El inminente regreso presencial de los chicos a las aulas nos pone frente a un escenario que se dio pocas veces en los últimos años en nuestro país: un tema que cierra la grieta, en el que hay un consenso más allá de las diferencias en todos los demás ámbitos del debate público.
Ese consenso no fue fácil ni se dio desde el comienzo, pero no deja de ser bienvenido. Tampoco es unánime, sigue habiendo discusiones y disidencias, intereses y preocupaciones genuinas, pero los avances logrados nos ofrecen la oportunidad de que no haya vencedores ni vencidos o, para ser más precisos, de que haya solamente vencedores.
El camino no fue fácil. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires lideró esta demanda desde antes de que el consenso se cristalizase. Al hacerlo con visión y dejando de lado las confrontaciones partidarias, le devolvió a la educación su lugar de política de Estado que, desde Sarmiento en adelante, todos decimos defender. La educación como sostén del tejido social, como lugar de encuentro e igualador de oportunidades, no solo mediante la transmisión de conocimientos sino del encuentro con el otro.
Que la educación es una prioridad es algo que se dice todo el tiempo…. y se demuestra poco. Esta vez, sin embargo, parece que, pese a todo, los argentinos pudimos, finalmente, ponerla por delante de otras cuestiones. Todos somos conscientes del daño que la pandemia está causando en nuestro sistema educativo.
Más allá del enorme esfuerzo que han hecho docentes, alumnos y sus familias durante este año de clases no presenciales, las consecuencias negativas comienzan a verse a escala mundial y no solamente en nuestro país: más grave que el inevitable debilitamiento del nivel educativo ha sido la profundización de las desigualdades en la calidad educativa. Los alumnos de familias pobres han tenido dificultades vinculadas al acceso tecnológico, confort hogareño, disponibilidad y acompañamiento familiar que resultan indispensables para compensar las limitaciones que tienen las clases vía internet. La escuela, ya se sabe de sobra, es un dispositivo muy eficaz para atenuar las desigualdades sociales.
Cuando se limita el acceso a las aulas, al espacio público o a los bienes culturales ahondamos inevitablemente en la desigualdad social.
La escuela es, además, la base invisible sobre la que se sustenta la vida económica del país: los padres que tuvieron que hacer frente a la educación hogareña de sus hijos pudieron trabajar menos o peor, cuando pudieron.
Ha sido enorme el daño producido al tener un año lectivo entero fuera de las aulas, pero la mirada que demanda la hora nos interpela a enfocarnos en el logro de este acuerdo básico que hace solo un par de meses parecía muy difícil: volver a las aulas. Sobre todo porque, para llegar a este punto, tuvimos que superar barreras, materiales y simbólicas, que nos viene costando mucho superar. Una de esas barreras nos hace creer que para que les vaya bien a algunos les tiene que ir mal a otros. Por más que suene ingenuo, en las verdaderas conquistas sociales ganamos todos.
El debate público en Argentina en los últimos tiempos se caracteriza por hacer de temas concretos, de necesidades terrenales, insignias simbólicas que solo dejaban lugar a estar de uno u otro lado. Una y otra vez nos dejamos de preguntar por el tema del que estábamos hablando para preguntarnos a quién favorece.
El regreso a las aulas no fue la excepción por muchos meses, pero justamente por eso celebro que hayamos superado esa miopía de escala nacional que nos afecta de forma recurrente.
Sin escuelas y, mucho más aún, sin escuelas públicas, nuestra sociedad se atomizaría. Los chicos en sus casas aprenden menos pero, sobre todo, se encuentran con lo conocido, con lo similar, se pierde la riqueza de la diversidad que nos da lo público. Argentina no puede permitirse ningún otro desencuentro.
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