“Cuando la dirigencia política se convierte en aristocracia hereditaria y se enriquece, lo hace siempre al precio de empobrecer a su pueblo”. Y hasta algunos –enriquecidos- asumen la convicción de la nueva clase a la que por la misma política lograron acceder. En términos religiosos expresarían “la fe del converso” pero en política eso se entiende como el fanatismo de la traición. Un gesto de autenticidad del corrupto o sólo la auténtica inconsciencia a la que conduce la corrupción.
Un peronismo oxidado y sin ideas, una historia usurpada por “logreros”, reivindica a veces a Cuba, otras a Venezuela y otras, intenta unirse a fracasos políticos de países hermanos. Todo ello es esencialmente anti peronista. Ese izquierdismo universitario no tiene derecho a degradar una historia inventando fracasos que ni en las peores épocas nos pertenecieron. La verdadera política es la exterior, donde las naciones tienen intereses permanentes y no pretensiones ideológicas. Necesitamos afirmar la relación con los países hermanos y tener una política equidistante y respetuosa tanto de Estados Unidos como de China. Ese complicado equilibrio exige un talento hoy ausente. Confundir ideologías con destino exterior es tan infantil como demodé, tan ridículo como carente de sentido.
Para el peronismo, el respeto a los gobiernos fue siempre esencial, jamás cayó en la tentación pueril de pretender la expansión de su modelo. Esta frivolidad de reivindicar algunos personajes como si existiera una “internacional progresista” nos enfrenta con los gobiernos cuya amistad necesitamos sin que sirva para recuperar un pasado cuya virtud está más en la imaginación de los burócratas que en la memoria de los pueblos a los que imaginan representar. Tan absurdo como el gobierno anterior imaginando una “hermandad de los negocios”. Dos visiones desafortunadas de la política exterior, espacio donde se debaten intereses sin importarle a nadie tus pretendidas convicciones. Ni participar de las fiestas de los ricos enriquece, ni rememorar sueños continentales beneficia a los pueblos.
Dos opciones retrógradas nos acompañan, la primera resulta ser un triste recuerdo de la fracasada revolución socialista y la otra es la de los que reviven una libertad de mercado que no se dio en ningún lugar del mundo y que ya fue superada hasta en las mismas concepciones intelectuales imperantes. Ni los mercados son los que forjan naciones ni el estatismo es el mentor de las revoluciones.
Necesitamos un modelo productivo que genere riqueza y trabajo, un proyecto de sociedad que detenga el crecimiento de la pobreza que es hoy el único logro de las dos burocracias que nos pretenden conducir. Dos burocracias que coinciden en la ausencia de sentido patriótico y a las que une el espanto. Superemos esa idea remanida de “oligarquía agropecuaria”, los ricos de hoy son improductivos y frente a ellos el agro es generador de riqueza y parte esencial de nuestra escuálida “burguesía nacional”. Enfrentar al agro hoy en lugar de asociarse a él para expandirlo muestra una incapacidad de asumir el presente. El riego podría ofrecer las tierras que algunos sectores imaginan colonizar. El riego y el esfuerzo prometen muchas más opciones productivas y de nuevas colonizaciones que la usurpación y podría aportarnos un desafío esperanzador. El Estado necesita colaborar con el sector agropecuario, con créditos y proyectos, con esa enorme capacidad tecnológica que poseemos y nos puede apalancar un crecimiento productivo. Salgamos de la denuncia a la propuesta y de ciertos nichos de ciencia socialista. Somos capitalistas, necesitamos salir del resentimiento. Algunos pretenden imponer “foto multas” en lugar del desafío de un modelo integrador. La burocracia se torna cada vez más parasitaria y los grupos concentrados la acompañan en la humillación del ciudadano y su conversión en dependiente del poder político y económico de turno, que más allá de pretensiones progresistas suelen formar parte del mismo sistema.
Hay un nivel de concentración de la riqueza en el que la democracia se torna un consuelo o un placebo ya que el verdadero dueño no se altera por esos resultados. Los partidos reparten prebendas, fortunas para sus dirigentes, salarios para sus militantes y subsidios para sus víctimas. Y confrontan con los verdaderos productores de riqueza con parecida agresividad a la que impone el prestamista con su oprimido. La soberbia de los ricos es la misma que la de los funcionarios, comparten el sentirse vencedores y sólo se enfrentan en las formalidades que organizan para oprimir a las mayorías. Hay libertad de opinión, siempre que asumamos que disentir con el modelo liberal imperante somete al silencio y la marginalidad.
La Revolución Francesa terminó con la sangre azul, mientras que en Argentina hoy los servicios públicos privatizados y las burocracias asociadas al gran capital engendran una pretendida aristocracia de “vencedores” donde los desalmados progresistas de “La Cámpora”, como los elegantes moralistas del PRO, se unen en el desprecio y la ignorancia de los caídos.
No tenemos partidos que discutan el rumbo, el modelo, la concepción del futuro. Solo grupos de poder que confrontan entre ellos por los negocios y los medios de comunicación. Muy pocas voces sobreviven a las sectas de “la grieta”, a esa cárcel de cómplices ideológicos y rentables que más que un partido político se asemeja a un barrio privado.
La política debe recuperar su derecho y su obligación de pensar el futuro colectivo más allá de los intereses que afecte. Fuimos un país de productores y obreros, en el presente dominado por intermediarios, políticos, oscuros operadores y subsidiados, con un Estado absolutamente dependiente y asociado al poder económico. Así no hay Patria, debemos recuperarla, y eso implica pensar el futuro y lograr convertirlo en propuesta colectiva. Eso es mucho más que votar, es más que una urna, impone recuperar un destino común. No sabemos cuándo, pero no queda otra salida que enfrentarlo y forjarlo. Lo demás es habituarse a vegetar en esta decadencia.