La brutal detención de la ex presidenta Jeanine Áñez y los ex ministros Álvaro Coimbra y Rodrigo Guzmán, sin notificación ni proceso previo, viola los derechos humanos fundamentales y las garantías establecidas en los tratados internacionales y en nuestra propia Constitución. Los bolivianos hemos visto, con la mayor crudeza, el estado de indefensión en el cual vivimos y la carencia absoluta de una justicia que actúe con independencia frente al poder político para proteger el derecho al debido proceso y a la presunción de inocencia.
No tengo la menor duda: la ex presidente Áñez y sus dos ex ministros, detenidos ilegalmente y privados de libertad por cuatro meses, son víctimas del abuso del poder, sin límites ni escrúpulos, para satisfacer la venganza motivada por el odio de Evo Morales y su entorno radical.
Abuso y venganza que destruyen nuestra democracia y aniquilan cualquier esperanza de consolidación democrática; abuso y venganza que desmienten las promesas y discursos de los actuales presidente y vicepresidente del Estado; abuso y venganza que nos muestran que quienes nos gobiernan lo hacen desde fuera y por encima de la institucionalidad democrática boliviana.
La tesis bajo la cual se basa la imputación y la resolución de la detención preventiva carece de todo sentido y fundamento legal, y sólo se sostiene por el afán resentido de cambiar la vergonzosa historia del fraude electoral por un falso relato que convierte a verdugos en héroes y a defensores de la libertad en golpistas.
La grave crisis política y social sufrida por la sociedad boliviana en los días posteriores a las elecciones presidenciales del 20 octubre de 2019, fue causada por el fraude electoral, comprobado por las misiones de observación electoral de la OEA y la Unión Europea.
Son los responsables de este fraude electoral quienes originaron las protestas ciudadanas que paralizaron el país durante 21 días. Son los responsables del gobierno de ese momento, presidido por Evo Morales, quienes llamaron a sus seguidores a confrontar a quienes pacíficamente habían bloqueado las calles de las ciudades, en protesta contra el fraude electoral, y son estas ex autoridades, que incitaron a enfrentar civiles contra civiles, quienes deben ser procesados por las muertes y heridas ocasionadas por la violencia de los choques entre ciudadanos.
La ex presidenta Áñez llegó a la sede de gobierno después de que el entonces presidente Evo Morales había renunciado y después de que el entonces vicepresidente Álvaro García Linera había también renunciado. La renuncia de la presidente de la Cámara de Senadores, Adriana Salvatierra, ya se había anunciado, al igual que la renuncia del ex presidente de la Cámara de Diputados y del ex primer vicepresidente de la Cámara de Senadores. Estas renuncias se debieron a una decisión política de la cúpula del MAS que buscaba provocar un vacío de poder para que a los pocos días Morales retorne al poder.
Esas sucesivas renuncias generaron una situación que nadie habría podido prever y que casi nos llevan a una confrontación civil generalizada. En Bolivia no hubo un golpe de estado, sino una sucesión constitucional, desarrollada en base a un pronunciamiento del Tribunal Constitucional y la mediación de la comunidad internacional y la Iglesia Católica, que evitaron una guerra civil y posibilitaron la reconstitución del Órgano Electoral y la realización de elecciones que dieron origen constitucional a la actual gestión de gobierno. Y fue también toda esa legitimidad, interna y externa, la que hizo que el masismo participara y presidiera las cámaras legislativas hasta el inicio de la nueva gestión de gobierno.
Lo que hoy sucede es un acto de terrorismo de estado al servicio del control totalitario y antidemocrático del poder por parte de un partido, que demuestra una vez más que no cree en la democracia y que la destruye para gobernar mediante el temor ciudadano frente a la indefensión generalizada.
Nadie en su sano juicio puede creer que un “gobierno de golpistas” acabe convocando unas elecciones limpias de las que se retira, advirtiendo a la opinión pública y competidores de la posible victoria de sus más antagónicos adversarios. No, no hay un caso en la historia política de la humanidad que haya terminado así. Los golpistas crean dictaduras o, en todo caso, falsas democracias, totalitarismos en los que predomina el fraude electoral, el terror y el amedrentamiento, que desgraciadamente, están de vuelta en Bolivia.
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