La receta del fracaso: el péndulo maniqueo

Argentina logró un equilibrio. Es disfuncional y decadente, pero es un equilibrio al fin. Lo que denuncio es que diseñamos un país inviable. Este equilibrio es malo

La Plaza de Mayo, en el microcentro porteño

Ingenuidad. “No entendés cómo son las cosas en Argentina: lo que hay que hacer es lo que propuso Cristina: armar un partido político y ganar las elecciones... Y cuando tengas el poder hacer todo lo posible para que no vuelvan nunca más”. Mi respuesta es: chapeau.

La política argentina hace décadas, de hecho, funciona así. Ellos y nosotros. ¿Cómo convencer al cegado ideológicamente? ¿Cómo construir con quien no se guía por el bienestar de la patria sino por sus propios intereses espurios y facciosos? Es imposible negociar con “terroristas”. Los malos son siempre ellos, los de enfrente. “Se la robaron toda”, se afirma (curiosamente) desde los dos lados de la grieta. Los ladrones, los inmorales y, por tanto, los menos merecedores de respeto, son los otros. Nunca nosotros.

Tienen razón en algo: Argentina logró un equilibrio. Es disfuncional y decadente, pero es un equilibrio al fin. Lo que denuncio es que diseñamos un país inviable. Este equilibrio es malo. La política maniquea tiene costos y resultados. Vayamos a los datos.

¿Cómo convencer al cegado ideológicamente? ¿Cómo construir con quien no se guía por el bienestar de la patria sino por sus propios intereses espurios y facciosos? Es imposible negociar con ‘terroristas’

2021. La pobreza alcanza casi a la mitad de la población y casi a dos tercios de los menores de 16 años. Son el futuro y viven en la pobreza, postergados. Si la dictadura de Venezuela no estuviera en América latina, seríamos el país con más inflación de la región y del mundo, luego de haber logrado el podio también el año pasado. Tenemos un régimen de imposición total sobre las empresas que supera las ganancias (en lunfardo: si las empresas medianas pagaran todos los impuestos acumulados que tienen que pagar, el Estado se llevaría toda la ganancia del año y parte del capital). La maraña tributaria es tal que supera los 160 impuestos. Hay prácticamente 70.000 regulaciones que cumplir. ¿Quién empezaría una empresa en ese contexto? Quizás por eso no creamos empleo privado hace una década. Hay apenas 16 empresas cada 1.000 habitantes en Argentina, mientras que Uruguay y Chile (ya no nos comparamos más con Australia y Canadá) nos triplican y cuadriplican, respectivamente. El empleo que se crea es de baja calidad y en el sector público, sobre todo provincial, favoreciendo la aparición de feudos antidemocráticos.

Hay sólo 7 empresas cada 1.000 habitantes en el norte del país. Tenemos un riesgo país muy alto y no viene nadie a invertir. Lógico: además de la maraña tributaria, de la excesiva carga fiscal, de las complicaciones burocráticas y de la corrupción, tenemos gremios que protegen puestos de trabajo en vez de trabajadores, lo que en parte explica que la informalidad laboral roce el 50% de la población económicamente activa. Pero en vez de incluirlos armamos el sindicato de los informales (Unión de Trabajadores de la Economía Popular), conformado por dirigentes sociales que son, simultáneamente, los funcionarios públicos encargados de administrar –y controlar- los planes sociales que reciben las organizaciones que ellos mismos dirigen (como los casos de Emilio Pérsico, Daniel Menéndez y Rafael Klejzer). Es como si Paolo Rocca fuera Ministro de Producción a la vez que CEO de Techint: un disparate.

Si la dictadura de Venezuela no estuviera en América latina, seríamos el país con más inflación de la región y del mundo, luego de haber logrado el podio también el año pasado

Son datos. Podrán gustarnos poco pero eso es lo que muestra el espejo: un país debilitado institucionalmente, corrupto y económicamente decadente, donde el sueño de la movilidad social ascendente es un mito. Este es el precio que pagamos por la política de los extremos y la imposición. Es un precio muy alto, especialmente para los que menos tienen que son, a la vez, los que menos posibilidades tienen de escaparse de un sistema roto.

El péndulo entre los extremos es parte del problema del país. Gana un gobierno e impone su agenda. Gana el contrario y desarma lo construido por el anterior. Vuelven los primeros y vuelven a imponer lo propio. Sobran ejemplos recientes para esta estrategia de desarrollo esquizofrénica: condiciones para el blanqueo, retenciones, digitalización y papelización de trámites (el caso de las SAS a la cabeza), controles biométricos en las dependencias públicas, tarifas, cupos de importación y exportación, promoción de determinadas industrias, etc. Todos buscan refundar el país porque no hay ningún consenso previo ni acuerdo común sobre el cual construir un proyecto compartido. ¿Cómo lograr consensos si los de enfrente son el mal? En varios barrios porteños todavía se leen los grafitis de: “Macri es odio”. Del otro lado gritan “yegua y chorra”. En esa lógica binaria y maniquea, nosotros somos los buenos. Ellos, el mal.

La maraña tributaria es tal que supera los 160 impuestos. Hay prácticamente 70.000 regulaciones que cumplir. ¿Quién empezaría una empresa en ese contexto?

Esto genera inseguridad jurídica e inestabilidad institucional. Las reglas de juego cambian cada dos por tres. Los gobernantes evitan la tarea de gobernar y de dirimir los desacuerdos en función del bien común. Hacer eso es la base de la política. Por eso, creo que uno de los problemas del país es la ausencia de política, al entender que quien piensa diferente no puede ser parte de un proyecto compartido. Ganaron el paladar amarillo y el extremismo kirchnerista. Perdimos todos.

La solución no es la imposición de una agenda propia, por más republicana y “pura” que sea, sino la construcción de consensos que trasciendan los egos partidarios y pongan al país como prioridad. Hay gente bien intencionada en todo el espectro político: tienen que tener el coraje de aislar a los sectores radicalizados y facciosos en pos de la búsqueda de un país compartido. La patria es, realmente, el otro. Esa expresión encarna la corriente filosófica que inició Emmanuel Levinas, para la cual toda violencia se puede evitar desde una ética de la alteridad. El otro no es el enemigo por pensar diferente. Y la construcción de un suelo y de un sueño en común lo tiene que incluir, necesariamente. No se trata de decirle que sí a los caprichos de todos, sino de ser capaces de construir colectivamente un proyecto compartido.

Los resultados de la ausencia de acuerdos nacionales que orienten estrategias de largo plazo están a la vista: el país es cada vez más pobre y menos inclusivo. Hasta ahora se hizo política de este modo. Esas fueron las reglas de juego. Y así nos fue, estamos perdiendo por goleada a pesar de que pasaron por el poder todo tipo de partidos y dirigentes. ¿Y si probamos algo diferente? Ingenuo es pensar que haciendo lo mismo obtendremos resultados distintos. Einstein definía así a la locura.