-¡Oh, abuela, qué orejas más grandes tienes!
-Para escucharte mejor.
-¡Oh, abuela, qué ojos tan grandes tienes!
-Para verte mejor.
-¡Oh, abuela, qué manos más grandes tienes!
-¡Para agarrarte mejor!
-¡Oh, abuela, qué boca tan grande tienes!
-¡Para comerte mejor!
Caperucita Roja, Los hermanos Grimm.
De chica me daba mucho miedo la oscuridad. En verdad no es que me diera miedo la ausencia de luz en sí, sino encontrarme en esa oscuridad yo sola. Había una sensación como de que “algo malo me podía pasar”. Pero lo que más me aterraba no era el posible monstruo debajo de mi cama (Monster Inc había ya curado ese trauma), lo que me aterraba era el famoso mito del “hombre de la bolsa”.
Me quedaba horas despierta prestando máxima atención a los ruidos de la casa que, con el miedo, no solo se intensificaban sino que también se transformaban. Pasos sigilosos, puertas que se abrían, roces de manos que acariciaban la baranda, un juguete que se caía al piso, la luz cautelosa que se asomaba por debajo de la puerta y el miedo que crecía a cada segundo. “El hombre de la bolsa” o “del saco” es una horrorosa fábula que trata, ni más ni menos, que de un infanticida. Lo mismo con “El cuco”, “El tío Saín” y tantas otras leyendas que se usaban para asustar a les niñes y así convencerles de que se vayan a dormir.
A fin de cuentas, lo que a mí me daba miedo en aquellos tiempos era que hubiese un hombre desconocido en mi casa, porque eso siempre significó correr peligro. Ese miedo, que está absolutamente conectado a los miedos que hoy en día sigo (y seguimos) teniendo las pibas, tiene que ver con lo que simboliza el “andar o estar sola”. Lo que quiero decir con esto es que esa desprotección que sentíamos de niñes sigue estando vigente entre las mujeres hoy en día. Si bien se presenta de manera diferente por razones más que obvias, esa vulnerabilidad social de nuestros cuerpos que sentimos ante la oscuridad y la soledad es exactamente la misma.
Caminar por las calles de Buenos Aires solas es parecido a una película de suspenso de David Lynch. Podríamos decir que es como Inland Empire, solo que sin el pochoclo y la hermosa butaca del cine. En el año 2007, Mariana Enriquez dijo en un artículo para el suplemento Radar que “Inland Empire se trata de una mujer que siente –¡y no se equivoca!– que ningún lugar es seguro. [Laura] Dern grita, caminando por Sunset Boulevard, que tiene miedo. Y eso a pesar de que tiene en su poder un destornillador, arma con la que se defendió de un hombre siniestro que se asomaba desde atrás de un árbol con una lamparita roja en la boca. Ella se muere de miedo y toma el destornillador y escapa. Y le tiene miedo porque esa lamparita roja es el símbolo urbano de la lujuria. Y porque ese hombre, como casi todos los hombres que aparecen en Inland Empire, quiere violarla, poseerla, quebrarla, despojarla”. Mariana tampoco se equivoca cuando dice que Laura Dern no tiene tanto poder. Ninguna de nosotras tenemos tanto poder ante los cientos de hombres que quieren violarnos, poseernos, quebrarnos y despojarnos. El fantasma del hombre de la bolsa nos acecha en cada callejón, en cada esquina mal iluminada.
Lo más perverso de esto, para mí, es que las mujeres estamos acostumbradas a vivir con ese miedo: el miedo a que nos maten, el miedo a perder nuestra libertad, la cual está en juego constantemente.
En el célebre cuento infantil de Caperucita Roja, la mamá le dice a Caperucita que tome el camino “de siempre”, el seguro, y que bajo ningún aspecto hable con extraños. Caperucita no le hace caso a la mamá y elige confiar en este lobo que se le presenta. Uno de los más grandes problemas es que el lobo, muchas veces, no está en el camino sino adentro de tu casa. Es difícil hablar de esto, es difícil hablar de familiares abusadores, pero la pedofilia y la violencia de género no están ausentes en los hogares, no pasa exclusivamente en la calle y, es por eso que lo personal también es político. El miedo puede estar en todas partes.
El lobo de Caperucita Roja es, ni más ni menos, que un hombre mayor y desconocido acercándosele a una niña sola. Desde chicas nos enseñaron a desconfiar de esto mismo: hombres extraños. Fuimos criadas para “no corrernos de los límites”. Mejor no mostrar mucha piel, mejor no caminar por tal o cual calle. Y así es como, año tras año, fuimos mamando más y más miedo. Un miedo construido, un miedo social, un miedo acostumbrado.
Al final del cuento, Caperucita aprende la lección: “Mientras viva, nunca abandonaré el camino y nunca hablaré con extraños”. Esta puede ser una moraleja efectiva, pero desde ya que no es (no puede ser) la correcta. Esa lección es adoctrinamiento puro, es lo contrario a la libertad de los cuerpos. ¿Cómo puede ser que cambiar el camino ponga en riesgo nuestras vidas? Este miedo naturalizado debe desaparecer de manera urgente porque es lo que hace que las mujeres en la calle seamos una especie de blanco móvil, un punto débil, endeble.
El tenebroso hombre de la bolsa que invadía mis más oscuras noches sigue presente en todas las calles de Buenos Aires. No importa la hora, ni la zona. Esté donde esté puedo ser Caperucita Roja o Laura Dern. Todos los días al salir a la calle (o algunes en sus propias casas) somos la nena sola en el bosque. Las sombras de la noche que me hacían mantenerme en vigilia por horas y acurrucarme con mis peluches o taparme con la sábana hasta el último pelo de la cabeza, me acompañan hoy con veintiún años. Solo que ahora soy absolutamente consciente del peligro que corro como mujer, pero, por sobre todo, soy consciente de que la culpa no es mía, ni de Caperucita por tomar otro camino, ni de ninguna mujer.
El feminismo viene a traer luz a las penumbras de la infancia, libertad a las cárceles de la adultez y alas a la memoria de la vejez. El feminismo viene a decir basta de lobos feroces, basta de miedo. Somos la cicatriz de las que ya no están entre nosotras. Somos el miedo tatuado en las venas de tanto perder compañeras. Somos las brujas que quemaron. Y, mientras estemos con vida, lucharemos para que ningún lobo se coma nunca jamás a nadie. Lucharemos para que ningún hombre de la bolsa se lleve nunca jamás a nadie. Lucharemos para que nuestra sangre no valga menos que las demás. Y para que nunca nadie, jamás, se atreva a quemarnos… ni a apagarnos la luz.
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