En 1993, a 10 años de recuperada la democracia, en la Cámara de Diputados había 266 varones y apenas 16 mujeres.
Pero en octubre de 1993 ingresaron 29, con lo cual el total de mujeres diputadas ascendió a 41. Los varones eran 226. La elección era parcial: se renovaba la mitad de las bancas.
Dos años después, a finales de 1995, las nuevas elecciones llevaron el número de mujeres diputadas nacionales a 74, con el ingreso de 33 nuevas legisladoras. Los diputados varones pasaron a ser 195.
El incremento de 16 a 74 en 4 años no fue casual sino resultado directo de la Ley 24012 promulgada en 1991 y estrenada en 1993, que estableció que no podía haber menos de un tercio de mujeres en las listas de candidatos al Congreso.
Ese avance de la mujer en el Poder Legislativo no fue una reivindicación femenina arrancada al poder “patriarcal” a fuerza de reclamos, protestas o manifestaciones de ninguna corriente feminista porque por entonces no existía el feminismo o, mejor dicho, era apenas un fenómeno de círculo. La Argentina, contrariamente a lo que se pretende hoy, no era un país patriarcal en el que la mujer vivía oprimida.
De hecho, ¿cómo entender si no que un Congreso abrumadoramente masculino haya accedido a votar una ley que recortaba su poder? Basta recorrer los diarios de la época para confirmar que no había ningún feminismo activo con fuerza para imponer nada.
La clave la dio en su momento la socióloga feminista Dora Barrancos, hoy asesora del presidente Alberto Fernández. En un artículo elogioso de la ley de cupo, escribió: “La nota peculiar en la materia la daba el propio presidente [Carlos Menem]: dispuesto a ser irreductible y viendo que la aprobación de la norma no obtenía garantías suficientes, impuso al ministro del Interior [José Luis Manzano] acerca de la necesidad de convencer a los remisos del justicialismo; ese empeño fue decisivo”.
Mal puede verse en la aprobación de esa norma el resultado de una guerra de sexos; la habrían perdido. En concreto, la conquista fue mixta, cooperativa, como casi todos los verdaderos avances de las mujeres en este país a lo largo de su historia -el voto femenino lo impulsó Juan Perón a través de Evita-, hasta la llegada del feminismo actual cuyo mayor logro de momento es haber envenenado el ambiente con un discurso de odio según el cual todos los varones son machistas, opresores y violadores en potencia. Para muestra, basta leer el tuit de esta docente:
“Tres alumnas me dijeron que: Todos los hombres, todos, son violadores en potencia. Tuve que respirar dos o tres veces para contestarles suave y tranquilamente. ¿lo peor? Que 18 varones del aula no se animaron a refutarlas. Me preocupa el pensamiento (que) les están inculcando”.
LAS NUEVAS DIPUTADAS
En la lista de legisladores nacionales por la Capital Federal en 1993, gracias a la Ley de cupo, el 3er lugar en la boleta lo ocupaba Patricia Bullrich y el 5° Ana Raquel Kessler.
La lista porteña de la UCR la encabezaba una mujer: la escritora Martha Mercader, el 6° lugar lo ocupaba Cristina Guevara y el 8° la historiadora María Sáenz Quesada (que no llegó a entrar).
En esa elección, Graciela Fernández Meijide fue electa diputada por la Capital: era la n°2 en la lista del Frente Grande encabezada por Chacho Álvarez.
Ese año, ingresaron también a la Cámara Susana Ayala, por Chaco; Leonor Alarcia, por Córdoba; María Laura Leguizamón, Elisa Carca, Dulce Granados y Silvia Vázquez, las cuatro por la provincia de Buenos Aires; la religiosa Gioconda Pierrini, por Tucumán, Adriana Vely, por Misiones, y Cristina Zuccardi, por Mendoza.
En la elección del año 1995, resultaron electas diputadas Elisa Carrió, María del Carmen Banzas de Moreau, Nilda Garré, Irma Parentella, las sindicalistas Mary Sánchez y Marcela Bordenave, entre otras.
Al Senado, ese mismo año, llegaban Cristina Fernández de Kirchner, por Santa Cruz, y Graciela Fernández Meijide, por Capital Federal.
Que las nuevas generaciones, intoxicadas con el relato progresista fundacional en boga según el cual la democracia empezó en 2003, ignoren estas cosas puede llegar a entenderse. Inentendible en cambio es el silencio de las muchas protagonistas de la política actual que tuvieron gracias a la ley de cupo un impulso esencial en sus carreras. No se trata de negarles méritos propios pero sí de reconocer que, de no haber mediado la obligación de cumplir el cupo, muchas de ellas no habrían llegado a ocupar una banca.
INDEMNIZACIONES, INDULTOS Y COLIMBA
Algo análogo sucede con las leyes 24.043 y 24.411, que otorgaban una indemnización a todas las personas que se habían visto privadas de su libertad durante la dictadura y a las familias de los desaparecidos, respectivamente.
La primera Ley fue promulgada en diciembre de 1991 y la segunda en diciembre de 1994. Nuevamente, no fueron resultado de ningún lobby ni movilización.
La secretaria de Derechos Humanos de la gestión de Carlos Menem era la prestigiosa abogada Alicia Pierini que ha dejado testimonio escrito de estos hechos en su libro Diez años de derechos humanos, por si alguien necesita un ayudamemoria.
Las ONG del sector jamás le agradecieron al Presidente.
Según el relato, no hubo política de derechos humanos hasta 2003.
Sobre esto también campea la deshonestidad intelectual de los políticos. En especial de Néstor Kirchner, que fue quien más usufructuó lo hecho por Menem.
TRES MEDIDAS CLAVE
Néstor Kirchner no hubiera podido jamás reabrir los juicios contra los militares, ni descolgar cuadros, sin enfrentar ninguna reacción, de no haber sido por tres cosas que hizo Carlos Menem y que “desarmaron” verdaderamente el poder militar en la Argentina. Hasta su asunción, en 1989, las fuerzas armadas conservaban un importante poder de presión y lo habían ejercido reiteradamente arrancando concesiones al poder político.
Los indultos a los militares y a la cúpula de las guerrillas -cuatro decretos firmados por Carlos Menem el 7 de octubre de 1989- les quitaron a las fuerzas armadas la principal reivindicación, el elemento que los unía y era motor de rebelión.
Es decir, cuando el coronel Mohamed Alí Seineldín encabezó el último alzamiento carapintada, los indultos presidenciales ya habían alcanzado al grueso de las cúpulas militares y guerrilleras; sólo habían quedado afuera Videla, Massera y Agosti por un lado, y Firmenich por el otro (todos ellos serían indultados a finales de 1990).
Eso, sumado a la firmeza del Ejecutivo para reprimirlo, explica el fracaso del último levantamiento carapintada. El único que concluyó sin concesiones a los rebeldes.
Cuando los políticos critican hoy esas medidas lo hacen con una buena cuota de mala fe, desconociendo el contexto en el cual fueron tomadas y el resultado que tuvieron.
El segundo elemento fue la incorporación al Gobierno del partido que era la expresión política del poder militar: la UCeDé (Unión del Centro Democrático) liderada por Álvaro Alsogaray. Menem cortejó a esa fuerza con el resultado -buscado- de su neutralización.
Finalmente, el golpe de gracia vino de la mano de una medida que, curiosamente, pocos le critican a Carlos Menem, aunque tampoco la mencionan: la eliminación del servicio militar obligatorio (SMO) en agosto de 1994.
Es llamativo que los supuestos estatistas y nacionalistas que pululan hoy por la escena pública no critiquen esta decisión, ciertamente polémica, ya que privó al Estado de una valiosa herramienta de supervisión e incluso de promoción social -que en el contexto de la actual crisis sería de incalculable utilidad- y a la Nación de una reserva de defensa democrática. A la vez, no cesan de condenar otros aspectos “neoliberales” de la década menemista. Pero desde el punto de vista estratégico, es decir, de los intereses permanentes de un país, esta medida debió haber sido mucho más criticada que los indultos.
Como sea, su principal efecto fue quitarle a las fuerzas armadas, y al Ejército en particular, una fuente esencial de poder, recursos y control.
La combinación de estos tres elementos -indultos, asimilación de la UCD y cancelación del SMO- no sólo le dieron al país diez años de pacificación social sino que les quitaron a las fuerzas armadas todo poder de extorsión.
Néstor Kirchner sabía perfectamente que estaba pateando árboles caídos cuando gritaba frente a la ESMA o descolgaba cuadros. Lo hizo con la conciencia de que no enfrentaría ninguna reacción, tal como sucedió. Algo sobre lo cual no se interrogan ni reflexionan los politólogos o sociólogos afines al kirchnerismo es justamente esa falta de reacción de los militares.
No fueron las convicciones, porque para los Kirchner los derechos humanos no existían antes de 2003. En Santa Cruz, no se hacían actos los 24 de marzo para rasgarse las vestiduras condenando el Golpe de Estado del 76 y el gobierno provincial no tenían vínculo alguno con los organismos de derechos humanos.
No fueron las convicciones, fue el sentido de la oportunidad.
Cuando Kirchner vio la fervorosa adhesión que despertó Adolfo Rodríguez Saá entre las Madres de Plaza de Mayo y otros organismos al anunciar en su efímera presidencia que concedería las extradiciones de los militares reclamadas por España, comprendió que había allí una mina de oro y se lanzó de cabeza a explotarla.
Carlos Menem tenía muchos defectos pero ciertamente no fue uno de ellos el alardear de sus logros. Nunca pasó factura de estas cosas. Nunca se jactó. Nunca abrió la boca, ni durante ni después de su gestión, para recordar que estas medidas, de las que tantos -y tantas- se beneficiaron, fueron resultado de sus decisiones. Tampoco inauguraba las obras cinco veces, por eso muchos pueden hacerse los distraídos y desconocer que, según datos de la Cepal, en su gestión hubo mucha más inversión en infraestructura que en todo el kirchnerismo.
Algunas cosas las promovió incluso con la más absoluta reserva, y se conocieron sólo por terceros y mucho tiempo después, como su rol en el acercamiento de Cuba al Vaticano en 1994 que desembocó en la primera visita de un Papa (Juan Pablo II) a la isla.
El auge de las comunicaciones y de la semiótica hace que se conceda más importancia a los discursos, a los gestos y a los relatos -por no decir a la impostura- que a las realizaciones.
Hoy importa más hablar en inclusivo que incluir realmente a las mujeres.
Marchar en las calles que proteger a las potenciales víctimas.
Decir antes que hacer.
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