Es la Plaza de la República. Y es tierra de nadie.
Otra vez: es la Plaza de la República, un lugar en el que puede pasar de todo. Y no pasa nada.
No hay nada ni nadie que pueda frenar la aceleración de la carroña argentina. No se pudo el 26 de noviembre de 2020, cuando la sede del gobierno de la Nación sucumbió ante los barras bravas. Dentro de ese edificio estaba el féretro con el cuerpo de Diego Maradona, que había muerto un día antes. Fracasado el intento apaciguador de un presidente con megáfono, y mientras los barras se hacían dueños del corazón del poder, el cajón fue mudado a otra sala. Había que evitar que se hicieran también dueños del funeral. Y del féretro.
Tres meses y medio después, en el mismo lugar que en 1812 vio ondear una de las primeras banderas argentinas, los barras volvieron a confirmar que la Argentina es en el fondo un decrépito estadio sometido a su poder. Y en ese estadio, como bien sabemos, son los jefes, hacen lo que quieren. Cortar parcialmente el tránsito de la avenida más ancha del mundo, robarse teléfonos, billeteras y lo que encontraran a su paso. Tanto fue así, que espantaron a la ex esposa y a las hijas de Maradona. Las damas pasaron diez minutos por el lugar y se refugiaron en un hotel, aunque digan que no fue el caso. Y eso que contaban con su propia protección de fornidos acompañantes. ¿Barras?
Qué país extraño la Argentina. Logra que un nutrido grupo de corresponsales extranjeros se acerque un miércoles de finales de verano al Obelisco para ver y contar de primera mano una historia que, a miles de kilómetros, sedujo a todos sus editores: la familia de Maradona denuncia que el campeón del mundo no murió, que lo mataron. Y la historia que terminan contándole a Estados Unidos y Alemania, a Francia e Italia, a Brasil y España, a Rusia, China, México, Reino Unido, Holanda y un largo etcétera es la de los borrachos descontrolados, los drogados desencajados, los desesperados por robarse lo que sea. Y la de la anomia de las instituciones y la sociedad.
“Muy pesado el ambiente. Cargado y bravo. También contra la prensa”, describe uno de esos colegas extranjeros. Va más lejos otro: “Llamaba la atención la impunidad con que cortaron el tráfico y generaron el caos sin ningún tipo de reacción de las autoridades. Pero bueno... es Argentina”.
Es Argentina, el país de carroñeros que se sigue devorando lo que queda de Maradona. La historia de un futbolista de otro mundo, del increíble sueño de deportista, se va tornando amarga, más allá de los errores groseros, a veces inaceptables, que el propio protagonista cometió en sus 60 años de intensísima vida.
Un día confirmamos que Maradona no se podía tener en pie, precisamente él, que seguía adelante ante cualquier patada al tobillo. Otro día sabemos que ya no se droga, pero que sus nuevas adicciones se desviaron a las pastillas y el alcohol. Otro día nos enteramos de que le hacían fumar marihuana y emborracharse para que no molestara. Otro, que le usaban los teléfonos y respondía en su nombre. Y que le falsificaban la firma, que desviaban dinero de su patrimonio, que se reían y burlaban de él en miles de conversaciones y mensajes de WhatsApp.
Nos enteramos de que era el centro de un esquema del que vivía demasiada gente que no lo quería, gente que lo limitó a un modo zombie para mantener vivo el negocio. Hasta que murió, se acabó el negocio y se abrió otra historia que amenaza con trajes a rayas. Maradona murió solo, maltratado y triste, más que suficiente para entristecer al país que estaba orgulloso de él. Y lo que nos falta por saber una vez que la junta médica y los fiscales hablen.
Por eso es correcto que Dieguito Fernando, de ocho años, llegue al Obelisco de la mano de Verónica Ojeda, con tapones en las orejas y una visera protegiéndole la cabeza. No importa si debía o no estar ahí, eso lo sabe mejor que nadie su madre. Pero una vez que pisa la Plaza de la República (perdida), lo mejor que puede hacer es protegerse. Será un Maradona, sí, pero él, como todos nosotros, está pisando tierra de nadie.
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