Todos sabemos que en la Argentina hay hijos y entenados y que la igualdad ante la ley es un maravilloso principio de nuestra Constitución que muchas veces no se cumple. No puedo afirmar, por lo tanto, que la sociedad se haya sorprendido con el nuevo escándalo de la vacunación contra el covid-19.
¿Cuál fue entonces la causa de la indignación colectiva que produjo saber que en el Ministerio de Salud Pública se había instalado un vacunatorio para los amigos del poder? Pienso que fue la revelación de que los poderes del Estado son ejercidos por quienes carecen de virtud, que es el alma del sistema republicano.
La virtud en la política es como la buena fe en los contratos. Algo que va más allá de las palabras escritas y que se concilia con la intención común, el motivo por el cual se llega a un acuerdo o se organiza una sociedad. Esa búsqueda del bien común completa la interpretación de todas las normas para darles sentido y para que cobren vida.
La falta de virtud se agudiza en una situación de emergencia y llega a su extremo cuando ésta es sanitaria, como la actual
La falta de virtud se agudiza en una situación de emergencia y llega a su extremo cuando ésta es sanitaria, como la actual. Hoy el interés común superior es la salud pública, que se compone de millones de seres humanos que perseveran en la búsqueda de la salud personal y de sus seres más cercanos como modo de preservarse y así preservar el conjunto de la población.
Más allá de sus discutibles criterios y políticas, o precisamente por ellos, la sociedad identificó al gobierno como aquel que se desempeñaría como árbitro y conductor en un momento tan crítico. Alguien que para ejercer ese rol había abandonado todos sus intereses políticos y personales. Alguien que se ponía más allá de las pujas intestinas y estaba dispuesto a sacrificar sus propias necesidades para conducir al conjunto mediante sus decisiones, por duras que fuesen, a superar la hora crítica.
La gente, casi sin chistar, aceptó sacrificar su modo de vida, la educación de sus hijos y la economía para poner a salvo la salud. Llevó al límite su propia supervivencia para contribuir a la salvación del conjunto. La educación quedó en suspenso y la virtualidad aumentó la brecha social. La economía se hundió en más del 10% en un año.
Se perdieron millones de empleos y trabajos. Se destruyeron miles de empresas, muchas de las cuales no se recuperarán jamás. Se suspendieron actividades. Se suprimió la libertad ambulatoria. Se impusieron nuevos impuestos. Se suspendieron derechos. Se intervinieron contratos. Se congelaron precios. Se redujeron las jubilaciones y los salarios en términos reales. Se asumieron enormes pérdidas económicas y financieras. Se sacrificaron relaciones humanas de todo tipo. Se postergaron viajes, reuniones, casamientos. Muchos se internaron y murieron solos. No hubo velorios para despedirlos siquiera. Hay ejemplos heroicos de todo ello.
Se toleraron privaciones de todo tipo suponiendo que el Gobierno jugaba de árbitro y que había depuesto sus intereses personales
Se toleraron privaciones de todo tipo suponiendo que el Gobierno jugaba de árbitro y que había depuesto sus intereses personales, cuando de pronto uno de los privilegiados revela que por ser amigo del Ministro de Salud se había podido vacunar.
Se supo luego que la confesión de Verbitsky -avezado hombre de inteligencia del terrorismo de los años 70 y actualmente ideólogo del gobierno para concretar aquella revolución por otros medios– simplemente se había adelantado a una noticia que estaba por lanzarse dando cuenta de que muchos hijos y amigos del régimen habían sido privilegiados con la vacuna salvadora por el único mérito de su cercanía al poder.
Vacunación a escondidas
Es curioso que quienes estaban dispuestos a matar, y estuvieron también preparados para morir en la locura nihilista de los años 70, estén ahora tan muertos de miedo por el coronavirus como para sacarle el turno al personal de salud y a la población de riesgo. ¿Quién hubiera dicho (hasta que fue inevitable el conocimiento público) que elegirían vacunarse primero y a escondidas, anteponiendo sus propios intereses, su salud y la de los suyos a la del resto de la población, la de los comunes? Quienes se auto postulan como desinteresados conductores en la emergencia pero son descubiertos como farsantes buscadores del propio interés merecen el desprecio que buena parte del pueblo siente por ellos.
Cuando llega el momento de la verdad se conoce a la gente. Basta repasar la lista que se ha hecho pública. Nada es casual
Cuando llega el momento de la verdad se conoce a la gente. Basta repasar la lista que se ha hecho pública. Nada es casual.
El propio Estado, autor de las leyes, se encargó de quebrantarlas y reemplazarlas por la discrecionalidad de los funcionarios. La lógica de la necesidad reemplazó a la lógica de la legalidad. El mundo del ser desplazó al del deber ser. El Estado de Derecho fue sustituido por el Estado de hecho.
Esto no se produjo de un día para el otro. Períodos de normalidad cada vez más cortos y de excepcionalidad cada vez más prolongados se vienen sucediendo ininterrumpidamente desde hace tiempo.
Pero en este nuevo umbral que se ha superado nos va la vida y la de nuestros seres queridos. La indignación de la sociedad demuestra su acertada intuición de que solamente el regreso a las fuentes nos permitirá recuperar la senda del progreso hacia el bienestar. Solo si volvemos a las “fuentes” y a los valores que las inspiran tendremos República, para que el Estado nos proteja como pensaban Locke y Rousseau, ya que es lo único que justifica la renuncia del hombre al estado de naturaleza. Si ese contrato se rompe, ¿qué nos queda?
La indignación de la sociedad demuestra su acertada intuición de que solamente el regreso a las fuentes nos permitirá recuperar la senda del progreso hacia el bienestar
Necesitamos la impersonalidad de las leyes generales y no el amiguismo de las leyes particulares y la discrecionalidad que puede decidir quiénes se vacunan y quiénes no, quiénes viven y quiénes mueren por criterios subjetivos y personales.
También por criterios similares o mezquinos cálculos políticos deciden si habrá educación libre y equitativa o no la habrá, si se crearán empleos genuinos o seguirán aumentando los planes sociales, si las tarifas retribuirán los costos de los servicios públicos y habrá inversión o no la habrá, si los títulos públicos subirán, bajando la tasa de interés, o si bajarán, subiendo la tasa de interés, si el déficit fiscal seguirá alimentando la inflación o se adoptarán políticas sanas, si los ajustes de precios y tarifas que se autorizarán en las distintas actividades y servicios contribuyendo a la expansión de la economía o profundizarán la recesión y el estancamiento. Todas estas cuestiones vitales dependen hoy de la discrecionalidad de funcionarios carentes de virtud.
Este sistema nos conduce no solo a una catástrofe económico-social sino también a una decadencia moral que explica la generalización del sálvese quien pueda que los gobernantes y sus protegidos han demostrado practicar.
Reflexión compartida
En estos días recibí por las redes sociales un mensaje que muchos de ustedes habrán también recibido, y que quiero compartir con quienes no lo hicieron para cerrar esta nota y dejar una reflexión que contribuya a cambiar tan triste pronóstico, a la vez que nos da una idea de la inmensidad del cambio necesario.
Trescientos años antes de Cristo, Alejandro cruzaba con su ejército el feroz desierto de Gedorisia, para combatir a los persas. Tras largas y sedientas jornadas cargando sus armas, la tropa se quedó angustiosamente agotada y sin agua. Por suerte unos soldados pudieron recoger algo en un oasis y llenando un casco de ella se lo llevaron a Alejandro.
Ante la atenta mirada de sus 40.000 soldados, el jefe supremo, sin beber un solo sorbo, derramó el agua en la arena del desierto y dejó una frase para la historia:
“Demasiada para uno solo, demasiado poca para todos”.
Así, compartiendo la misma angustia de sus hombres, Alejandro no los defraudó, y dejó escrita una página de grandeza. Por eso se lo recuerda siempre como Alejandro El Grande.
Y por eso mismo, muchos siglos después, llegado el momento de beber del casco de las vacunas, los argentinos ya saben quiénes serán recordados siempre como los Miserables.
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