La odisea de los giles, película argentina (2019), coescrita y dirigida por Sebastián Borensztein, se desarrolla en el contexto de la crisis económica de 1998 a 2002, donde un conjunto de vecinos de un pueblo de la provincia de Buenos Aires descubre que los ahorros que tenían en el banco para la constitución de una cooperativa desaparecieron debido a una estafa. Para recobrar el dinero, se organizan y arman un plan entre los vecinos del pueblo.
La trama de “La nueva odisea de los giles”, donde los giles venimos a ser todos los ciudadanos de a pie, se desarrolla en un año electoral, en el medio de una pandemia mundial y en un país que ha tenido una cuarentena incivilmente extensa con nefastas consecuencias sobre la economía de la población en general. Se suma la conjura de los adelantamientos en la fila del “vakunagate”, en un esquema de vacunación donde hay muchos más inoculados privilegiados de lo que se dice, y graves problemas que ponen en tela de juicio la vigencia de los derechos humanos en Formosa, al mismo tiempo que desde el Poder Ejecutivo se ataca ferozmente al Poder Judicial como si estuviéramos en un guerra civil entre dos de los tres poderes del Estado. La putrefacción nacional en su máxima expresión.
Nos toca asistir a una nueva temporada de la serie “Ataque al Poder Judicial”. La duda es si los “giles” nos uniremos como en la película de Borensztein para recobrar la senda de la institucionalidad y el respeto por la división de poderes, o sucumbiremos en el intento, y con popcorn en mano, seguiremos viendo uno a uno los capítulos de la serie nacional y popular por televisión.
¿Embestida contra el poder judicial? ¿Cortina de humo para tapar otro tipo de problemas? ¿Campaña de desprestigio previendo fallos adversos? No hay una sola respuesta que prevalezca sobre las restantes. Tengo para mí que “La nueva odisea de los giles” probablemente sea un poco de cada cosa, y de otras tantas más.
Para quienes tuvieron la oportunidad de escuchar la exposición de la Vicepresidenta de la Nación en la causa en que se encuentra procesada, conocida como “dólar futuro”, habrán podido observar los extensos argumentos que expuso en su defensa, pero que centralmente se fundaron en el abuso del proceso que a su entender provocó la Justicia. Fue un claro alegato contra el Poder Judicial de la Nación. Lo hace en ejercicio de su derecho de defensa, pero no podemos dejar de lado que se trata de la segunda persona, institucionalmente hablando, de mayor jerarquía del Poder Ejecutivo Nacional y la que ostenta el poder político “real”. Un hecho destacable en sí mismo por las consecuencias en la degradación institucional que padecemos.
Exactamente al mismo tiempo se llevaba adelante una protesta y corte en Av. 9 de Julio y Moreno, frente al Ministerio de Desarrollo Social por organizaciones sociales, que copó el centro de la Ciudad. El comunicado oficial de los protestantes dijo: “Expresamos nuestra preocupación ante la falta de respuestas en la asistencia alimentaria para los miles de comedores y merenderos populares que se organizan a lo largo y a lo ancho del país”. La dicotomía en la Argentina de las cinco pandemias -salud, economía, seguridad, instituciones y educación- es evidente. La agenda de la política es muy diferente a la de la ciudadanía, que no goza de fueros, de privilegios, no tienen dietas intocables y no viajan en el avión de Messi.
Resulta de vital importancia volver a las fuentes, parar con la locura diaria a que nos someten los relatos infames de la política y recobrar la senda de la institucionalidad. No se trata de salir en defensa de personas con nombre y apellido, por caso los actuales integrantes del máximo tribunal de nuestra nación, jueces y fiscales señalados con el dedo del acusado de turno, sino en defensa de la institucionalidad y lo que representan conforme el pacto social de todas y todos los argentinos: la Constitución Nacional.
Nada bien le hacen a nuestra nación enferma y empobrecida los embates contra el Poder Judicial porque precisamente se pone en tela de juicio a quienes tienen el deber constitucional de impartir justicia y dirimir las diferencias entre sus habitantes. El desprestigio actual de este poder del estado, es en parte por actos propios, pero también en gran medida por la intromisión constante del Poder Ejecutivo que, en vez de respetar la división de poderes (lo que es su obligación constitucional) saltan permanentemente la cerca de la cordura.
Juzgar e impartir justicia, no es una tarea sencilla. Mucho menos en los tiempos que corren. Que el Poder Judicial tiene una enorme tarea pendiente por hacer puertas adentro, no está en discusión. Pero en modo alguno ello puede ser justificativo para romper el alambrado de la sensatez y arremeter de lleno en contra de la división de poderes, pilar fundamental de nuestra sociedad. La pandemia institucional es hoy más evidente que nunca desde la recuperación de la democracia. Pero lo más grave es que la falta de institucionalidad pone en riesgo la forma democrática de gobierno tal y como la conocemos hoy en día.
Mientras se propone -quizá como carnada para otras cuestiones- una Comisión para controlar el Poder Judicial, el relato “olvida” la función propia del Consejo de la Magistratura, el cual administra el Poder Judicial de todas las instancias a excepción de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El Consejo de la Magistratura, hoy devaluado a consecuencia de la política, es un órgano constitucional que debe ser integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultante de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Se completa con integrantes del ámbito académico y científico, en el número y la forma que impone la ley.
En palabras de Albert Camus: “Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”. Ahora bien ¿por qué es importante defender la división de poderes? Por muchas razones.
En Formosa, por caso, se afirma de un lado de la grieta que se violan los derechos humanos, del otro, que en modo alguno se vulneran las garantías de los habitantes de esa hermosa provincia. Las denuncias terminarán llegando a la Justicia. Si tuviéramos un Poder Judicial que no sea permanentemente fustigado desde la política, gozaríamos de la tranquilidad ciudadana de que cualquier conflicto puede resolverse justa y civilizadamente. Un Poder Judicial independiente y respetado por todas y todos, sin duda alguna nos hará un país mucho mejor que el vodevil empobrecido en que nos hemos convertido.
El rasgo diferenciador del estado constitucional es la limitación y el control del poder por medio de la división de este. Es la “doctrina de la separación de poderes”, enunciada por Montesquieu en su obra El espíritu de las leyes, donde dice “cuando el poder legislativo y el ejecutivo se reúnen en la misma persona o en el mismo cuerpo, no hay libertad; como así también que ésta no existe si el poder de juzgar no está deslindado de los poderes legislativo y ejecutivo”. Este es el concepto que prevalece en las naciones del primer mundo, en modo alguno es, como se dijo, un modelo demodé.
Por medio de la división del Poder del Estado se garantiza el goce efectivo de la libertad del ciudadano de a pie. La separación del poder del Estado en tres partes que, al desempeñar separada y coordinadamente las funciones estatales, se controlan y equilibran recíprocamente, impide que cada uno de ellos exceda su competencia constitucional con el consecuente deterioro de la libertad de los habitantes. Entenderlo resulta trascendental. El caso Vicentin en sus inicios fue un claro ejemplo del funcionamiento del estado constitucional de derecho, donde el Poder Judicial puse freno al embate del Poder Ejecutivo sobre la propiedad privada.
La República Argentina ha adoptado en su Constitución Nacional la forma representativa y republicana de gobierno, y la forma federal para la organización del Estado. Como consecuencia de esto último, coexisten un Gobierno Federal y 24 distritos, éstos últimos integrados por 23 provincias más la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Asimismo, el Poder Ejecutivo interviene en la formación y sanción de Leyes, al otorgarle la Constitución el poder de veto, con el consiguiente reenvío a las Cámaras Legislativas para la reconsideración de las propuestas legislativas que no hayan sido promulgadas. El Poder Ejecutivo tiene, además, facultades para dictar reglamentos o decretos de carácter delegado -en aquellas materias de administración o de emergencia pública que expresamente le delegue el Congreso (artículo 76 CN) o por necesidad y urgencia- cuando circunstancias excepcionales (como la pandemia) hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos para la sanción de las leyes, y no se trate de normas que regulen materia penal, tributaria, electoral o el régimen de los partidos políticos (artículo 99, inciso 3 CN).
Los hechos descritos muy brevemente obligan a reflexionar y -sobre todo- a no olvidar que nuestro país, desde el año 1853, asumió la forma representativa, republicana y federal, tal como lo establece el artículo primero de la Constitución Nacional. Esta forma de gobierno implica -necesariamente- la división del poder. La correcta delimitación de las atribuciones que corresponden a cada órgano es imperativa y se sustenta en la Constitución Nacional, que es el convenio fundacional de todos los integrantes de la Nación, y que refleja la soberanía popular.
De ahí que la Ley Fundamental es el intento del pueblo, en su expresión más soberana, de “atar sus propias manos”; de limitar su capacidad para ser víctima de la debilidad que pueda destruir sus valores más deseados (Junyent Bas, Francisco, 2013, “Vigencia de la República e independencia del Poder Judicial”, La Ley. Buenos Aires: La Ley. D. 251).
De este modo, queda claro que la independencia del Poder Judicial hace a la esencia misma del sistema republicano de gobierno vigente en nuestra nación. Esa independencia, se garantiza tanto por la inamovilidad de los jueces en sus funciones, como por la sencilla razón de que sus cargos no dependan de la voluntad de un órgano de la política. Si un juez comete un ilícito o excede sus funciones puede ser sometido a juzgamiento y llegado el caso, apartado de su magisterio. Por tal razón mientras actúe conforme a derecho la vigencia de su cargo se encuentra garantizada por la Constitución Nacional.
Un error en el que se suele incurrir desde la dialéctica del relato salvaje de la política, es que a los jueces no los vota nadie, no son elegidos por el pueblo. Este planteo es una media verdad, que en modo alguno resulta una verdad absoluta. A los jueces los eligen los representantes “votados” por el pueblo. Este es nuestro sistema constitucional. Debe ser respetado a ultranza, tanto como la propia independencia del Poder Judicial. Atacar al Poder Judicial nos hace un país peor y más pobre, porque al no tener seguridad jurídica, jamás tendremos la tan ansiada lluvia de inversiones que nos saque del fondo del pozo de la pobreza.
Si alguien tiene que dar el ejemplo es el propio Poder Ejecutivo y los integrantes del Congreso Nacional. Si un juez es sospechado de una conducta impropia debe ser denunciado y poner en movimiento los resortes legales para investigar su conducta. Todo lo demás, como dije, nos convierte en una nación ominosa y ahogada en el océano profundo de los relatos infames de la política. “La justicia es la reina de las virtudes republicanas y con ella se sostiene la igualdad y la libertad” (Simón Bolívar).
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