El ochenta por ciento de las tres mil organizaciones sindicales inscriptas en el Ministerio de Trabajo son medianas o pequeñas, no están involucradas en casos de corrupción y cumplen fielmente su obligación estatutaria de proteger el salario y la salud de los trabajadores que representan; sin embargo, su compromiso se ve opacado por el abuso de los sindicatos corporativos, que en lugar de promover la libertad otorgada por Perón, impiden las nuevas organizaciones y retrasan las modernas actividades.
Los sindicatos “flacos”, por su reducida cantidad de afiliados, reivindican la cultura del trabajo y el esfuerzo, como única forma de progresar. En la pandemia sobresalió la responsabilidad de los repartidores, los almaceneros, los cocineros, los choferes, los periodistas, los policías, los farmacéuticos y los bioquímicos, que desde el primer momento estuvieron en su lugar de trabajo -sin hacer zoom-, cumpliendo su función para que la gente acceda a servicios esenciales; mientras tanto, docentes y la mayoría de los estatales se quedaron en casa esperando su salario, generando grieta entre los que trabajan y los que cobran sin trabajar.
Los sindicatos “delgados” pueden generar el trabajo registrado que necesita el país y ayudar a reducir los planes sociales que multiplican la pobreza, pero la política laboral argentina de las últimas décadas se basa en proteger -y engordar- a los sindicatos conservadores, que defienden un modelo en que “los trabajadores hacen que trabajan y los empleadores hacen que pagan”, que deja 7 millones de empleados en negro e, indirectamente, promueve 20 millones de planes sociales sin contraprestación.
Si en lugar de proteger los intereses de los sindicatos “gordos”, la cartera laboral cumpliera su obligación constitucional y reconociera a las nuevas asociaciones sindicales, representativas del delivery, de las tecnologías, de la salud y de otras actividades que hoy se encuentran huérfanas, y con esa personería los flamantes gremios suscribieran convenios laborales modernos con las pequeñas cámaras empresarias, se potenciaría la registración laboral y el país saldría del subsidio permanente que conduce al pobrismo ascendente.
Hay que autorizar a los jóvenes sindicatos para que negocien salarios con las nuevas empresas generadoras de empleo y facilitar la registración laboral, siendo una buena medida permitir el pago de cargas sociales a cuenta de IVA y ganancias. Hay que cuidar a los trabajadores y a los empleadores.
Los “flacos” pueden devolver el empleo genuino y la dignidad a los trabajadores y lejos de dividir al sindicalismo, se robustecerá la fuerza gremial, sin abusos ni corrupción. Estos nóveles sindicatos son los que deben administrar temporalmente los planes sociales y reinsertar al trabajador en el empleo formal, para empezar a terminar con los subsidios que solo generan pobrismo.
Tenemos que cambiar un modelo anacrónico de sindicatos débiles con muchos afiliados, que sirve a la política pero no beneficia a trabajadores sino a dirigentes, por un sindicalismo sano, que camine en sentido opuesto a las organizaciones sociales, porque el peor sindicato es siempre mejor que la mejor organización social, pero el sindicalista debe comprender que su papel es promover empleo, no subsidio; dignidad, no limosna; democracia, no abuso; libertad, no unicato; y transparencia, no mafia.
Los sindicatos y las organizaciones sociales hablan el mismo lenguaje pero se refieren a cosas muy diferentes, mientras los sindicatos están comprometidos porque se perdieron 4 millones de empleos en la gestión Fernández (a pesar de la prohibición de despidos y de la doble indemnización), las organizaciones están involucradas, y hasta potenciadas, porque incrementaron su representación con 4 millones de nuevos pobres, que reciben subsidio.
Crecieron tanto que los pusieron a fiscalizar precios y a promover la vacunación, lo cual es un disparate por ser funciones estrictamente técnicas y estatales.
Hay que terminar con la política de la miseria y con los políticos que manejan a los pobres para ganar elecciones y aumentan la pobreza para mantener su poder. Los políticos deben entender que el trabajador no quiere ser igualmente pobre, quiere diferenciarse, comprar su casa, auto e irse de vacaciones; pero es imposible crecer cuando es más rentable vivir de subsidio que de trabajo.
Ahora que se fue Carlos Menem, el último presidente peronista, los gobernantes deben comprender que para ser peronista hay que reducir los planes y aumentar la producción del sector privado -Gas, Minería, Pesca, Tecnología y Farma-. Ser peronista no es pedir -o dar- un subsidio para cada problema.
El modelo sindical actual ha muerto: no frena la desocupación, promueve denuncias ante la Organización Internacional del Trabajo por violación de la libertad sindical y solo 28% de los trabajadores está agremiado. Convalida que los policías monotributen, sin un gremio que los proteja, que los enfermeros estén precarizados profesionalmente y que los trabajadores pasivos sigan empobrecidos con su movilidad por carecer de representación. Los barones sindicales obstaculizan el avance de la clase trabajadora y el empleo formal.
Debemos evolucionar y volver a trabajar. Cambiar el monopolio sindical por un sindicalismo que le sume responsabilidades a los derechos laborales. Para salir de la pobreza necesitamos que el Estado deje de imprimir billetes sin respaldo que generan inflación y le de educación a la gente para que obtenga trabajo, no changa.
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