Indultos, amnistías y la cultura de la impunidad

Estas atribuciones del Ejecutivo y del Legislativo, a pesar de estar autorizadas por la Constitución, generan descreimiento en las bondades del sistema, porque muestran que el régimen de premios y castigos no está vigente en nuestra sociedad

Alberto Fernández, presidente de la Nación

Entre voceros públicos que los propician, amén del requerimiento de procesados y condenados que podrían verse favorecidos, la amnistía y el indulto se han convertido en reclamo de sectores que abogan a favor de la gracia, al tiempo que otros ven en ese atajo una maniobra para allegar impunidad.

Aunque tienen puntos en común es necesario distinguirlos. Son institutos que aparecen en la Constitución como resabio de los tiempos en que el monarca legislaba, juzgaba y ejecutaba. De modo que si el rey condenaba, también reservaba para sí, la gracia del perdón. Superada la acepción de su génesis con el principio de división de poderes, a nadie escapa que estamos en presencia de categorías históricas que van a contramano de los principios constitucionales de nuestro tiempo.

El indulto es el perdón de la pena impuesta al autor, cómplice, instigador o, encubridor de un delito sujeto a jurisdicción federal, lo que limita la intervención del presidente en cuanto concedente, impedido de indultar delitos juzgado en sede provincial.

Dentro de los límites materiales que la Constitución exige para la procedencia de la figura, sobresalen las restricciones impuestas por el artículo 36 incorporado en 1994, en cuanto prohíbe el indulto y hasta la reducción de penas a quienes ejecutaren actos contra el orden institucional y el sistema democrático, como también a aquellos que usurparen funciones previstas para las autoridades nacionales o de las provincias. En esa categoría se incorporó, expresamente, el accionar de quien incurriere en grave delito doloso contra el estado en cuanto conduzca al enriquecimiento de su autor.

El otro aspecto polémico de la materia tiene que ver con el de la oportunidad en que puede ejercerse el indulto por el Presidente de la Nación.

Unos exigen que el favorecido por la medida sea objeto de la previa imposición de una pena, con sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada.

A otros, les basta con la existencia de una causa penal, sin necesidad de un pronunciamiento que ponga fin a la misma.

La jurisprudencia de la Corte ha fluctuado entre esos dos criterios cuando debió resolver cuestiones referidas a la ocasión en que el presidente puede indultar.

La otra figura es la de la amnistía, reputada como el olvido legal de un hecho delictuoso, para establecer la calma y la concordia social, con la variante que quien puede disponerlo es el Congreso de la Nación, toda vez que ese es el ámbito donde se crean delitos y penas y, por ende, es el único poder que tiene el atributo de borrar la criminalidad de un hecho.

Es quizá, la más clásica demostración de una ficción del derecho para tener por no sucedidos hechos que ocurrieron. Pudo su autor cometer el más abominable hecho delictivo –matar, violar, defraudar, torturar, etc.- pero si fuera amnistiado se tendrá a su accionar criminoso como no producido, perdonándose la pena que podría caberle. Todo, con la aclaración de que algunos tribunales la consideran inaplicable a los delitos previstos por la Constitución y a hechos atroces.

La sustancia de la amnistía es esencialmente política y general. Lo primero porque con ella se aspira a lograr la concordia y paz social alterados. Lo segundo porque debe alcanzar a todos los sujetos que se encuentran en la misma situación.

Cronológicamente, la última amnistía de un gobierno de jure data de 1973, oportunidad en que la ley 20508 benefició a autores de delitos cometidos “por móviles políticos, sociales, gremiales o estudiantiles, cualquiera sea el modo de comisión y la valoración que merezca la finalidad perseguida mediante la realización del hecho”

Volviendo al indulto y a su manifestación más cercana, a principios de los 90, el gobierno de turno apeló de modo regular a ese instituto para resolver la suerte procesal de jefes militares condenados por la comisión de delitos de lesa humanidad. La misma solución se ideó para jefes guerrilleros imputados de graves ilícitos. También, resultaron alcanzados por esa indulgencia, diversos civiles con cierto protagonismo político.

La herramienta constitucional, además, sirvió para ser benevolente con los autores de algunos levantamientos contra el sistema democrático y, en el paroxismo de esas formulaciones irrumpió la modalidad de indultos indiscriminados a delincuentes comunes imputados de serios cargos, como homicidio, robo seguido de homicidio, secuestros extorsivos, robo con lesiones gravísimas, etc.

Estos intentos de pacificación muy al “uso nostro” fueron altamente negativos para la suerte de las instituciones. Tanto la amnistía de Cámpora, como los indultos de Menem agraviaron al sentido común de justicia, evidenciado incontrolado ejercicio del poder e indisimulada muestra de la cultura de la impunidad.

En suma, si el presidente puede indultar o el Congreso amnistiar, porque la Constitución los autoriza, no hay razón para que lo discrecional de esas atribuciones se convierta en arbitrario como ocurrió en los casos referidos. A la corta o a la larga, estas incursiones del Ejecutivo y Legislativo generan descreimiento en las bondades del sistema, porque muestran a la población que el sistema de premios y castigos no está vigente en nuestra sociedad.

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