Su último artículo fue un esbozo de ensayo que con formato de carta me escribió inspirado en un larguísimo diálogo en materia teológica que mantuvimos hace un año, después publicado en uno de los grandes diarios en los albores de la pandemia. Ahora comprendo que fue su legado y su despedida.
Él pensaba estar transitando sus últimos años y creía que iba a morir de cáncer. Esa tórrida tarde de enero porteño en La Biela tuvimos una conversación escatológica: hablamos de todo lo humano y lo divino, sin sospechar que esas disquisiciones cobrarían una nueva dimensión y una significación muy personal en el largo calvario que precedió a su esperado encuentro con el bien, la verdad y la belleza, pero esta vez en su completa y total plenitud.
Cuando un amigo se va, una vez más me acomete el mismo pensamiento: qué poco que hablamos, ¿cómo no me di cuenta de que debimos tratarnos mucho más? Claramente, la de Carlos fue una amistad intelectual que se fue transformando inadvertidamente en un vínculo espiritual.
Le había conocido cuando vino a verme con Guido Di Tella porque querían invitar a la Universidad Austral, en cuya facultad de Derecho en ese momento oficiaba como decano, a participar de un proyecto internacional conjunto entre varias universidades. Pero al poco tiempo, Di Tella murió y la iniciativa no se pudo concretar.
Unos años después, y a sugerencia de su director, fui quien le buscó al proponerle ser profesor del Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios (ICC). Carlos aceptó sin dudarlo. Si algo le gustaba, era abrir caminos, e intuyó que el proyecto era una de esas ocasiones para adentrarse en la aventura. Su intuición no le engañaría. Se trataba de un inédito programa sobre la cultura argentina, que se proponía reflexionar en forma dialógica y en un ambiente de completa libertad sobre nuestra matriz histórica y sobre nuestra identidad, también sobre nuestro futuro y nuestro destino: de dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos. Una reflexión sobre la Argentina.
El deslumbramiento de la verdad
Alguna voz de la academia me susurró la inconveniencia de albergar en el instituto a un personaje tan disruptivo, a la que desde luego hice oídos sordos. Es que Carlos no podía pasar desapercibido. Si algo le caracterizó, fue el hecho de que su vida constituyó una búsqueda constante y apasionada de la verdad. El prurito tan nuestro de suscribir actitudes políticas y dividir el mundo como un partido Boca-River, determinó que fuera un permanente incomprendido, porque él era tan inclasificable como desprejuiciado. Cuando el rabino Skorka le preguntó por qué se hizo judío, su respuesta fue que porque quería ser fiel a sí mismo.
Desde una original matriz católica giró hacia un agnosticismo librepensador. Después de escribir un ensayo cuajado de conceptos heterodoxos, tanto para el cristianismo como para el judaísmo, se convirtió a este último, adoptando el nombre de Najmán. Cuando comenzamos a frecuentarnos ya era un hijo de Abraham, un episodio ciertamente infrecuente entre nosotros. Entonces leí ese libro y no entendía nada. Pasado un tiempo de mutuo trato, me di cuenta de que a Carlos no había que entenderlo; había que quererlo.
Le comenté a una amiga que mis hijos pensaban que estaba acongojado por su muerte, pero en realidad me sentía muy gozoso al recordar tantos dones que Najmán-Carlos me había proporcionado en todos estos años, y ella me contestó que me comprendía, porque también se estaba divirtiendo, al evocarlo tal cual era con una sonrisa humedecida. Rosas y espinas, nada nuevo en la realidad de nuestra humana existencia.
Lo que me fascinaba de su poliédrica personalidad era su espíritu libre, sin prejuicios, sólo centrado en el asombro que produce el destello de la verdad. Por eso lo peor que se puede hacer con Carlos-Najmán es pretender encasillarlo, porque era vocacionalmente un marginal. Tenía varias nacionalidades. El decía que era argentino, norteamericano y catalán, pero era universal como todos los grandes espíritus. Una vez se entretuvo una tarde entera mostrándome un cuadro genealógico de dimensiones elefantiásicas que desplegó en una de sus bibliotecas, mientras exultaba su linaje catalán, que investigó hasta en sus menores detalles. Pero se notaba a ojos vista cómo era un producto de la cultura norteamericana, y desde luego rezumaba argentinidad. No hay mejor prueba que su pertenencia a la diplomatura, donde no se trata de otra cosa que de la piedad patriótica y de la identidad, una cuestión sin duda muy judía.
Era infaltable en las reuniones de profesores y en los actos de apertura del año académico, y disfrutaba participar de la vida del instituto como nadie, siempre con un bastón que le proporcionaba una particular distinción, puesto que aun con su cierto aspecto desmañado, Carlos no dejaba de exhibir una cuidada elegancia, enfundado en un saco de escogido corte al que siempre coronaba una corbata de buena factura…y unas desconcertantes crocs que parecían romper la armonía del conjunto, pero que denunciaban una condición doliente en su enfermedad.
En sus exposiciones era brillante y los alumnos quedaban fascinados, aunque muchas veces por supuesto que les chocaba lo que él decía. A la última que dictó, y que por la peculiar situación de la cuarentena tuvo que ser grabada en su casa, la considero una de las mejores clases que se han dado en la historia de los diez años del instituto, no solamente por sus dichos, sino por el material que acompañó, y que siempre era de primera, y por las imágenes que agregamos al editarla, gracias a un cuidado trabajo de los técnicos. En su perenne puntualidad en el cumplimiento del horario y hasta en la selección y entrega del material, pero sobre todo en un desarrollo puntilloso de la temática, se notaba su formación académica en centros intelectuales de alto rango. En esos detalles se evidenciaba que era un verdadero scholar.
Hay personas que no tienen repuesto. En realidad ningún ser humano lo tiene, pero desde luego, hay algunos que son mas irremplazables que otros. Carlos era uno de ellos. En el Instituto de Cultura se sentía como pez en el agua. El disfrutaba estar allí, eso se veía a la legua. No se perdía una sola actividad a la que era invitado, siempre con su mujer, y cualquiera notaba que se querían mucho.
A nadie tenía que rendir cuentas si creía en el Dios del Antiguo Testamento o en el del Nuevo o en el de los dos o en ninguno. Siempre fue así en el instituto, desde que en mis años mozos escuché a un santo decir que debíamos ir del brazo con los que no pensaban como nosotros. No se trata solamente de respetar en su libertad y autonomía al distinto, sino de enriquecerse con lo suyo, aprender del otro, porque ya se sabe que hay que buscar la verdad allí donde se encuentre.
El día de su última clase coincidía con su cumpleaños y le dijimos que podíamos arreglar otra cosa, puesto que comprendíamos que no deseara trabajar en esa circunstancia, pero Carlos quiso dictarla igual. También creo que para él, siendo un intelectual de alto vuelo que asumía esa condición hasta la médula, constituía un festejo cumplir con su deber y no estar solo y aislado en su casa. Era su manera de celebrar. Al poco tiempo se tuvo que internar con Mónica, y ella murió enseguida. Pienso lo que habrá sufrido cuando se lo comunicaron, y no creo hubiera resistido vivir sin la infinita amabilidad de su leve sonrisa a lo Gioconda.
Seguramente en el Seminario Rabínico Latinoamericano o en Yale o en tantos otros lugares, Carlos disfrutaba tanto o más que en el Instituto, pero doy testimonio de lo que viví, porque no solamente nos quería mucho, sino que nos lo hacía saber de distintos modos y a cada rato, y por eso puedo asegurar sin temor a equivocarme, que en el Instituto de Cultura del Centro Universitario de Estudios, Carlos era feliz.
Siempre tuve la nítida sensación de que él sentía como suyo ese ambiente cálido, serio, respetuoso, y al mismo tiempo lleno de afecto, amigable al dialogo y al pensar profundo, un escenario en el que él sabía que podía desplegar airosamente las alas de su talento, y que era como su lugar en el mundo.
Querido Najmán, cuando un amigo se va, no siempre queda un espacio vacío. A veces es todo lo contrario; creeme, porque un amigo siempre te dice la verdad. Esa misma verdad que tanto buscaste con ansiedad, sin descanso y también sin temor. Quiero contestar tu carta diciéndote que en cierto modo te envidio, porque ya no tienes que buscar más en ese incesante trajinar agridulce y a veces no exento de arideces que fue toda tu fructuosa vida.
Sabes que huyo de los lugares comunes y más de todo lo que suene a cursilería, pero te lo digo a vos, que merced a tu intrépido espíritu crítico, tanto te costó creer. No te estoy diciendo que nos pongamos serios, porque no corresponde a nuestro modo de ser, pero, sin aires elegíacos, insisto: creeme, déjame decirte que el espacio no está vacío. Está cuajado de cosas, de verdades eternas que no tengo que andar publicando, porque unicamente se entienden desde un punto ignoto que solo nosotros conocemos. Desde ese mismo espacio que reluce tan desbordante de tus riquezas como de una gratitud enorme que, aunque no se perciba, está latiendo silenciosamente en mi corazón.
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