Entre la dedocracia y la cultura del esfuerzo

Este año, los argentinos deberán elegir entre un modelo que entiende al poder como un fin en sí mismo y un proyecto de país que lo concibe como una herramienta para crecer y progresar

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Nadie va a olvidar el 2020. Una pandemia global, cuarentenas, barbijos, crisis económicas, Zoom, ciervos paseando por las grandes urbes, cielos más limpios, el velorio de Maradona y un sinfín de imágenes surrealistas que quedarán en el imaginario colectivo. Sin dudas, fueron meses únicos. Pero la historia sigue. Y el año que arranca también será determinante: los argentinos vamos a tener la posibilidad de derrotar al coronavirus y decidir en las urnas sobre nuestro futuro.

Y no hay que hacer acrobacias lingüísticas ni usar eufemismos culposos para referirnos a lo que está en juego. Hablar claro debería ser un imperativo ético para cualquier dirigente político. Argentina elige entre un modelo que entiende al poder como un fin en sí mismo y un proyecto de país que concibe al poder como una herramienta para crecer y progresar. La fantasía del primero es la Formosa de Gildo Insfrán; la utopía del segundo es un país moderno y conectado al mundo. Una Argentina productiva, con desarrollo e inclusión. Son dos horizontes; dos formas de cerrar los ojos y soñar adónde queremos llegar.

Estoy convencido que la Argentina puede dejar atrás el cortoplacismo, el miedo y la decadencia. ¿Cómo? Sin magia ni relatos fantásticos, solo siendo realistas; insertándonos en el mercado global de manera inteligente, con igualdad de oportunidades (no de resultados, ambición que sería posible únicamente en un régimen totalitario), un sistema educativo público de excelencia que permita el desarrollo de todos nuestros niños y la recuperación de una clase media robusta y una estructura sanitaria accesible, transparente y sin privilegios, que cuide lo más valioso que tenemos: la vida.

Debemos recuperar la noción de progreso, tanto a nivel individual como colectivo. Nos acostumbramos a sobrevivir, no a vivir. Y esto se debe a que relativizamos la cultura del esfuerzo, la idea de crecer, la posibilidad de un mañana mejor. Hay una “batalla” de valores que dar y no podemos perderla. Por respeto a nuestra dignidad. Argentina es muchísimo más que la cultura del atajo, los “vips” y la viveza criolla. Se trata de reivindicar y reconocer el mérito, el trabajo bien realizado y la pasión por superarse. Como así también, valorar el buen gobierno, la planificación y el método, con cercanía suficiente para poder transformar de manera inclusiva.

Hace unas semanas, Hernán Crespo, después de levantar la Copa Sudamericana como director técnico de Defensa y Justicia, lo dijo perfecto: “No sos culpable del lugar donde naciste, pero sí dónde vas a querer estar. Si sos honesto, si tenés disciplina, si tenés dedicación, si amás lo que hacés, lo podés lograr”. Sencillo y directo. Un mensaje ejemplar para todos aquellos jóvenes que dudan de sus capacidades y posibilidades.

Tenemos que luchar contra el país feudal, estamental, de castas, donde el apellido es un privilegio y la movilidad social ascendente es señalada como un acto de mezquindad o individualismo. La historia está de nuestro lado. Argentina se distinguió siempre en América Latina por ser una nación pujante, creativa y dinámica.

Claro que para materializar ese progreso, además del empeño personal, es imprescindible un Estado eficiente, ágil, que le facilite –y no le complique– la vida a los ciudadanos que quieren trabajar o generar empleo. Del otro lado del mostrador, la sociedad, sin perder el sentido crítico ni el poder de movilización, tiene que cumplir con sus responsabilidades. La conciencia de derechos debe tener la misma altura que la conciencia de deberes. De este equilibrio depende la salud y la sostenibilidad de nuestro sistema.

El pluralismo es otro de los bienes intangibles que tendremos que defender durante este calendario. “El problema es cuando la discrepancia se convierte en herejía”, escribió ese brillante narrador llamado Jorge Semprún. Con respeto y tolerancia, necesitamos naturalizar la discrepancia. Tenemos grandes desafíos por delante –la sociedad del conocimiento, el medioambiente, la seguridad, la inclusión y el crecimiento sostenido–, y solo podremos afrontarlos con acuerdos transversales. La democracia se alimenta de diferencias, no de verdades absolutas. Por eso, debemos cuidar la libertad de expresión, la división de poderes y el funcionamiento de las instituciones.

Estamos en tiempo de descuento. El siglo XXI comenzó hace más de dos décadas y nosotros seguimos atrapados en debates anacrónicos como la inflación o la independencia de la Justicia. Es momento de comprometernos. Jugamos el partido más importante de los últimos cincuenta años y, sin duda, la indiferencia no es una opción. El futuro nos mira de reojo; la democracia, también.

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