“La única verdad es la realidad”, dijo Aristóteles, y Juan Domingo Perón tomó como propias sus palabras para popularizar la cita en la Argentina. Independientemente de la disputa simbólica por los derechos de autor, la frase quedó obsoleta en nuestro país (y en todo el mundo) envuelta en el oportunismo de los gobiernos para dar –muchas veces aparato de propaganda mediante- la disputa por la interpretación de los hechos. En sintonía con la tesis de Nietzsche tenemos una certeza: la realidad ya no tiene una única verdad.
Hace más de 10 años, en 2010, la revista norteamericana Grist introdujo por primera vez en el debate público el término posverdad. En aquella oportunidad habló de la “política posverdad” para referirse a políticos que negaban el cambio climático. Seis años después, el diccionario de Oxford la nombró como palabra del año, luego de lo que fue el paradigmático 2016 con el triunfo de Donald Trump y el Brexit. En 2021 ya hablamos de un estadio superior: la era de la posverdad. En dicha era son incluso los propios gobiernos los que hacen de la desinformación una política pública.
Sin ninguna duda, el avance tecnológico democratizó el debate a partir de otorgarle voz a millones de personas que hasta hace algunos años sólo eran receptores pasivos de mensajes. Su positiva inclusión modificó comportamientos y dinámicas de toda la ciudadanía, pero también el devenir del contenido infinito trajo consigo un desprecio por la verdad que la política utiliza sin medir costos. Se instaló primero en las redes sociales y el otrora microclima virtual se transformó en aldea, a tal punto que hoy alcanza con programar una serie de mensajes para lograr instalar un discurso de odio contra un oponente.
La gestión de Donald Trump en los Estados Unidos afincó y profundizó el proceso. El presidente de los Estados Unidos, que quedará en la historia por decenas de escándalos institucionales que pusieron en jaque a la democracia más estable del mundo, gobernó por Twitter a partir de mensajes que poco tenían que ver con su rol como Jefe de Estado. Potenció aún más a la red social de la conversación y, apoyado por distintas acciones, encontró allí el medio de comunicación para fidelizar fanáticos. En la ciberdemocracia en la que vivimos, la calle como sujeto político se expresa minuto a minuto en el escenario digital.
El poder de la sobreinformación devenida en desinformación generó incluso mecanismos propios de verificación. Nacieron medios que solo se dedican a revisar los discursos públicos, pero aun así el fenómeno no se detiene. El marco se complementa a la perfección con un ciudadano más avaro y perezoso que está dispuesto a hacer menos para consumir información de calidad. Esto contribuye a que cualquier estrategia política pueda con él: líderes populistas que apuestan por la polarización de las sociedades para gobernar lo saben y, por eso, los extremos políticos se volvieron un refugio atractivo para gran parte del electorado. Trump, casi como un discípulo de Maquiavelo, apostó por dividir y reinar y, si no fuera por la pandemia, muchos aseguran que hubiese ganado.
La clase política se siente a gusto en este escenario ya que le es funcional para su principal objetivo: ganar elecciones. Pero también lo utiliza para gobernar cuando no hay niveles de gestión aceptables. Ni la pandemia detuvo lo que hoy se transformó en una política pública: desinformar como método para gobernar. A partir de un problema, se hace un diagnóstico y se elige una versión oficial para ese problema. Luego se instala y se realiza la evaluación pertinente. Ya no importa si la solución al problema es verídica, lo que importa es alimentar a los fanáticos para que reproduzcan dicha versión. Anuncios grandilocuentes (por ejemplo la llegada de millones de dosis de vacunas para el mes de enero en la Argentina) también entran en la misma lógica. Se trata de dar buenas noticias, aun cuando no las hay.
El desprecio por la evidencia empírica es tal que ya no se necesita información exclusiva o un periodismo de investigación meticuloso para contradecir a los actores políticos. Apenas el paso del tiempo -horas en algunos casos- los expone. Lo mismo ocurre con escándalos que en otros momentos hubieran costado la renuncia de funcionarios. El hecho queda de lado a partir de una interpretación favorable del mismo. Ni una reacción popular logra torcer la decisión oficial, ya que en la construcción del relato -de alguna manera- siempre se encuentra una justificación de lo sucedido.
La salida más fácil a esto puede ser todavía más peligrosa: endurecer controles y un avance sobre la libertad de expresión. La solución radica en otro lugar, pero para eso se necesita una decisión oficial y no un sistema que colabore con el problema. A la desinformación se la combate con brindar información de calidad, recuperar el valor de la palabra para construir confianza y apostar por sociedades más tolerantes y menos polarizadas.
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