Carlos Menem llegó a la Presidencia de la Nación en tiempos de profundas transformaciones en el escenario mundial y en medio de la crisis económica fenomenal en que se vio atrapada la Argentina en el final de los años 80.
Durante sus diez años y medio en el poder (1989-1999), consolidó la democracia inaugurada por su antecesor Raúl Alfonsín, inició un drástico cambio en la política exterior, puso en marcha un plan de estabilidad y crecimiento y buscó cerrar las antiguas antinomias que dividían a los argentinos.
Interpretando el momento histórico que le tocó protagonizar, lanzó un programa de inserción internacional surgido de una lectura realista de las grandes transformaciones que se produjeron entre 1989 y 1991 cuando cayó el Muro de Berlín, se derrumbaron los regímenes comunistas de Europa Oriental y se desintegró la Unión Soviética. La Guerra Fría había llegado a su fin.
Fue entonces cuando los Estados Unidos emergieron como la única superpotencia a escala global. Un acercamiento a Washington era el imperativo de la hora. La Argentina daría “un giro de 180 grados”. Hasta entonces, el vínculo argentino-norteamericano se había caracterizado -con pocas excepciones- por una combinación de desconfianza, malos entendidos y alguna pretendida competencia hemisférica. Esa realidad había forjado una política de distanciamiento que se remontaba mucho antes de la llegada del Peronismo e incluso del Yrigoyenismo y que tenía sus orígenes en tiempos de los conservadores. Pero en los años 90 Argentina viviría las mejores relaciones con los norteamericanos de toda su historia, al punto que el país sería reconocido con el status de aliado extra-OTAN por la Administración Clinton. A su vez, Menem mantuvo productivas relaciones con los líderes de Europa y, descartando el tercermundismo, abandonó el Movimiento No-Alineados (NOAL).
Su política pro-occidental lo llevaría a ser el primer presidente argentino en viajar al Estado de Israel (el segundo fue el presidente actual), -una visita que en su día Alfonsín había prometido concretar pero que su canciller Dante Caputo le hizo desistir- y a hacer lo propio en la primera gira oficial de un mandatario argentino al Reino Unido después de la guerra de Malvinas.
Pero al tiempo que Menem realizaba una política de acercamiento con los Estados Unidos, no descuidó las relaciones con los vecinos sudamericanos. Continuando una política lanzada por Alfonsín, se institucionalizó la integración regional del MERCOSUR a través de los tratados de Asunción (1991) y Ouro Preto (1994). A su vez, durante su mandato concluyeron los últimos diferendos con Chile, logrando cerrar las disputas territoriales con un país con el que compartimos más de cinco mil kilómetros de frontera terrestre, la tercera más extensa del mundo y con el que habíamos estado al borde de la guerra en dos oportunidades en los últimos cien años, más precisamente en la Navidad de 1901 y en la de 1978.
Al llegar al poder, Menem encontró una calamitosa situación económica. No toda la culpa era de Alfonsín, la verdad sea dicha. Los años 80 habían sido terribles para todos los estados sudamericanos, en buena medida por la caída del precio de las commodities y por el hecho de que en busca de controlar la inflación en los Estados Unidos, la Reserva Federal -bajo la conducción de Paul Volcker- había aumentado drásticamente las tasas de interés. Esa medida, adoptada a finales de la finales de la Administración de Jimmy Carter y comienzos de la de Ronald Reagan, transformó en agobiante el pago del servicio de la deuda pública de casi todos los países en vías de desarrollo. A partir del default mexicano de 1982, una “Década Perdida” esperaba a los países de la región sudamericana. Naturalmente, la Argentina no escapó de esa realidad. Decenas de años de inflación, déficits y un persistente aumento del gasto estatal llevaron al colapso de la economía argentina hacia fines de 1988 y comienzos de 1989. La falta de inversiones hizo que aquel verano los argentinos soportasen extendidos cortes de luz y racionamiento de combustibles. Consumido por la crisis, el Presidente Alfonsín se vio obligado a “resignar” el poder seis meses antes del cese del mandato constitucional. En ese momento, en medio de la hiperinflación que provocó un descontrol total de la economía, la Argentina se encontraba en cesación de pagos y en el Banco Central las reservas no superaban los sesenta millones de dólares. En el otoño y el invierno de 1989 la Argentina parecía en un tobogán. Fue entonces cuando el nuevo gobierno lanzó una reforma económica y una reforma del Estado, en el marco de un acuerdo político entre los dos partidos mayoritarios, el PJ y la UCR.
En materia económica, Menem logró una importante modernización del país y a partir de la llegada de Domingo Cavallo al Ministerio de Economía en 1991, derrotó la inflación, logrando reducir en gran medida la tasa de pobreza que había estallado con la hiperinflación de 1989. Mientras tanto, se consiguió mejorar sustancialmente la calidad de los servicios públicos en la mayoría de los casos a partir de un programa de privatizaciones que ya había sido intentado -infructuosamente- por sus antecesores. Durante la década del 90 registró un importante crecimiento (en especial entre 1991-1994 y entre 1996-1998) en un contexto internacional que si bien fue mejor que el de los años 80, resultó infinitamente menos favorable que el de la década siguiente. La economía argentina creció a un promedio de 4,9% entre 1990 y 1999.
Pero acaso los méritos más trascendentes de su gobierno no están circunscriptos a su plan de estabilización, modernización y a su política exterior.
En procura de cerrar las heridas del pasado y con miras a la reconciliación nacional, se repatriaron los restos de Juan Manuel de Rosas y Menem llegaría a abrazarse con el almirante Isaac Rojas, acaso el máximo representante del antiperonismo. Y a diferencia de los nostálgicos de luchas imaginarias que se inventan pasados inexistentes y supuestas resistencias heroicas, Menem perdonó a sus carceleros, los que lo mantuvieron como preso político durante largos años después del golpe del 24 de marzo de 1976. Aquellos que incluso le habían negado asistir al entierro de su madre. En busca de pacificar el país y terminar con las asonadas militares que sometieron a los gobiernos y a la sociedad argentina durante la década del 80 y los primeros años de la década del 90, no tembló al recurrir a medidas polémicas, como los indultos a los miembros de las Juntas Militares de la última dictadura militar y a las cabezas de las organizaciones terroristas.
Menem ejerció el poder con autoridad, pero con apego estricto a las formas constitucionales y durante todo su período hubo plenas libertades públicas en un clima de pluralismo. Entre 1989 y 1999 se respetaron a rajatabla las libertades individuales sin un solo día bajo estado de sitio, a la vez que terminó de consolidar el poder civil sobre las Fuerzas Armadas. A través de la privatización de los canales de televisión y radios hasta entonces en manos del gobierno, se consiguió una plena libertad de prensa como nunca antes había existido en la Argentina.
Seguro de sí mismo, no dudó en nombrar ministros talentosos. Desfilaron por su gabinete figuras de prestigio, a quienes jamás preguntó por su afiliación partidaria, y los dotó de gran autoridad. Sabía delegar. Fueron sus ministros personalidades como Domingo Cavallo, Carlos Corach, Guido di Tella, Carlos Ruckauf, Jorge Domínguez, Jorge Rodríguez, Raúl Granillo Ocampo, Rodolfo Barra, Susana Decibe, Armando Caro Figueroa, Jorge Triaca, Antonio Salonia, Alberto Kohan y Oscar Camilión.
Cometió errores. Por supuesto. Nadie está exento de ellos. En su gobierno hubo muchos casos de corrupción -como en tantas otras administraciones a lo largo de nuestra historia- y no fue ajeno a la cultura de ostentación que caracterizó a los años 90 en Occidente. Y a pesar de que al desregular la economía y al quitar del Estado la mayoría de las empresas públicas proveedoras de servicios públicos desactivó la principal fuente de corrupción estructural constituida por la existencia de una alta regulación estatal, su gobierno quedaría para siempre manchado por una extendida y persistente atmósfera de corrupción. A su vez, en su segundo mandato hubo un aumento considerable del desempleo y el país -no sólo su gobierno- se enamoró de la Convertibilidad transformando un instrumento eficaz en un dogma que a la larga resultaría insostenible. Más tarde, su intento de extenderse en el poder y su afán re-reeleccionista opacarían su figura.
En 1999 entregó el poder a Fernando de la Rúa, en la transición más ordenada que se recuerde en tiempos recientes. Por primera vez en la historia, un presidente justicialista entregaba el mando a otro mandatario de otro partido. La Argentina mostraba los mejores indicadores económicos de las últimas tres décadas y solamente era superada por Chile en materia de seguridad para inversiones. La inflación había sido derrotada y el país vivió diez años de estabilidad en un marco de plena vigencia del sistema democrático. Una prueba de ello fue la inclusión de la Argentina en el entonces incipiente G-20, membresía que el país conserva hasta el día de hoy gracias a las transformaciones de los años 90.
Dos días después de las elecciones que consagraron a su sucesor, el 26 de octubre de aquel año de 1999, el New York Times publicó un artículo titulado “Argentina after Menem” en el que destacaba que el país había logrado superar la tentación golpista y elogiaba a Menem por haber conducido la evolución del Peronismo “de movimiento demagógico a partido político responsable” y por haber conseguido “reencauzar a la Argentina a las grandes tendencias de la política internacional después de décadas de proteccionismo y oposición permanente a Washington y al mundo moderno”.
Teniendo en cuenta las condiciones en que llegó al poder, la forma en que lo ejerció y la manera en que se fue del gobierno, -a mi modo de entender- Menem fue el mejor Presidente argentino de la segunda mitad del siglo XX.
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