La vacuna de la inmoralidad

Es la humildad lo que hace grande a un gobernante. Quizá sea pedir demasiado para algunos. Pero lo que tenemos, lamentablemente, es demasiado poco para todos

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(Franco Fafasuli)
(Franco Fafasuli)

El joven había sido alumno nada menos que de Aristóteles. A los 20 años era ungido como Rey de Macedonia y con menos de 30 años ya había conquistado la mitad del mundo conocido al derrocar al Imperio Persa y llegar hasta la India. Ahora se encontraba a las puertas del Gran Templo de la Ciudad Sagrada, Jerusalén. Al ver la figura del Sumo Sacerdote acercarse con sus majestuosas vestimentas, Alejandro Magno bajó de su caballo y se inclinó ante la imponente figura de Shimon Hatzadik. Cuando su general, Parmenio, le preguntó al gran Rey por qué había hecho algo así, Alejandro le respondió: “He visto a esta misma persona en un sueño, con estas mismas vestimentas”.

La mítica llegada de Alejandro Magno a Jerusalén es recordada por el historiador Flavio Josefo en “Antigüedades Judías” (XI, 321-47), como también en el Talmud Babilónico (Tratado de Yoma 69a). En la historia relatada en el Talmud, los sabios, más que hablar de la figura del gran conquistador, debaten acerca de la investidura y representatividad de las vestimentas de los sacerdotes. Son esos vestidos los que les confieren el poder que detentan. Allí aseguran que esas vestimentas especiales los elevan en su responsabilidad, pero no en su persona. Los hacen representar un rol y un ideal, pero no les caben por esto derechos especiales. Dictaminan los sabios entonces, que se les está terminantemente prohibido a esos dignatarios usar las ropas y túnicas sagradas fuera del Templo. No pueden creerse ni mostrarse más importantes que cualquier ciudadano que se encuentre en el mercado. Aún siendo Sumos Sacerdotes, no pueden usufructuar su rol para adelantarse en la fila.

Quizá fue la mística de ese encuentro y su enseñanza, la que recordó Alejandro en medio del desierto de Gedrosia. En uno de los momentos más dramáticos de su expedición hacia el Este, sus hombres exhaustos por el calor morían de sed ante sus ojos. De los 40.000 soldados apenas habían podido sobrevivir unos 15.000. De pronto, dos de los soldados encuentran algo de agua en un barranco y se la traen a su Rey en un casco. Alejandro miró a los ojos agotados de sus hombres y en lugar de beber, vació frente a ellos el agua del casco sobre la arena. Entonces dijo: “Demasiado para uno solo, demasiado poco para todos”. Él tampoco se adelantaría en la fila mientras su gente moría de sed. Por eso seguramente lo llamaron no sólo Alejandro sino, el Grande.

Dos mil trescientos años después, los argentinos en medio del desierto de esta interminable y agotadora cuarentena, vemos cómo nuestros gobernantes se beben el único y pobre agua que hay en el casco. Nuestra Argentina sufrió el más improvisado y fracasado manejo de la pandemia del planeta. Millares de empresas, pymes, organizaciones barriales y familias enteras quebradas por el cierre global que se realizó a la economía, en favor de priorizar una salud que estaba reservada apenas para un club de amigos ungidos en supuestas túnicas sagradas. Mientras tanto, se llama desde la distancia “payasos” a aquellos que investigan esta última estafa moral, en medio del patético intento por minimizarlo todo.

Acostumbrados a la aceptación y resignados ante la corrupción, nos hacemos testigos mudos del ya clásico y penoso “roban pero hacen”. Sin embargo, el único resultado real de todas las últimas gestiones sea cual fuere el color partidario, nos ha abandonado a un intolerable y lastimero 50% de pobres. Ese es el insoportable, doloroso y verdadero lugar en la fila que logramos entre las naciones.

Como ya nada parece demasiado, esta vez la estafa fue a la moral. Mientras países vecinos obtuvieron mucho antes millones de vacunas, aquí se robaron las miserables dosis que se consiguieron para ellos mismos. Se las robaron a los abuelos que mantuvieron encerrados sin un abrazo durante un año. Se las robaron a millones de infancias y adolescencias de encierro y escuelas cerradas. Se las robaron a la integridad del personal de salud que arriesgó su vida en cada hospital. Se las robaron al honor y la memoria de los que murieron en combate, a las personas que partieron contaminados por el virus y envenenados por el egoísmo. Mientras tanto, ya vacunados, levantaban sus copas en el Ministerio para brindar a su propia y única salud.

No esperamos tener a alguien de la talla de Alejandro Magno entre la dirigencia, pero sólo escuchar a la máxima autoridad del país decir que no es un delito adelantarse en la fila, que lo que vale es el amiguismo, la avivada, la falta de méritos y el logro a cambio de nada, debiera al menos hacernos despertar de una vez. Nos merecemos dirigentes que no caminen por las calles con sus túnicas sagradas. Nos merecemos dirigentes que no anden bebiéndose en nuestras narices el agua de nuestros propios cascos. Es la humildad lo que hace grande a un gobernante. Quizá sea pedir demasiado para algunos. Pero lo que tenemos lamentablemente, es demasiado poco para todos.

Amigos queridos. Amigos todos.

En la porción bíblica de este último Shabat se lee acerca de las vestimentas sagradas de los sacerdotes. Nos dicen los místicos, que justamente en Shabat nos vestimos con prendas aún más elevadas y preciadas, confeccionadas de un material mucho más costoso y único que el de aquellas túnicas sagradas. Nos vestimos de tiempo. El tiempo está en nuestras manos. El tiempo de sabernos dueños de nuestra voz, nuestro destino y nuestros ideales. El tiempo de hacer de nuestras convicciones espirituales el motor para alcanzar la sociedad que aspiramos, soñamos y merecemos. La que sólo lograremos con nuestro tiempo, nuestro alma y nuestras manos.

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