Unos días después de haber sido designado como candidato a presidente de la Nación por parte de Cristina Kirchner, Alberto Fernández advirtió que, si el Frente de Todos llegaba al poder, algunos jueces iban a tener que explicar las cosas que firmaron. Es interesante, casi dos años después, analizar que consecuencias tuvo esa amenaza: absolutamente ninguna. Nadie tuvo que explicar nada y todos siguen en sus despachos. Pero ese gesto sí tuvo una consecuencia. Ante un sector independiente de la sociedad, Fernández admitía que sus detractores tenían razón: al igual que Cristina Kirchner, si llegaba al poder, trataría de someter a los jueces y fiscales que no le obedecieran. Ese antecedente se ha transformado en un patrón que se reprodujo, una vez más, en el discurso de apertura de las sesiones ordinarias.
Desde el mismo día de su asunción, Fernández confrontó muchas veces con la Justicia. Vinculó a los jueces con los servicios de inteligencia y los sótanos de la democracia, anunció una reforma judicial que le permitiría designar a cientos de magistrados y fiscales, denigró personalmente al presidente de la Corte Suprema, armó una comisión para reformar el Consejo de la Magistratura, la Procuración General de la Nación y el funcionamiento de la propia Corte. Ahora, anticipó que enviará algunos de esos proyectos para que se traten en el Congreso. Hasta aquí, las consecuencias concretas de tanta pasión fueron muy elocuentes: ninguna.
Mientras tanto, pasaron otras cosas. La semana pasada, un tribunal oral condenó a Lázaro Báez a 12 años de prisión por lavado de dinero. Lázaro Báez es un hombre tan cercano al corazón de la familia de la vicepresidente, que resultó el encargado de construir la bóveda donde descansan los restos de Nestor Kirchner. El fiscal que pidió las condenas se llama Abel Córdoba y perteneció a la agrupación Justicia Legítima, que armó el kirchnerismo para reformar el Poder Judicial desde adentro. También recibieron condenas Amado Boudou, el vicepresidente de Cristina, Julio De Vido, el único ministro que asumió su cargo el día que llegó Nestor Kirchner al poder y se retiró cuando se fue Cristina, y Milagro Sala, una de las dirigentes sociales más cercanas a la vicepresidenta.
Esa conjunción de lo inútil y lo desagradable, donde se combinan amenazas contra los jueces, la falta de resultado concreto de esas amenazas, y fallos adversos no fue inventada por el actual presidente. En realidad, la creadora de esa estrategia fallida fue Cristina Kirchner. Su bronca contra la Justicia arrancó cuando distintos jueces demoraban la recordada ley de servicios audiovisuales. Los programas oficialistas, entonces, comenzaron a escrachar a algunos de ello que rápidamente recibieron una corriente de solidaridad. Muchos mas que ellos entendieron que estaban en riesgo si se les ocurría disentir con algo.
Luego escaló cuando un juez decidió allanar la vivienda de Boudou: en ese contexto Cristina desplazó al procurador general Esteban Righi y le quitaron la causa al juez y al fiscal. Más adelante los objetos de la furia, a los que escrachaban en las escalinatas de Tribunales, eran personajes tan disímiles como Claudio Bonadío o Carlos Fayt. En esa época, Alberto Fernández denunciaba el intento oficialista por someter a la justicia.
Los resultados de todo eso fueron pésimos para sus autores. Los agredidos seguían en sus puestos, los fallos adversos se reproducían y Cristina Fernández ofrecía un flanco muy evidente a sus adversarios: transformaba en muy creíble la acusación de que, como Carlos Menem en los noventa, o Néstor Kirchner en Santa Cruz, intentaría someter al Poder Judicial. Ella misma lo confesaría en la última campaña electoral, cuando dijo que la independencia del Poder Judicial es una rémora de la revolución francesa, “cuando no existía la corriente eléctrica”.
Alberto Fernández solo continúa esa saga: amenaza con medidas que agreden a todos los jueces y fiscales, logra que se abroquelen. no consigue ningún efecto concreto, la Justicia sigue su actividad como si tal cosa, y muchos sectores independientes, que podrían simpatizar con él, se ponen en guardia. No parece el plan de un político sagaz.
Quienes están ansiosos por disciplinar o cargarse a los jueces, perciben su impotencia. Quienes sospechan que es un autoritario, lo confirman. ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Es la justicia la única institución que funciona mal? ¿Y los sindicatos? ¿Y las provincias feudales? ¿A qué se debe tanta insistencia con un solo sector de la sociedad?
Lo que Fernández jamás va a confesar es que la urgencia tiene que ver con un hecho muy sensible para el Frente de Todos: las sucesivas condenas a quienes causaron la tragedia de Once, o robaron, o amenazaron. Y dentro de esa dinámica, los procesamientos a Cristina Kirchner y a sus hijos. Es un tema, por cierto, delicadísimo. Tarde o temprano, los tribunales emitirán pronunciamientos sobre Cristina y los suyos. Nada garantiza que sean favorables. Entonces, el presidente necesita actuar. O, al menos, simular que actúa. Aunque no provea la solución, debe al menos aparentar que la está buscando y que comparte la indignación y los enemigos de su vice. ¿Será cierto?
Algunos sectores del Frente de Todos, le han reclamado al Presidente un indulto. Fernández ya ha hecho saber que no cuenten con él para semejante dislate. Pero, suponiendo que la presión lo haga cambiar de opinión, ¿a quién debería indultar? ¿A Cristina y a Máximo? ¿Cómo sigue en la política alguien que fue indultado de un delito de corrupción? Si Cristina y Máximo fueran indultados, lo mismo le debería corresponder a Julio De Vido, y a Amado Boudou, y a Lázaro Báez. Pero si indulta a Báez, ¿no debería también indultar a José López, el de los bolsos, y a Leandro Fariña, condenado por los mismos motivos que Báez? O sea, le están pidiendo al Presidente que defina quién es culpable y quién inocente. ¿No tuvo ya demasiados disgustos con la repartija de vacunas para imponerle también que reparta otro privilegio odioso?
Hay otra variante: que el Congreso dicte una amnistía. En ese proceso tendrían un rol central los procesados Cristina y Máximo Kirchner. Sería, realmente, espectacular. Cuatro décadas después de que lo hicieran los militares, un sector de la política argentina dictaría una autoamnistía para hechos de corrupción.
Como se puede ver, las amenazas tampoco funcionan.
¿Y entonces? Sergio Massa aportó una mirada diferente. “En un país normal, el Ejecutivo gobierna, los legisladores aprueban leyes y los jueces deciden quién es culpable y quién es inocente”. Pero nadie escucha a Massa.
Mientras tanto, el sinsentido de esta guerrita se expresa en algunos pasos de comedia muy curiosos. En su discurso, por ejemplo, el Presidente recordó que un fiscal sigue en funciones pese a estar procesado, y que no le fue aplicada la doctrina que habría posibilitado su detención. A su lado estaba la vicepresidenta, Cristina Kirchner, que también está procesada, sigue en sus funciones, y no fue detenida: la misma situación que el fiscal.
¿Fue un olvido, un fallido o un recordatorio?
Los presidentes suelen ser personas muy sofisticadas. No es fácil deducir sus deseos ocultos.
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