El 11 de febrero de 1929, el papa Pío XI y Benito Mussolini firmaron los Pactos Lateranenses, llamados también Pacto de Letrán por la ciudad donde fueron firmados.
Por dicho acuerdo, suscripto “en nombre de la Santísima Trinidad”, Mussolini dio vía libre a la creación de la Ciudad del Vaticano y le devolvió a la Iglesia todo lo clavado y plantado en sus 44 hectáreas, en poder del Reino de Italia desde el año 1870.
“Queda arreglada de modo definitivo e irrevocable la cuestión romana surgida en 1870, con la anexión de Roma al reino de Italia bajo la dinastía de la Casa de Saboya”, destacaron los considerandos.
Con motivo de los 92 años del referido acto, la Universidad de Historia Italiana de la ciudad de Valle Delle Radici analizará a través de una clase especial los alcances económicos, políticos y sociales de ese acuerdo suscripto por la Iglesia con uno de los dictadores más sanguinarios de la historia de Italia.
Un problema de larga data
En el siglo XIX todavía existían los Estados Pontificios, que incluían a Roma, y dentro de ese territorio el papa-rey gobernaba como gobernaban los potentados medievales.
En 1859 estalló una guerra entre Austria y Francia, que terminó con la derrota de las fuerzas católicas de los Habsburgo. A raíz de esta derrota, la mayor parte de las tierras papales fue anexionada al recientemente creado Reino de Italia.
El papa en ese momento era Pío IX, famoso por proclamar la Inmaculada Concepción, decretar el dogma de la infalibilidad papal, conceder veracidad a las supuestas apariciones de la Virgen en La Salotte y Lourdes, y guerrear contra la masonería.
Desde aquel hecho bélico, Pío IX ya sólo gobernaba sobre Roma y un pequeño fragmento colindante. Pero once años después recibió un golpe aún más duro: el 21 de septiembre de 1870 Víctor Manuel II se apoderó de Roma, que de nuevo volvió a ser la capital de Italia, y convirtió al Papa en un “prisionero del Vaticano”.
Este último episodio abrió una herida muy difícil de cerrar: la questione romana, que recién pudo ser cerrada 59 años después, a través del citado Pacto de Letrán.
El documento fue firmado en el palacio de Letrán por “el señor caballero” Benito Mussolini, en representación del rey Víctor Manuel, y el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Pietro Gasparri, en representación del papa Pío XI.
Este pontífice, en virtud de dicho tratado, se convirtió en el primer jefe de la Iglesia en reinar como rey de un Estado de tan sólo 44 hectáreas, enclavado en el corazón de la capital italiana.
A través de uno de los artículos, Italia reconoció la soberanía papal sobre el Estado del Vaticano, que incluía e incluye toda la Ciudad del Vaticano, el palacio de Castel Gandolfo y las basílicas patriarcales de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros, entre otras enormes propiedades.
Asimismo, se le entregó a la Santa Sede una indemnización por la suma de 750.000.000 de liras más un cupón por otros 1.000 millones en concepto de “pérdida de rentas temporales”, que supuestamente padeció la Iglesia desde 1870.
Más aún, le otorgó a la Iglesia italiana (como lo hiciera el emperador Constantino con el Edicto de Milán) una posición de privilegio como religión exclusiva del Estado.
En tal sentido, el artículo 7° estableció: “Italia reconoce y ratifica el principio consagrado en el artículo 1° de la Constitución del Reino del 4 de marzo de 1848, según el cual la religión católica, apostólica y romana es la única religión del Estado”.
Una larga lucha
La lucha por devolver a la Iglesia su lugar temporal de residencia empezó el 19 de enero de 1919, cuando un sacerdote siciliano llamado Luigi Sturzo lanzó desde Roma un llamamiento a “todos los hombres libres y fuertes” para que se adhieran a su Partido Popular Italiano, conocido como “el partido de los católicos”.
A condición de que se declare autónomo con respecto a la Iglesia y no comprometa en su accionar a la jerarquía eclesiástica, a través de un documento pontificio llamado Non expedit la Santa Sede apoyó a la nueva agrupación política.
No obstante, en 1926 el Vaticano le soltó la mano a Luigi Sturzo, y su partido se disolvió.
Mucho tuvo que ver con la referida disolución el tajante rechazo de Mussolini al objetivo del “partido de los católicos” relacionado con la independencia del Vaticano.
El “Duce” era ateo y venía de una de las regiones más anticlericales de Italia. Incluso al primer escrito que publicó en su etapa juvenil de periodista lo tituló “Dios no existe”.
Cuando el futuro “Duce” dirigía el diario socialista La lotta di clase, publicó en sus páginas una novela anticlerical titulada Clara Particella, la amante del cardenal. Incluso había definido a Jesús como “pequeño y claudicante pastor de Nazareth”.
Pero la hostilidad de Mussolini no era tanto hacia el catolicismo en sí, sino hacia la jerarquía eclesiástica, comenzando por el Papa. Por eso desde el fin de la Primera Guerra Mundial venía reclamando la “desvaticanización” de Italia.
Pero advirtió que su anticlerical modo de pensar conspiraba contra sus ambiciones políticas, que pensando así no iba a progresar políticamente en un país ultra católico como Italia.
Así que cambió de gesto y de palabras. Desde 1921 comenzó a decir que el fascismo no predicaba ni practicaba el anticlericalismo, permitió los crucifijos en las escuelas y en los organismos públicos, estableció la enseñanza de la religión católica en la educación primaria, y aumentó el subsidio estatal al clero secular.
Sus gestos de buena voluntad hacia la jerarquía eclesiástica eran claras señales de que una disposición suya de llegar a algún tremendo acuerdo con la Iglesia iba madurando.
El 22 de octubre de 1922, el cardenal Achille Damiano Ambroggio Ratti asumió al trono pontificio, con el nombre de Pío XI.
El nuevo Papa tenía entre sus prioridades la solución del viejo conflicto con el Estado italiano.
El 6 de agosto de 1926, un emisario de Mussolini llamado Doménico Barone, se reunió con Francesco Pacelli. Este era abogado del Vaticano y hermano de Eugenio Pacelli, futuro papa Pío XII. Estos dos dieron comienzo a las arduas negociaciones.
El representante del Vaticano puso sobre la mesa dos cláusulas que la Iglesia consideraba inamovible e innegociable: el reconocimiento de un Estado soberano bajo la autoridad del Pontífice y la igualdad jurídica entre el matrimonio civil y el religioso.
Después se incorporó a las negociaciones otro personaje que sería clave en este asunto: el cardenal Pietro Gasparri, secretario de Estado con dos papas consecutivos, Benedicto XV y Pío XI.
El papa, igual que el rey
Hasta que el documento se firmó, solemnemente, el 11 de febrero de 1929, y fue publicada oficialmente en la Gazzetta Ufficiale el 5 de junio de ese mismo año.
El escrito reconoció la independencia y la soberanía de la Santa Sede, la cual desde ese momento fue considerada “territorio neutral e inviolable”, hasta el punto que se prohibió “a los aeroplanos de todas clases volar sobre el territorio del Vaticano”.
Se le otorgó al Papa las mismas prerrogativas que investían al rey de Italia, Víctor Manuel.
El artículo 8° consignaba: “Italia considera sagrada e inviolable la persona del Sumo Pontífice. Las ofensas e injurias públicas que se cometieran en el territorio italiano contra la persona del Sumo Pontífice con actos, discursos o escritos serán castigados lo mismo que las ofensas e injurias a la persona del Rey”.
Por el artículo 21 se dispuso: “Todos los cardenales disfrutarán en Italia de los honores debidos a los príncipes de la sangre”.
Pío XI, tras declarar a Mussolini uomo della Providenza, afirmó: “Dios ha sido devuelto a Italia, e Italia a Dios”.
Inversiones no tan celestiales
Para administrar aquella copiosa y oportuna fortuna recibida en concepto de indemnización, Pío XI creó la Administratio Patrimonii Sedis Apostolicae (Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica-APSA), una suerte de banco central que hasta hoy sigue siendo el pulmón y el corazón de la economía vaticana.
De todo aquel dinero, usó 300.000 liras en refaccionar varios palacios vaticanos, y el resto lo colocó en rentas.
Además de palacios, acciones y títulos en numerosas compañías, la Iglesia posee hoy en Roma alrededor de un millar de departamentos que alquila a los empleados de la Ciudad del Vaticano.
Se calcula que el patrimonio en inmuebles del Vaticano supera los 20 mil millones de dólares y que su capital productivo orilla los 5 mil millones de dólares.
Toda esta fortuna está en manos de expertos banqueros laicos de diversos países, pero las decisiones económicas están en manos del Papa (hoy, de Francisco) y de una comisión de cinco cardenales.
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