Durante los años 80 circulaba la pregunta acerca de cuánta pobreza era capaz de soportar la democracia. Había un marcado optimismo sobre las posibilidades de revertir procesos de exclusión y marginalidad a partir de la promesa igualitarista que traía consigo el nuevo ciclo democrático de América Latina. Pasaron tres décadas y el resultado está a la vista: pobreza, desigualdad e indigencia se multiplicaron escandalosamente.
El balance evidencia el fracaso de decisiones políticas repetidamente equivocadas que derivaron en una suerte de resignación fatalista acerca de la capacidad misma de la política para moldear sociedades más justas, más equilibradas, más integradas. La dirigencia política se impregnó de una resignación ominosa que paraliza la acción concreta y convierte la función pública, muchas veces, en un lugar privilegiado de observación de la realidad y ya no en el lugar por antonomasia para impulsar los cambios que la sociedad reclama y necesita. Queda claro que hablo de la resultante general de un proceso, y no de esos paréntesis en los que vimos que sí era posible revertir injusticias, reparar desigualdades y obtener nuevos derechos.
La pobreza extrema destruye la noción de ciudadanía, pues resulta un exceso del lenguaje llamar ciudadano a quien no tiene DNI, carece de escolarización, sufre hambre, vive en una carpa de nylon y padece un contexto de adicción. Son sujetos formales de derechos que en la práctica concreta no existen. Son muchos los compatriotas en esa condición de exclusión absoluta del consumo, de la educación, de la salud, del circuito productivo y de los más elementales derechos humanos.
¿Cómo aborda la política esta situación? Lo hace desde una resignación tácita que lleva al funcionario a refugiarse en la virtualidad de las redes sociales como un mero lugar de enunciación de buenas intenciones que no se verifican en acciones concretas. Vemos muchas fotos en los despachos, algunos cuantos anuncios, unas pocas iniciativas y ningún resultado concreto. Vemos funcionarios que se anotician de la realidad por TV, porque abandonaron la presencialidad en el territorio para convertirse en simples burócratas de escritorio.
Hay quienes asumen la existencia de una deriva histórica inmodificable en sus aspectos centrales, y entonces convierten a la política en un mero recuerdo de efemérides, en un espacio de pertenencia a cierta tradición vaporosa de ideas y valores, pero con ausencia total y absoluta de un programa de transformación concreto y tangible en el aquí y ahora. Los políticos abandonan la política, se desentienden del pueblo y se convierten en meros burócratas de un aparato estatal cada vez más insulso.
Siempre hubo un juego dialéctico entre realidad y política. ¿Cuáles son los límites entre la una y la otra? ¿Hasta dónde pueden avanzar las transformaciones y dónde comienza el límite infranqueable y pétreo de lo aparentemente inmodificable? Necesitamos rasgar el velo de las apariencias y debatir lo sustantivo, asumiendo que somos nosotros los responsables de nuestro propio devenir. Ante la complejidad del tiempo presente debemos abandonar el ensimismamiento de las posiciones dogmáticas y animarnos a repensar todo. Lejos de anclarnos en nuestra propia baldosa, necesitamos la amplitud de espíritu que nos permita acercarnos a la verdad, que es la realidad misma.
Yo concibo a la política como una de las más nobles actividades del ser humano, en tanto despliegue de una energía creadora capaz mejorar la vida en común. Las sociedades atravesadas por la desigualdad extrema terminan rompiendo ese hilo invisible de pertenencia a una misma identidad: desaparecen los códigos de convivencia, la solidaridad como elemento de cohesión se resiente, el sálvese quien pueda se convierte en regla y ya no hay institucionalidad que sea capaz de encauzar tanto desmadre. Por eso es tan grave resignarnos a no cambiar esta realidad que tanto nos duele y que tanto nos interpela.
El General Perón nos enseñó que nadie se realiza en una comunidad que no se realiza. La ilusión de encerrarse en una torre de marfil para quedar al margen de la inseguridad, de la decadencia y de la degradación, es un efímero velo que apenas permite ganar un poco de tiempo en la creencia de que es posible zafar individualmente de un contexto de caos. El caos finalmente se extiende como una mancha de aceite que todo lo cubre, pues no hay destino individual en un contexto global de retroceso.
No hay soluciones focalizadas ni parches milagrosos que permitan vislumbrar un cambio real a semejante descalabro. Hay que dejar de teorizar sobre los síntomas de lo que nos sucede para actuar decididamente sobre las causas. La discusión política no puede ceñirse a si vamos a prorrogar un mes más o un mes menos determinada ayuda social: eso es discutir sobre los parches. El verdadero debate refiere a la necesidad de reconstruir un nuevo contrato social que asegure las condiciones mínimas en las que vamos a vivir en este pedazo de tierra que es nuestra Nación.
Necesitamos volver a las fuentes de aquellos valores de nuestros padres y de nuestros abuelos, no para quedar anclados en el pasado sino para herramentarnos fuertemente y afrontar con decisión los desafíos del futuro. Hay un presente de ignominia que queremos transformar en un futuro de justicia, de igualdad, de soberanía y de libertad. Para eso hay que movilizar lo mejor de nuestras energías, salir de la discordia eterna que nos atraviesa, y asumir que nosotros somos los artífices de nuestro propio destino.
No es la providencia, la mano invisible, el determinismo geográfico o la herencia del pasado quienes rigen nuestros destinos. No estamos predestinados al éxito ni al fracaso: tenemos la libertad de poder elegir quiénes y cómo queremos ser. Somos nosotros mismos los responsables de decidir si nos resignamos a más de lo mismo o si, en cambio, hacemos lo que hay que hacer para vivir con justicia social, con independencia económica y con soberanía política.
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