El flagelo de la pandemia ha puesto de manifiesto la celeridad con la que los Estados deben repensar el lugar que ocupa la inversión en conocimiento dentro de sus prioridades presupuestarias. Indudablemente, el fortalecimiento de la asignación de recursos en educación, ciencia, tecnología e innovación no puede ser una condición de posibilidad excepcional sino una necesidad, una urgencia que nos insta a rediseñar el modelo de país que les proponemos a las nuevas generaciones.
El conocimiento es constitutivo del bienestar social de toda comunidad. Garantizar la calidad de vida del conjunto implica apostar a la innovación y el desarrollo de manera sostenida, es decir, encaminarse hacia una economía del conocimiento. Por ende, propiciar la investigación científica pura y aplicada y fomentar la educación y la capacitación de calidad a través de políticas públicas arraigadas en el principio de justicia social en el largo plazo se traducen en un país próspero, competitivo y pujante que alberga a la diversidad y la pluralidad de la Nación.
Si bien hace décadas que las demandas globales han posicionado a los países ante el desafío de un desarrollo económico fundado en el conocimiento, el Sur ha obturado su crecimiento por la casi exclusiva dependencia del sector primario, la fuerte desinversión industrial durante años y las escasas posibilidades para un sector cuaternario relegado.
En este sentido, dinamizar nuestro desarrollo implica una apuesta sustancial al conocimiento, ya que alinear las políticas de ciencia, tecnología, educación e innovación en pos del bienestar social asegura el crecimiento económico de manera inclusiva y sostenible. Debemos recordar que la cantidad, calidad y sofisticación del conocimiento se inscribe luego en todas las actividades sociales y económicas de la Nación, por lo que nuestro horizonte no puede ser la acumulación de capital y trabajo mediante el aumento de la productividad, sino el conocimiento como motor para que el trabajo humano pueda crear riqueza al tiempo que propicie el bienestar del colectivo y sus derechos, y se acceda a la sostenibilidad social, económica y ambiental, tal como lo señala el Informe Brundtland de 1987.
Para ello, la tríada Estado-universidad-empresa debe forjar un círculo virtuoso. El gobierno —desde el estamento nacional hasta el municipal— debe orientar las políticas públicas vinculadas con educación, ciencia, tecnología e innovación para articular el sector educativo con el productivo. Por su parte, las universidades, de la mano de sus institutos y centros de investigación, crean conocimiento y forman profesionales idóneos, mientras que las empresas incorporan el conocimiento y emplean a las y los profesionales en condiciones laborales adecuadas.
Sin embargo, esta articulación virtuosa solo puede lograrse si recordamos que el conocimiento es producto de representaciones abstractas y experiencias que se dan en un tiempo determinado. En ese sentido, el siglo XXI nos exige una formación de las y los profesionales en clave de género y respeto por la diversidad. De esta manera, podremos garantizar una economía del conocimiento que circule del saber al hacer en el marco del respeto por los derechos humanos y el compromiso por una ética de la inclusión y una sociedad más equitativa en un entorno más saludable.
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