Setenta promesas y ninguna flor

La dirigencia recita brillantes poemas que luego quedan solo en falaces “versos”

Guardar

Es imposible construir sobre la mentira. Cuando los pueblos son engañados constantemente es porque están siendo enterrados lentamente en la ignorancia o porque ya su capacidad de rebeldía ha sido minada y ferozmente apagada. Ambos factores son certeros prolegómenos de la decadencia. Los engaños son puñales arrojados a mansalva sobre sosegados y cansados grupos a los que ya ni las más pequeña utopía les queda. Tanta mentira acumulada sobre el lomo de los comunes, en lugar de transformarse en insurrección intelectual, produce por el contrario una suerte de somnífero que los mantiene a todos cada vez más aletargados. Quien escribe estas líneas está incluido entre los destinatarios de tantas tropelías, salvo que la edad, los golpes de la vida y sin duda la educación pertinaz me han hecho proteger con una suerte de escudo munido de escepticismo y duda. Si pretendo ser cada día más sabio, por consiguiente menos debo creer en las verdades dictadas por los altivos prometedores seriales de turno. Entiendo que desconfiar y hurguetear son los mejores caminos para conformar mi propia verdad y por ende, desde allí y dándole duro al trabajo, tendré la chance de crecer. Jamás esperé nada de circunstanciales seres menores que aparecieron en mi vida y que intentando recitar poemas tan solo se quedaban en el “verso”.

Arribistas, embaucadores, licenciados de la nada y doctorados en charlatanerías serían despedidos en el acto de cualquier empresa medianamente seria y hasta de bares o pulperías donde se suele cultivar el buen decir y el más oír. Es una casta de timadores que a falta de conseguir trabajo en los “clasificados” decidieron en un momento guarecerse y perpetuarse en las tarimas del supuesto servicio público. De no buscar trabajo en los “clasificados”, pasaron a clasificarnos a nosotros en diversas tribus, complejas demografías, grupos etarios, para poder así afilar más aún su falso dardo.

Cuando chicos, la peor de las deslealtades era cuando uno amigo nos la propinaba. De la traición no se volvía jamás. En cambio, con otras ofensas menores siempre se terminaba con algún chiste, una invitación a una cerveza y no más excusas. Entre amigos y hecha una macana, “no se pide perdón”, me dice siempre un compadre cercano. Bastará una mirada cómplice y a otra cosa mariposa. Siempre me he preguntado cómo es que, habiendo mamado todos estos códigos barriales y casi elementales, nos tengamos que digerir embusterías de ladrones improvisados que nos atropellan con equinos de los cuales ni dueños son. Debemos preguntarnos cómo es posible que tantas voladoras promesas son aceptadas como ciertas y detrás de ellas vamos nuevamente, renovando votos, pensando que estos sí serán los salvadores de nuestras vidas. Evidentemente algo estamos haciendo mal desde hace décadas. En algún momento nos salimos del sendero y nos fuimos mucho más allá de la banquina. Corto de visión será aquél que se enrosque pensando que esto es responsabilidad de fulanos, menganas o zutanos. Los procesos degenerativos son lentos y llevan años. Mágicamente, algunos creen que esto empezó tal día y a tal hora con el gobierno del Dr. Mequetrefe. Es una forma fácil y casi boba de poner las responsabilidades en los demás y no tener la capacidad de mirarnos en un espejo.

Baldomero Fernández Moreno (1886-1950) fue el poeta de los escritos sencillos. Su vida fue diversa en todo sentido ya que vivió en España, luego en La Plata, en Santa Rosa (La Pampa), en Coronel Suárez y en Chascomús. Se recibió de médico, pero su verdadero amor no era la anatomía sino que era la poesía urbana. Borges le regaló uno de los mejores elogios que he leído alguna vez: “Había ejecutado un acto que siempre es asombroso y que en 1915 era insólito. Un acto que con todo rigor etimológico podemos calificar de revolucionario. Lo diré sin más dilaciones: Fernández Moreno había mirado a su alrededor”. Así de esa forma tan escueta pero maravillosa, Borges alababa su capacidad de observación. De que otra manera hubiera surgido una frase tan repetida en nuestros corazones como “Setenta balcones y ninguna flor”. En este capítulo de hoy, vengo a tributar no solo a Fernández Moreno, sino por sobre todo a su capacidad de detenerse, mirar y escuchar. Detenerse, mirar y escuchar, agregando al estribo, memorizar.

Mientras las Redes Sociales nos disparan centenas de mensajes sin que sepamos ni sobre el medio emisor ni sobre la veracidad del mismo, nosotros nos vamos quedando estacados en el medio de una batalla que no es la nuestra. Umberto Eco decía que la máxima censura es aquella que se produce con la saturación de información. Titulan los diarios que llevamos unos días sin Ministro de Justicia (¡que más da!), pero llevamos décadas en las que pibes tienen hambre, pequeños comerciantes ya nada tienen para comerciar y empresarios que ni ganas de emprender tienen. Y todos juntos estigmatizamos situaciones que no merecerían llegar ni a la cola de más de un medio.

Mi querido amigo Miguel Rodríguez Arias (1945- ), creador de un emblemático formato televisivo, “Las Patas de la Mentira”, nos martilla en nuestras trompas y de manera prolijamente editada, toda la gama de chapucería mediática improvisada que nos podamos imaginar. Su programa fue creado hace más de treinta años, pero su vigencia es soberana, seguramente eterna y debiera ser ya cátedra en muchas carreras universitarias. Sin hacer menciones de partidos o personas, tenemos aquél político confundido que dijo ante sesenta mil personas en un estadio y como cierre de campaña, que “la alternativa de la hora es liberación o dependencia y nosotros vamos a optar por la dependencia”. Sencillamente sublime e incalificable. El lapsus linguae y su inmediata enmienda demuestra a las claras el verdadero y profundo pensamiento del mendaz discursante del momento. Miguel me recuerda que el mismo Umberto Eco, invitaba permanentemente a sus alumnos a que adopten una sospecha permanente frente a las disertaciones de los señores y señoras del poder. Y es más, lo consideraba un deber político de todo ciudadano.

Patricio Rey (y los Redonditos) nos canta que el “lujo es vulgaridad”, a lo cual quiero agregar que los que nos llenan de promesas sin flores, no solo son baratos vulgares sino que peor aún, encarnan a los peores pecadores jamás vistos. Rufianes presumidos, vestidos para la ocasión, frente a los millones que tienen hambre. Vulgaridad y frivolidad salen despachadas y encuentran tierra fecunda entre iletrados inocentes y tristemente aplaudidores. ¿El precio? La promesa de un techo de chapa, un “venime a ver luego de las elecciones”, “tengo algo para vos”, una changa digna o un plan sin cultura del trabajo, una cloaca nunca hecha. Hipocresía, liviandad y engañifa son los pilares de mucha política moderna. Trabajo, educación, esfuerzo pasaron a segundos planos como valores del crecimiento y desarrollo.

Es verdad que vengo de una generación en la que de muchas cosas “no se hablaba” y quizás hasta el secretismo de nuestros padres era una forma de evitarnos sinsabores, contratiempos y otros malos tragos. No creo equivocarme en que, solo con los años, me di cuenta de la enorme fatiga acarreada por los viejos para sacarnos adelante. Nada de eso lo percibíamos. No teníamos falsas promesas, solo caminos y allá a lo lejos, la flor. Seguramente la máxima mentira que enfrenté fue saber que los Reyes Magos eran ellos. No me vengan los modernos a discurrir sobre farsas y promesas vacías.

Baldomero Fernández Moreno murió a los 63 años en Flores, en una casona de la esquina de Bilbao y Rivera Indarte, Barrio de Flores. Miguel Rodríguez Arias vive en su querido Villa Crespo, inmerso entre miles de libros y horas de historia audiovisual. En sus recuerdos sigue oliendo los viejos arrabales de la calle Darwin y el Arroyo Maldonado.

Seguí leyendo

Guardar