellas, debe realizarse adquiriendo los dólares en el “mercado financiero”. El incremento de costos debe, necesariamente, trasladarse a los precios, lo cual torna indomable la inflación y creciente el atraso cambiario.
El incremento de costos debe, necesariamente, trasladarse a los precios, lo cual torna indomable la inflación y creciente el atraso cambiario
Es fácil advertir que, lejos de alentar la producción y el empleo, el Gobierno ha puesto en marcha un conteo regresivo, llamado inexorablemente a provocar una hecatombe de dimensiones insospechadas.
Aún hay tiempo de renunciar a esta demencial política y evitar la catástrofe. Sin embargo, se necesitan “pantalones” para convencer a quien haya que convencer, a fin de “obtener el permiso” para torcer el rumbo.
Parece razonable augurar, finalmente, que solo una crisis de dimensiones inusuales sería capaz de forzar el desenlace que evite la tragedia y “tranquilice”, de manera genuina, las variables económicas, permitiendo, al mismo tiempo, adoptar medidas que más que necesarias, resultan imprescindibles, si es que se quiere discontinuar la prolongada decadencia en la que se encuentra atrapada la economía argentina.