
Finalmente, comenzaron las clases presenciales después de más de diez meses de escuelas cerradas. Aunque no de la mejor manera, el tema educativo alcanzó la cresta de la ola en pleno verano y se impuso en la agenda pública. El inicio de clases en la Ciudad de Buenos Aires, Jujuy, Santa Fe y Santiago del Estero a mediados de febrero, con diferentes formatos pero con protocolos comunes, es el comienzo de un año lectivo que todos esperamos que sea diferente a 2020.
El año 2020 va a quedar en la historia educativa como un año desolador. Desde la declaración de la cuarentena en marzo, la educación quedó relegada de la agenda pública. Se discutía si “salud o economía”, pero la educación no fue una prioridad, incluso de las propias palabras del Presidente que pedía, mientras nos cuidáramos en casa, que los chicos le “mandaran dibujos”.
Las provincias congregadas en el Consejo Federal de Educación fueron alcanzando consensos muy básicos, a partir de las propuestas erráticas del Ministerio de Educación: no evaluar con notas, posponer los aprendizajes tomando como única unidad los ciclos lectivos 2020 y 2021, un semáforo de presencialidad imposible de cumplir y la decisión de cerrar las escuelas en todo el territorio, incluso en zonas en las que el virus recién comenzó a circular en agosto.
Mientras tanto, la heterogeneidad de modalidades y posibilidades se fue haciendo más evidente. Clases por Zoom, vínculos por WhatsApp con pocos datos o fotocopias; docentes esforzados sin lograr los resultados esperados; madres que, a la vez que trabajaban, acompañaron el aprendizaje como podían. Todos factores que profundizaron la desigualdad educativa. Ya para la vuelta de las vacaciones de invierno muchos chicos se habían rendido ante una educación remota distante, tensa y difícil de sostener. Al cansancio generalizado se le sumó la evidencia del impacto de la no presencialidad en la salud mental de los niños, niñas y jóvenes. La necesidad del vínculo social se sumó a las razones que mostraban que había que empezar cuanto antes a diseñar el retorno.
¿Qué pasó con las escuelas durante esos meses? Nada. Unas pocas se abrieron para repartir bolsones de comida y la entrega de tareas. Muchas vieron sus edificios, ya vetustos, prácticamente desmoronarse. Meses valiosos para acondicionar y preparar el regreso fueron desaprovechados. No se pensó de manera estratégica la vuelta a clases. Hoy, la falta de infraestructura adecuada es, en muchos lugares, la razón para no retornar en un 100% a la presencialidad.
A días de comenzar las clases en todo el país hay una realidad que ya no se puede tapar con las manos: la política educativa de la pandemia fracasó, si es que entendemos por política colocarse delante de los acontecimientos, planificar, atender las diversidades del contexto, mirar lo que pasa en el mundo, articular y generar consensos.
Esta triste realidad, como si fuera poco, se ve hoy sumergida en un debate que muestra a la educación como objeto de la puja política. Ninguna evidencia, experiencia comparada o estudio serio sirvieron para transformar la pugna en una conversación pública fundada y sincera. Sin embargo, la presión social a través de grupos de padres y madres, docentes y otras organizaciones de la sociedad comenzaron de a poco a articularse para hacer oír la voz de quienes fueron los más perjudicados: los chicos y sus familias. Quienes tomaron el tema como un asunto de cálculo político siguen midiendo ganadores y perdedores. Muchos siguen alimentando el miedo social ante la nueva (falsa) disyuntiva “educación o salud”. Otros, en los mismos términos especulativos, entendieron que es mejor mostrar la disposición a dar respuestas, en un año muy complejo con implicancias electorales.
Más allá de las razones, las clases presenciales son una realidad. A partir de ahora, allí donde no comiencen será interpretado como falta de previsión y esfuerzo de las autoridades locales. El acuerdo social de que es necesario que las escuelas estén abiertas es cada vez más amplio. Cualquier brote, pico o caso particular dará lugar a medidas puntuales, incluso hasta de suspensión temporal. Probablemente esos sucesos provocarán más discusiones exacerbadas. Pero hay varias señales indicando que todos, de manera más o menos explícita, aprendimos del (no) año educativo 2020, y que nadie -ni autoridades, docentes, familias, estudiantes, políticos- quiere que se repita.
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