La única manera de progresar es alimentar sueños que van más allá de lo que ocurre en la realidad del momento. Ese es el gran valor de la teorización. Los denominados prácticos no hacen más que adoptar teorías de otros, de allí lo de “nada hay más práctico que una buena teoría”. Lo contrario es andar a los tumbos.
Desafortunadamente se suele tratar de modo peyorativo a los teóricos cuando todo lo que se ha descubierto es merced a ellos, desde el cepillo de dientes y el lápiz hasta el microondas, las computadoras y la concepción cuántica del universo. George Bernard Shaw ilustró el espíritu al apuntar que “en general la gente piensa las cosas como son y se pregunta por qué. Yo sueño con cosas que nunca fueron y me pregunto por qué no”.
De más está decir que no se trata de limitarse a soñar sino a trabajar duramente para que los sueños se hagan realidad. Este es el sentido del mensaje de Steve Jobs a los jóvenes en su célebre discurso en la Universidad de Stanford: “No dejen que el ruido de las opiniones de otros opaquen la voz interior de cada uno. Y lo más importante de todo, tengan el coraje de seguir sus corazonadas y sus intuiciones”.
Vivimos una era en donde prima el conformismo y los aplaudidores en cuyo contexto desde la más tierna niñez hay la malsana tendencia a amoldarse a la opinión de la mayoría. Existe una especie de complejo que aleja del navegar a contracorriente. En general hay una pésima educación que parte desde muchos padres que en lugar de argumentar dan la orden de obedecer y no pocos profesores inculcan el aprendizaje de memoria con poco razonamiento. El tan necesario espíritu contestatario queda así disuelto en manos de muy escasas personalidades. Se enseña que hay que ajustarse a lo “políticamente correcto”. Nada más dañino.
Todos recordamos los estudios de experimentos en universidades y centros de estudios donde se arregla de antemano con un grupo y se excluye a una persona del arreglo con lo que ésta última, debido a la presión del grupo que opina de un modo claramente inconsistente con lo que se les muestra. Es imposible soñar o proyectar castillos en el aire con la mentalidad del conformista.
Desde luego que la calidad de los sueños depende del entorno, cuanto mayores los incentivos para apuntar alto, mejores serán los resultados. Cuanta mayor sea la libertad, más puro será el oxígeno y más potentes los estímulos. No es lo mismo soñar en la cárcel que soñar en libertad.
En este sentido es que se insiste que no se apabulle a los niños con juegos y programas televisivos al efecto de darles tiempo para pensar, concebir, imaginar y fabricar castillos en el aire. De allí la importancia de la lectura que permite construir lo escrito en la mente.
Erin Stafford escribe que es absolutamente necesario abrir un paréntesis a la atención de los problemas diarios para dejar que la mente se abra paso en sueños. A los niños se les suele decir que dejen de soñar y que presten atención, pero en alguna medida eso es lo que se necesita al efecto de combinar la realidad presente con lo que posiblemente será la realidad futura.
En el número de mayo de 2004 de la revista Time aparece un artículo sobre la importancia de los sueños que contiene dos citas que vienen muy al caso. Una de Einstein que dice que “la mente intuitiva es una sagrada bendición, la mente racional es un siervo fiel. Tenemos una sociedad que honra al siervo y que abandona la bendición”. En realidad lo honra hasta cierto límite puesto que se amputa el espíritu contestatario. Y la segunda alude a Chesterton cuando comenta sobre uno de sus personajes de ficción, el Padre Brown, sobre quien dice entre otras cosas que “en ese momento perdió la cabeza lo cual era muy provechoso. En esos momentos hacía que dos más dos fuera millones”.
Jonah Lehrer en el número de junio de 2012 de The New Yorker en una nota titulada “The Virtues of Daydreaming” enfatiza el correlato entre el idealismo en el sentido de concebir lo que aún no existe y el progreso en los más diversos campos. Recordemos lo dicho por Martin Luther King en cuanto a “Tengo un sueño” y lo ocurrido posteriormente.
Leonardo da Vinci ha consignado que hay tres tipos de personas: los que sueñan lo que viene, los que ven cuando se les muestra y los que no ven, y Ortega ha escrito que de tanto en tanto es saludable sacudirse el pensamiento de la época y repensarlo lo cual solo lo pueden concebir los soñadores, no los “prácticos”.
En otro orden de cosas, antes he recordado que el premio Nobel Friedrich Hayek ha escrito que “aquellos que se preocupan exclusivamente con lo que aparece como práctico dada la existente opinión pública del momento, constantemente han visto que incluso esa situación se ha convertido en políticamente imposible como resultado de un cambio en la opinión pública que ellos no han hecho nada por guiar.” La práctica será posible en una u otra dirección según sean las características de los teóricos que mueven el debate. En esta instancia del proceso de evolución cultural, los políticos recurren a cierto tipo de discurso según estiman que la gente lo digerirá y aceptará. Pero la comprensión de tal o cual idea depende de lo que previamente se concibió en el mundo intelectual y su capacidad de influir en la opinión pública a través de sucesivos círculos concéntricos y efectos multiplicadores desde los cenáculos hasta los medios masivos de comunicación.
Los prácticos son los free-riders (los aprovechadores o, para emplear un argentinismo, los “garroneros”) de los teóricos. Esta afirmación en absoluto debe tomarse peyorativamente puesto que todos usufructuamos de la creación de los teóricos. La inmensa mayoría de las cosas que usamos las debemos al ingenio de otros, incluso prácticamente nada de lo que usufructuamos lo entendemos ni lo podemos explicar. Pero otra cosa es emprenderla contra los teóricos.
Por esto es que el empresario no es el indicado para defender el sistema de libre empresa porque, como tal, no se ha adentrado en la filosofía liberal ya que su habilidad estriba en realizar buenos arbitrajes (y, en general, si se lo deja, se alía con el poder para aplastar el sistema), el banquero no conoce el significado del dinero, el comerciante no puede fundamentar las bases del comercio, quienes compran y venden diariamente no saben acerca del rol de los precios, el telefonista no puede construir un teléfono, el especialista en marketing suele ignorar los fundamentos de los procesos de mercado, el piloto de avión no es capaz de fabricar una aeronave, los que pagan impuestos (y mucho menos los que recaudan) no registran las implicancias de la política fiscal, el ama de casa no conoce el mecanismo interno del refrigerador o la máquina de lavar y así sucesivamente. Tampoco es necesario que esos operadores conozcan aquello, en eso consiste la división del trabajo y la consiguiente cooperación social. Es necesario sí que cada uno sepa que los derechos de propiedad deben respetarse para cuya comprensión deben aportar tiempo, recursos o ambas cosas si desean seguir en paz con su practicidad y para que el teórico pueda continuar en un clima de libertad con sus tareas creativas y así ensanchar el campo de actividad del práctico.
Desde luego que hay teorías efectivas y teorías equivocadas o sin un fundamento suficientemente sólido, pero en modo alguno se justifica mofarse de quienes realizan esfuerzos para concebir una teoría eficaz. Las teorías malas no dan resultado, las buenas logran el objetivo. Consciente o inconscientemente detrás de toda acción hay una teoría, si esta es acertada la práctica producirá buenos resultados, si es equivocada las consecuencias del acto estarán rumbeadas en una dirección inconveniente respecto de las metas propuestas.
Leonard E. Read nos dice que “contrariamente a las creencias populares, los castillos en el aire constituyen los lugares de nacimiento de toda la evolución humana; todo progreso (y todo retroceso) sea material, moral o espiritual implica una ruptura con las ideas que prevalecen”. Las telarañas mentales y la inercia de lo conocido son los obstáculos más serios para introducir cambios. Como hemos señalado, no solo no hay nada que objetar a la practicidad sino que todos somos prácticos, pero tiene una connotación completamente distinta “el práctico” que se considera superior por el mero hecho de aplicar lo que otros concibieron y, todavía, reniegan de ellos... los que, como queda dicho, hicieron posible la practicidad del práctico.
Afirmar que “una cosa es la teoría y otra es la práctica” es una de las perogrulladas mas burdas que puedan declamarse, pero de ese hecho innegable no se desprende que la práctica es de una mayor jerarquía que la teoría, porque parecería que así se pretende invertir la secuencia temporal y desconocer la dependencia de aquello respecto de esto último, lo cual no desconoce que la teoría es para ser aplicada, es decir, para llevarse a la práctica. Por eso resulta tan grotesca y tragicómica la afirmación que pretende descalificar al sostener aquello de que “fulano es muy teórico” o el equivalente de “mengano es muy idealista”. Bienvenidos los idealistas si sus ideales son nobles y bien fundamentados.
El conocimiento resulta clave para la calidad del castillo, en este sentido es pertinente reiterar lo que se ha dicho al respecto: “Cuando se comparte dinero queda la mitad, cuando se comparte comida también queda la mitad pero cuando se comparte conocimiento queda el doble”.
Los hay quienes se lanzan a la construcción de castillos en el aire pero se acobardan de lo que descubren y por ende se abstienen de pronunciarse en esa dirección y, peor aún, están los que se manifiestan a favor de la esclavitud. Como es sabido, el “síndrome de Estocolmo” es un estado psicológico en el que una persona secuestrada pierde sus defensas naturales y, en el trastorno, revierte sus sentimientos y se vuelve cómplice de sus captores. El bautismo de esta situación obedece al caso del robo a un banco en esa ciudad sueca en el que se mantuvo como rehenes a seis personas, algunas de las cuales, una vez liberadas, se negaron a seguir causas penales contra quienes las mantuvieron cautivas y dos de ellas incluso los defendieron.
Hoy daría la impresión que este síndrome aparece en algunos que alaban la prepotencia estatal y, al mejor estilo masoquista, piden más flagelos. La antiutopía de Orwell resulta espeluznante con el control permanente del Gran Hermano, pero mucho peor es la de Huxley que muestra la cretinización moral de aquellos que reclaman una tiranía. En este último caso, el problema grave es que arrastran al patíbulo a quienes mantienen su dignidad y conservan un sentido de autorrespeto. Estimamos que resulta ilustrativo el peso de los aparatos estatales sobre la gente reproducir unos versos de George Harrison (The Beatles) titulado “El recaudador de impuestos” en el idioma original en que fueron presentados: “If you drive a car, I’ll tax the street / If you try to sit, I’ll tax the seat / If you get too cold, I’ll tax the heat / If you take a walk, I’ll tax your feet.”
En su célebre libro Las ideas tienen consecuencias, Richard M. Weaver además de subrayar la tesis anunciada en el título de su obra concluye que “el mundo más que nunca está dominado por la masificación y la rapidez que conducen a la disminución de los niveles de calidad y, en general, la pérdida de aquellas condiciones que son esenciales a la vida civilizada y la cultura. Esta tendencia de mirar con sospecha a la excelencia tanto intelectual como moral como si fueran antidemocráticas no muestra signos de revertirse.” Solo puede operarse en sentido contrario si se afina la puntería en nobles castillos en el aire que apunten siempre a lo mejor para beneficio de todos en un clima de libertad donde la persona tiene prelación a la muchedumbre, porque como ha escrito Gustave Le Bon “en las muchedumbres lo que se acumula no es el talento sino la estupidez” (en La psicología de las multitudes).
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