Nada esperábamos del discurso de Alberto Fernández. Luego de más de un año desde que asumió la presidencia, su palabra se devaluó mucho más que el peso. Pero confieso que su capacidad de mentir todavía pudo asombrarme. También su absoluta falta de dignidad, que le permite casi en la misma oración decir que quiere ser recordado por la historia como el presidente que unió a los argentinos y denunciar a todo el que lo critica como un agente del odio y los poderes concentrados.
Fueron dos horas de un texto anodino leído trabajosamente, que en ningún momento despertó el entusiasmo ni de los legisladores y funcionarios del oficialismo. No tuvo grandeza, generosidad, espíritu convocante. No fue el discurso de un presidente, sino una mera diatriba partidaria de muy baja estofa, que cuando no se embarcaba en la gris enumeración de iniciativas menores, como si se tratara de un inventario burocrático, apelaba a la más brutal agresión hacia sus adversarios.
Sobre todo, no miró hacia el futuro. Formuló más de una vez un catálogo de buenas intenciones, en especial en materia económica, pero no explicó como haría para lograr esas metas. Quizás crea que la mera enunciación de un deseo basta para que se concrete. No hubo siquiera una línea definida, un rumbo, aunque fuera vago. ¿Cómo va a hacer esta Argentina quebrada para crecer sin atraer inversiones?
La confusión y las contradicciones internas de su gobierno le hacen postular la necesidad de sincerar las tarifas y al mismo tiempo prometer que serán más bajas. Sin poder tomar ninguna dirección clara, tira la pelota afuera con el anuncio de una emergencia (¡una más!) de los servicios públicos, en lugar de señalar con todas las letras que si las tarifas no las pagamos los usuarios no las van a pagar los húngaros ni los japoneses, sino todos los argentinos con más inflación por la emisión descontrolada para cubrir los subsidios. Con el gobierno de Cambiemos, se había establecido una tarifa social para que quienes tenían bajos ingresos no pagaran la totalidad de la tarifa. Eso es equitativo y racional, lo otro es pura demagogia.
El universo paralelo en el que vive le hace criticar a los que negaban la pandemia, cuando el único que negó la pandemia fue su ministro Ginés González García. O insistir en que la oposición rechazaba la vacuna rusa, siendo que lo único que pedía era que contara con los necesarios avales de la comunidad científica. O expresar, sin ponerse colorado, que aumentaron los haberes de los jubilados, a los que condenó a la miseria desde antes de la existencia de la pandemia. O fantasear con una veloz recuperación de la economía. Todas estas cosas solo existen en Albertolandia.
¿A quién le habló? No a la mayoría de los argentinos, a las personas comunes que quieren saber si van a tener trabajo, si los precios no van a subir astronómicamente, si sus hijos van a tener clases. Le habló a una barra minoritaria de militantes. Tal vez por eso mencionó tantas veces las “disidencias” y tan pocas las necesidades de quienes trabajan y pagan impuestos.
El presidente de la unión de los argentinos, el peor desde que se recuperó la democracia (lo que es un mérito destacable), quiere tapar el fracaso rotundo de su gobierno con la constante apelación a Mauricio Macri. Dedicó varios minutos de su alocución para sostener que lo denunciará penalmente por el acuerdo con el FMI, que fue necesario luego del desastre económico dejado por Cristina Kirchner. Quizás se daría cuenta si leyera lo que su homónimo, Alberto Fernández, decía por aquellos años sobre el gobierno de la hoy vicepresidente.
Y en el final, el clásico ataque a la justicia independiente, disfrazado de “reforma judicial” y “lawfare”. Pero el objetivo es claro: jueces adictos que les garanticen la impunidad. Entre otras aspiraciones, ya que por ahora no puede cambiar la composición de la Corte Suprema, está la de vaciar su competencia quitándole los casos de arbitrariedad de sentencia para que los considere un nuevo e innecesario tribunal intermedio lleno de militantes.
No hubo autocrítica (solo una vaga mención al vacunatorio vip como un mero error de un ministro) ni planes. Esperábamos muy poco de este discurso presidencial. Y superó las expectativas: fue todavía peor de lo imaginado. Creo que ni siquiera llegó a indignar a la sociedad, que bostezó y siguió de largo.
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