Carlos Menem, el hombre que me rompió la cabeza

Hay que reconocer que —con todo y a pesar de todo— fue un estadista. De eso no hay ninguna duda. Y a diferencia de quienes lo sucedieron siempre fue tan seguro de sí mismo que se rodeaba de gente superior intelectualmente pero que respetaba su manejo del poder

FOTO DE ARCHIVO- Carlos Menem en fotos de 1990 y en 1999, al principio y al final de su gestión

Le gustaban las mujeres. Y mucho. Yo tenia 19 años, me encantaba la política, usaba minifaldas, y me llevaba el mundo por delante. Cualidades suficientes para que el director de Sur —el diario financiado por el PC argentino y dirigido por Eduardo Luis Duhalde— decidiera que era la persona indicada para seguir de punta a punta la campaña de Carlos Saúl Menem.

Para Recoleta era el patilludo riojano. Para el interior profundo, que se iniciaba ahí nomás de la General Paz, encarnaba la esperanza de un futuro mejor, posible y alcanzable. Fue el último de los caudillos. Y en los 90 el mundo se rindió a sus pies.

Empático, seductor, con una memoria prodigiosa, astuto, seguro de sí mismo, sibarita de la vida y con una capacidad única para navegar, disfrutar y administrar el poder, Menem recorrió de punta a punta el país y el 14 de mayo de 1989 se convirtió en el primer presidente peronista post dictadura.

Yo venía de militar en la izquierda en mi adolescencia así que su discurso anodino con frases incontrastables pero marketineras (salariazo, revolución productiva, síganme que no los voy a defraudar) estaban lejos de mi aspiración intelectual. Pero cada vez que llegaba a un pueblo o ciudad, cada vez que bajaba de su Menemóvil, cada vez que se acercaba a la gente no podía evadirme de esa magia. Lo amaban, lo adoraban, lo idolatraban. Era imposible para cualquier ser humano no dejarse subyugar por semejante demostración de carisma.

Me terminó convenciendo pero no lo voté. Y la única razón fue que estaba a más de 400 km de distancia de mi domicilio. Cubriendo justamente su voto como candidato en La Rioja. Si no, juro que lo habría votado. Su carisma había subyugado mi formación.

Fue pragmático, liberal, se metió al establishment porteño en el bolsillo en un abrir y cerrar de ojos. Nunca comulgué con sus ideas. Y nunca me reprochó ni una linea de mis escritos. A pesar de que mi pluma siempre intentaba sacar a la luz sus zonas erróneas. Que eran muchas.

Debo confesar que se ganó mi cariño personal. Porque siempre fue un caballero. Y porque era un personaje querible. Pero con quien más me encariñé fue con su familia.

Las imágenes se me amontonan en mi cabeza de momentos vividos tan de cerca. Mirtha Legrand me apodó por entonces la “menemóloga” y me sentaba generosa a su mesa para que contara intimidades del poder.

La década del 90 tuvo hijos y entenados. Estábamos quienes como yo con éxito profesional y trabajo asegurado nos endeudábamos en dólares y nos comprábamos nuestro primer auto y nuestra primera casa y estaban quienes iban siendo barridos debajo de la alfombra porque la pobreza no se contabilizaba. Se escondía.

El menemismo en el poder parió una generación individualista, frívola y carente de valores. En lo personal me rompió la cabeza. Era difícil no dejarse llevar por las burbujas del Champagne perteneciendo a los elegidos. Tal fue mi borrachera que me terminé enamorando de uno de sus emergentes. A lo lejos me entiendo y me perdono. Por suerte ya volví a mi eje

Hay que reconocer que Menem —con todo y a pesar de todo— fue un estadista. De eso no hay ninguna duda. Y a diferencia de quienes lo sucedieron siempre fue tan seguro de sí mismo que se rodeaba de gente superior intelectualmente pero que respetaba su manejo del poder.

Podía jugar al golf todo el día pero en un segundo tomaba una decisión con solo un llamado telefónico.

Una imagen me viene todo el tiempo a la cabeza desde que lo internaron por última vez. Yo logré llegar antes que la comitiva presidencial a Ramallo donde agonizaba su hijo Carlitos aquel trágico 15 de marzo de 1995. Había logrado colarme dentro del Hospital y aguardaba las novedades en la oficina del director.

De pronto escucho muchos pasos que se acercan. Me asomo y me cruzo con él. Acababa de enterarse que su hijo había muerto. Me miró y encogió los hombros como diciendo que no había nada más que hacer.

El dolor que trasmitió me hizo pensar que nunca podría reponerse. A las 48 horas, con su hijo ya en tierra, volvió a ser el de siempre. Impensado para cualquier ser humano de a pie.

Murió un animal político. Un hombre que no pasó desapercibido para quienes lo conocieron. Los años me hicieron poder escindir su ideología, que nunca compartí, de su don de gente. Y les puedo asegurar que, a su manera y teniendo en cuenta que los políticos son de una raza distinta a la nuestra, Carlos Menem fue, para los suyos, un buen tipo.

QEPD

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