Los primeros pasos de la Administración Biden en Medio Oriente

El nuevo gobierno insinúa una combinación de continuidades y cambios en su estrategia diplomática frente a la región. Sin embargo, sus intereses estratégicos se reorientan de manera irreversible hacia el Asia-Pacífico

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Gira de Joe Biden por
Gira de Joe Biden por Medio Oriente en 2016

Los primeros pasos de las nuevas autoridades norteamericanas en la siempre compleja y cambiante realidad de Medio Oriente parecen mostrar la consolidación de tendencias de largo plazo con alteraciones puntuales en la relación de Washington con tres actores clave de la región: Arabia Saudita, Irán y el Estado de Israel.

La llegada de la Administración Biden podría significar un nuevo desafío en las relaciones del Reino de Arabia Saudita con los Estados Unidos. El vínculo saudí-norteamericano, inaugurado en la cumbre en el USS Quincy el 14 de febrero de 1945 entre el Presidente Franklin D. Roosevelt y el Rey Abdul Aziz Ibn Saud se ha mantenido en su esencia hasta nuestros días y consiste básicamente en las garantías de seguridad del Reino a cambio del abastecimiento energético para los Estados Unidos. Ese lazo alcanzó su mayor proximidad precisamente durante la era Trump, que eligió a Arabia Saudita como su primer destino internacional -el segundo fue Israel- y bajo cuyo mandato se celebraron fabulosos contratos de venta de armas al Reino.

Pero Arabia Saudita y las otras monarquías del Golfo deben enfrentar el doloroso hecho de que muy probablemente el petróleo perderá importancia -relativa- en el futuro, una circunstancia a la que se se suma la realidad de que los Estados Unidos han logrado en la última década alcanzar su meta de largo alcance de autoabastecimiento en materia energética.

A su vez, la llegada de un nuevo gobierno en los Estados Unidos tiene lugar cuando el Reino enfrenta el desafío de un cambio generacional en su conducción toda vez que el actual Rey Salman bin Abdulaziz tiene 85 años y ha delegado la conducción del día a día en el príncipe Mohammed bin Salman (MBS) de sólo 35 años.

Tras su designación como heredero en 2017, algunas expresiones de MBS -por caso admitiendo que podría promover un “desacople” con el wahhabismo, la corriente político-religiosa sunnita fundamentalista que se encuentra ancestralmente interrelacionada con la monarquía saudí o en favor del Estado de Israel- despertaron inicialmente esperanzas de alguna apertura de la archiconservadora monarquía saudí.

Pero otras circunstancias pusieron en aprietos al nuevo gobernante saudí. Las imputaciones por la muerte del disidente y periodista del Washington Post Yamal Khashoggi quien fue desmembrado en el consulado de Arabia Saudita en Estambul en octubre de 2018 y el rol atribuido a MBS en su rol de ministro de Defensa en la guerra civil en Yemen, un conflicto que lleva más de cinco años, provocaron la condena hacia el nuevo hombre fuerte del Reino.

Presumiblemente la derrota republicana haya sido una noticia mal recibida en Riad dado que la salida del magnate de la Casa Blanca habría clausurado el idilio de Washington con MBS. Aquellas suposiciones parecieron confirmarse días después del 20 de enero cuando, en un discurso ante funcionarios diplomáticos del Departamento de Estado, Biden anunció un recorte de ayuda a Arabia Saudita en su esfuerzo militar en la guerra civil en Yemen, donde el Reino respalda al gobierno legítimamente reconocido por Naciones Unidas, impugnando la guerra civil en ese país como “un desastre estratégico y humanitario”. Esa convicción llevó a las nuevas autoridades a quitar la calificación como terroristas de los rebeldes hutíes auspiciados por Irán.

Pero el conflicto interno en Yemen no se agota en la lucha por el poder en esa desfavorecida nación sino que constituye un escenario para la rivalidad fundamental entre Arabia Saudita e Irán por la hegemonía regional, un enfrentamiento que encarna en el presente histórico la atávica enemistad entre sunnitas y shiítas.

El cambio de administración norteamericana coincide con el 42 aniversario de la Revolución iraní de 1979, un suceso clave de la historia reciente y cuyas consecuencias se proyectan aún hoy. La caída de la monarquía pro-occidental del Shah Mohammed Reza Palevi fue seguida por la instalación de un régimen teocrático fundamentalista que convirtió al mayor aliado en el mayor enemigo de los Estados Unidos en Medio Oriente.

Las pretensiones iraníes de completar su plan nuclear ocupan el centro de atención en la materia. Durante la campaña electoral, Biden criticó la retirada norteamericana del acuerdo nuclear con Irán logrado en el tramo final de la Administración Obama, una medida que Trump adoptó como parte de su política de “máxima presión” sobre el régimen islamista. Biden adelantó que buscaría reincorporar a los EEUU a aquel acuerdo, en una suerte de reivindicación del legado del gobierno en el que sirvió como vicepresidente.

Como consecuencia de ello, previsiblemente, la derrota de Trump alimentó algunas esperanzas en Teherán. Sin embargo, entrevistado por la CBS, Biden anunció que su administración no levantará las sanciones económicas contra Teherán hasta tanto el régimen iraní no reduzca el nivel de enriquecimiento de uranio acordado en el acuerdo alcanzado entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad.

Las palabras del jefe de la Casa Blanca fueron interpretadas como una resistencia ante las presiones de los iraníes acaso excesivamente ilusionados con un vuelco repentino con respecto a la política de la era Trump. Una cierta ansiedad se dejó traslucir horas más tarde cuando el canciller iraní Mohammad Javad Zarif señaló que la ventana de oportunidad para una aproximación norteamericana con su país “se estaba cerrando”.

El apuro de Irán podría estar vinculado con el hecho de que su economía está seriamente afectada por la incidencia de las sanciones aplicadas como consecuencia de su controvertido comportamiento internacional. Un observador advirtió que si bien Biden no es Trump y que a pesar de que no tuitea ni hace amenazas públicas, tampoco necesariamente va a repetir los pasos de Obama.

En tanto, dos días más tarde se conoció el informe anual de inteligencia militar elaborado por las fuerzas armadas de Israel (IDF, por sus siglas en inglés) en la que el Estado judío advirtió que Irán podría completar su programa para alcanzar la posesión de armas nucleares en tan sólo dos años. Naturalmente, la perspectiva de un Irán dotado de armas nucleares constituye una perspectiva inaceptable para Israel, un pueblo que atravesó la experiencia traumática del Holocausto.

En simultáneo, en una declaración casi sin precedentes, el ministro de Inteligencia iraní Mahmoud Alavi reconoció que su país podría procurar poseer armas nucleares si se mantienen las sanciones. Sus dichos sorprendieron toda vez que normalmente los iraníes niegan que su programa nuclear contenga fines que excedan los meramente pacíficos. Alavi explicó que “la fatwa (decreto religioso) del líder supremo prohíbe las armas nucleares” pero que “si nos empujan en esa dirección, entonces la culpa no será de Irán sino de quienes lo hagan” y graficó la situación con la de un gato arrinconado que “puede llegar a mostrar un comportamiento que un gato libre normalmente no tiene”.

En simultáneo, un informe del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) al que tuvo acceso el Wall Street Journal a mediados de la segunda semana de febrero advirtió que Irán comenzó la producción de uranio metal, un material que puede usarse para formar el núcleo de un arma nuclear, lo que representaría una importante violación al acuerdo nuclear de 2015. La agencia -cuyo director general es el embajador argentino Rafael Grossi- está encargada del monitoreo del acuerdo y recordó que “Irán se comprometió a no participar en la producción de uranio metálico ni a realizar investigación y desarrollo sobre metalurgia de uranio durante 15 años”. Especialistas en la materia sostienen que la utilización de uranio metal difícilmente se circunscriba a objetivos civiles, lo que hace pensar que se trata de una maniobra de Teherán para presionar a las nuevas autoridades norteamericanas.

La política norteamericana frente a Irán resulta inseparable de la posición de Israel. Al igual que Arabia Saudita, Israel es un firme aliado de los Estados Unidos en la región. Esa realidad se ve fortalecida por la condición adicional de que la colectividad judía en ese país mantiene una importante influencia en la política norteamericana.

Desde la creación del Estado de Israel en 1948, los Estados Unidos han mantenido una relación de cercanía con sus diferentes gobiernos alcanzando tal vez el punto de mayor afinidad durante la Administración Trump en cuyo periodo las autoridades de Israel experimentaron un respaldo prácticamente incondicional a sus reclamos.

La llegada de la Administración Biden, en tanto, abre un interrogante para la dirigencia del Estado judío toda vez que si bien se descuenta que Washington se mantendrá como firme aliado de Israel, es muy factible que la relación no tenga el grado de extrema correspondencia del tándem Trump-Netanyahu.

Este cambio de actitud de Washington encuentra al gobierno israelí del Primer Ministro Benjamín Netanyahu en medio de un proceso electoral -el cuarto en dos años- en el que se decidirá si logra extender su prolongada permanencia de catorce años (no consecutivos) en el poder, en un récord que incluso superó al del fundador del Estado David Ben Gurión.

La ausencia de un llamado de Biden hacia Netanyahu pareció incomodar al gobierno israelí, una situación que fue marcada de forma heterodoxa por el ex embajador israelí en Naciones Unidas Danny Danon en un tweet que rápidamente se viralizó y que rezaba: “#POTUS Joe Biden, has llamado a los líderes de Canadá, México, Reino Unido, India, Francia, Alemania, Japón, Australia, Corea del Sur y Rusia. ¿Acaso no ha llegado el momento de que llames al líder de Israel, el mayor aliado de los Estados Unidos...? El teléfono del Primer Ministro es el 972-2-6705555”.

En un mundo plagado de híper-sensibilidades, algunos observadores advirtieron que la demora del llamado de cortesía de la Casa Blanca pareció “diseñada” deliberadamente para incomodar al premier israelí, cuyo equipo recordó que Obama se comunicó con Netanyahu al cuarto día de asumir y Trump en el tercero.

Al igual que los saudíes, el líder del Likud estaría viendo confirmados sus temores sobre el cambio de administración en los Estados Unidos. Algunas voces indican que Netanyahu y MBS podrían ser “huérfanos” de Trump y su influyente yerno Jared Kushner y que los días más felices en su relación con Washington habrían quedado definitivamente en el pasado. Esta interpretación indica incluso que Biden no vería con malos ojos la llegada de un nuevo jefe de gobierno israelí.

Un cierto hartazgo con la figura de Netanyahu -quien a su vez enfrenta un proceso judicial en su contra- no se circunscribe a los ámbitos liberales de Israel. Este cansancio también existiría en el seno de la Administración y sería el derivado de lo que algunos calificaron como la humillante situación que el premier provocó en su día al gobierno de Obama. Más precisamente cuando, el 3 de marzo de 2015, Netanyahu despertó grandes ovaciones al presentarse ante el Capitolio denunciando el acuerdo nuclear con Irán que en esos momentos la Administración Obama-Biden estaba negociando.

En medio de la campaña electoral, Netanyahu advirtió el día 11 que las Alturas del Golán “fueron y serán parte integral del Estado de Israel”. Sus declaraciones parecieron dirigidas al nuevo secretario de Estado Antony Blinken quien en una entrevista en la CNN no ratificó la decisión de Trump de reconocer la soberanía israelí sobre el Golán -un territorio disputado por Siria- aunque sí hizo lo propio con respecto a la del polémico traslado de la Embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén.

Así han transcurrido las primeras semanas de la Administración Biden en relación con la fascinante e inagotable política de actores clave como Arabia Saudita, Irán e Israel. Esas tempranas aproximaciones parecen insinuar una combinación de continuidades y cambios en la nueva diplomacia de Washington frente a la región. En un marco en el que Medio Oriente podría estar perdiendo importancia -en términos relativos- toda vez que Estados Unidos logró alcanzar su autoabastecimiento energético y en tanto sus intereses estratégicos parecen reorientarse en el futuro inmediato de manera irreversible hacia el Asia-Pacífico.

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