Todas las manadas, la manada

Reflexiones acerca del fracaso y la tozudez necesaria para ir contra la corriente

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Con cierto regodeo, en forma atildada y bien preparada su gola, el funcionario que todo lo sabe, desde las profundidades de la estadística, los avances científicos más rampantes y hasta las enfermedades habidas y por haber, espetó a su muda audiencia: “…cuando llegue el efecto manada, ya nada nos deberá preocupar…”. Simple y contundente. Nadie podría siquiera atreverse a preguntar acerca del porcentaje necesario para alcanzar dicha inmunidad, si estuviéramos en presencia de rectas con funciones asíntotas o sobre como sería la distribución normal de la población y sus formas de agrupamiento (léase Campana de Gauss) o si las curvas esperadas serían elipses, parábolas, hipérboles o lisa y llanamente como la horquilla del Autódromo Oscar Gálvez. Juntó sus papeles y se “tomó las de Villadiego” (expresión antigua que indica huir, salir, escapar de algún sitio o desatenderse de una situación a toda prisa, sin ánimo alguno de regresar). Escuchada por mí, derivé en otros pensamientos que concatenados me llevaron a pensar acerca del máximo anhelo de muchos, para que en un catastrófico día terminemos definitivamente siendo manada o sea “un conjunto de animales, generalmente domésticos y cuadrúpedos que andan juntos y al solo cuidado de un pastor que les sabe de guía y cuidado” (Real Academia Española).

Quien esto escribe debe reconocer que ha andado gran parte de su vida a contramano. La incorrección política me ha costado buenos dolores de cabeza y nunca he sido bien entendido cuando del mero obedecer se trataba. Si he agachado la cabeza ha sido más por educación que por asentimiento a la decisión tomada por otros. Mis silencios nunca fueron aceptación, más bien cierta búsqueda de no hacer frontal mi disidencia. Sin duda que he seguido manadas, pero cada cierto trecho no podía con mi genio y hacia los límites de la comarca me iba.

Hace unas semanas, mi hijo Guido, el mayor, el que se ha vuelto tejano, me invitaba a reflexionar sobre el fracaso y pensar sobre aquellos que en algún punto decidieron ir contra la corriente, chocaron y chocaron, pero que en su perseverancia lograron sus complejos objetivos fijados. Son los que dijeron en un momento de sus vidas: “Ey, me voy de cacería, este rebaño no me lleva a ningún lado y ese tonto boyero que nos acorrala no entiende nada”. Claro, los casos que me citó no son menores, tales como que Steve Jobs fue reprobado dos veces para ingresar a una universidad, la cual luego abandonó, o las Editoriales que rechazaban las novelas de Stephen King diciéndole: “No estamos interesados en su ciencia ficción que trata de utopías negativas. No venderán nada”. Una lógica y adecuada cantidad de fracasos le dará temple para ir por la otra base. Sin embargo, si usted mismo o una sociedad completa arrastra décadas de fracasos acumulados seguramente deberá buscar el origen de tanta estupidez acumulada. Se dice que Thomas Edison hizo algo así como mil intentos antes de dar con la bombilla de luz buscada, ya que los filamentos no soportaban más de unas pocas horas con carga eléctrica. Finalmente, en una fría noche de octubre de 1879, en Menlo Park, California, y ante tres mil personas, logró su objetivo. La lámpara de luz soportó cuarenta horas encendida. Edison, Jobs, King y tantos otros no quisieron ser cardumen. Alguien dijo por allí que “el hombre que se adapta a las circunstancias no produce progreso y que por el contrario aquel que busca que las circunstancias se adapten a él, son los que provocan finalmente cambios en la sociedad”. ¿O acaso Bill Gates, Henry Ford y Albert Sabin no fueron obstinados detrás de ideas o proyectos revolucionarios?

Tomemos a José Ortega y Gasset (1883-9155) con su libro quizás más reconocido, “La Rebelión de las Masas”, donde nos describe cómo funcionarían las multitudes deduciendo que a mayor aglutinamiento, mayor docilidad tendrían. Esto luego llevaría a esas “masas” a la pérdida del individualismo, transformándose así inexorablemente en una mayoría silenciosa. Vale la pena citar, que aún el mismo Ortega y Gasset, en esos tiempos, tenía su grado de incomprensión y desaprobación, pues este famoso libro fue publicado primero en capítulos por el Diario El Sol, dado que no era aceptado por las editoriales importantes del momento. “La Rebelión de las Masas” fue escrito en pleno ascenso del fascismo y debe de ser entendido en ese contexto. El filósofo español no era adicto a esta fuerte tendencia política, sino que por el contrario afirmaba que el liberalismo era la única forma posible de crecimiento y desarrollo. Un hombre hecho “masa”, solo seguiría la corriente y estaría a merced del guía psicótico de turno. Si bien Ortega y Gasset parecía no estar muy propenso al acceso en el poder de los “Hombres-Masa”, indicaba que de esos rebaños podían surgir rebeldes que podrían cambiar el discurrir de la historia, para lo cual debían rebelarse contra los sistemas vigentes.

Siguiendo la línea de entendimiento acerca que el progreso viene de la mano de los rebeldes y no de los “Hombre-Masa”, Ortega nos enseñaba que el hombre está inmerso en diversas concepciones físicas, mentales, sociales, económicas (Yo soy yo y mis circunstancias). Leamos este párrafo de “La Rebelión de las Masas”: “El hombre-masa recibe del Estado todo y esto lo induce a la aprobación y a la falta de activismo. Este hombre-masa olvida que el Estado no puede resolver todos los problemas. El Estado terminará absorbiendo la sociedad civil y el individuo ya no tiene un espacio para crecer y demostrar sus capacidades. El Estado es el mayor peligro para los que quieren salir del coro: ya no es un medio (como en la concepción liberal), sino que se ha convertido en un fin”. ¿Algún paralelismo con la actualidad?

Es demasiado común la frase “que solo fracasa el que intenta”, pero quizás es buen momento para insertarla. Siempre he admirado a los que cuentan sus fracasos y no sus éxitos o más aún a los que cuentan todo los problemas que tuvieron que atravesar para llegar a una cierta posición. El engreído, infalible y nunca perdedor no es un ser real. Es simplemente un incapaz de mostrar sus zonas más débiles y, por lo menos para mí, merece santa misericordia acompañada de un falso aplauso y una piedad callada para mis adentros. Mi pensamiento es “si quieres un aplauso, lo tendrás”.

En estas historias de rebeldías, de la búsqueda de algo diferente y de escapar de los mansas corrientes, contaré como cierre algo muy poco conocido ocurrido allá por 1984 con mi amigo de utopías empresariales Pablo Galli Villafañe, cuando los mangos eran escasos y abundantes las ambiciones. Entre vanas y largas divagaciones sobre “qué hacer”, decidimos presentarnos en la Oficina de Patentes y Marcas (si mal no recuerdo cerca del Palacio de Tribunales) y muy grandilocuentemente dijimos: “Venimos a patentar el cometa Halley. El cometa Halley es nuestro”. Para los que no saben, dicho cuerpo celeste tiene un período orbital sideral de unos setenta y cinco años. Su anterior paso en 1910 había provocado una enorme incertidumbre en la población, ya que se discutía fervientemente si tocaría o no a nuestro planeta, si la raza humana correría peligro y algún que otro disparate más. Si bien faltaban un par de años para que llegara (eso sería en 1986), ese era un detalle menor para estos dos muchachones audaces e irreverentes, que se sentían algo así como los misioneros del espacio.

No hace falta que le explique al lector que fuimos casi despedidos de la oficina en cuestión. Demasiada locura para tanto formal papeleo burocrático. Sin embargo, abogados mediante, logramos patentar la marca “cometa Halley” en varias categorías, ya que hete aquí que nadie lo había hecho previamente. A los pocos meses, el Cometa “ya era nuestro”, nadie podría decir lo contrario. Los herederos de Edmund Halley (1656-1742) no vendrían a un país perdido a reclamar lo que quizás era suyo. En el laberinto de Parque Chas, precisamente en la casa del querido y recordado Jorge Guinzburg (1949-2008), surgieron las primeras ideas publicitarias, bocetos y logotipos, en suma materiales para intentar vender esta licencia. El cometa se acercaba a la Tierra y no era cuestión de amilanarse y debíamos vender la idea a alguien que quisiera lanzar golosinas, juguetes, alimentos o lo que fuera con la marca “cometa Halley”. Para no achicarnos, una vez aprobada la marca, le agregamos contundentemente la frase “Única Marca Oficial” o sea unos atrevidos sin descaro. Recibimos una sustanciosa oferta de una gran agencia de publicidad (me reservo el nombre), que a su vez la revendió a diversas empresas que lanzaron productos para la ocasión. Después de todo, el cometa solo pasaría por la Tierra un par de días y, por ende, no sería marca destinada a permanecer en el tiempo. El decoro y la vergüenza no me permiten contar sobre la cantidad de risotadas de parte de prospectos que no podían creer que “el cometa era nuestro”, por lo menos desde el punto de vista marcario. No sé cuantas empresas o personas en el mundo ganaron dinero con el paso de su estela, pero nosotros fuimos de los pocos. Argentina, tierra de generosidad.

Aprovecho para decirle a nuestros herederos, que la marca prescribió hace muchos años, por lo cual ya no es nuestra y que para el 2070 (nueva aproximación del Cometa a la Tierra) quizás puedan intentar el registro nuevamente, aunque tal vez fracasen. Adelanto que tendrán diversión asegurada, por lo cual, bien habrá valido el propósito. Fracasar es un buen primer paso.

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