El 3 de febrero de 1989 cayó, en el Paraguay, una de las tiranías más largas que América haya tenido: la del general Alfredo Stroessner.
Había asumido en 1954. Es conocida la historia de cómo, al año siguiente, ayudó a huir de la Argentina a su amigo Juan Perón.
Su mandato duró 35 años, un tiempo superior, inclusive, en ese mismo país, al del Supremo Gaspar Rodríguez de Francia (26 años) y Carlos Antonio López (18 años).
Al momento de ser derrocado, su salud ya estaba bastante deteriorada y su hija Graciela Stroessner se aprestaba a llevarlo a Alemania para una operación vesicular.
Lo tumbó quien él menos pensó que podía hacer tal cosa, por ser su consuegro y hombre de su mayor confianza: el general Andrés Tigre Rodríguez, comandante del Primer Cuerpo de Ejército de Caballería, un militar que vivía a cuerpo de rey en un castillo.
A Rodríguez también lo llamaban El General Narcotraficante. En junio de 1973, Selecciones de Reader´s Digest en un artículo titulado “Secretos del tráfico de drogas en Sudamérica” reveló sus vínculos con la cocaína y la heroína. La circulación de ese número fue prohibida en el Paraguay.
Un leal hombre desleal
Parecía que en el Paraguay no había hombre más leal a Stroessner que el general Rodríguez, padre de Marta Rodríguez, mujer de uno de los hijos del dictador, Alfredo Stroessner Mora.
El 3 de noviembre de 1985, al cumplir Stroessner 73 años, en nombre de todas las fuerzas armadas, Rodríguez emitió éste mensaje: “Reitero la insobornable lealtad de los altos mandos castrenses al General y a su patriótico y ejemplar gobierno”.
En las fiestas navideñas de ese mismo año, envió éste otro mensaje a sus subordinados: “Queremos testimoniarles nuestra gratitud por acompañarnos con lealtad y eficiencia en la difícil tarea de engrandecimiento patrio que nos confiara nuestro comandante en jefe, general Alfredo Stroessner, a quien le debemos total lealtad”.
El 3 de noviembre de 1988, durante un homenaje que le tributaron por sus 76 años, el Tiranosaurio, como algunos lo llamaban, manifestó sentirse desgastado y con ganas de retirarse. “Creo que ya merezco un descanso”, les dijo a los presentes.
Rodríguez, tras hacerle entrega de una lancha pescadora como regalo, le contestó: “General: debe hacer un sacrificio más y seguir presidiendo los destinos del Paraguay, porque el país lo necesita y porque cuenta con la lealtad absoluta de todos los miembros de las Fuerzas Armadas y de todo el pueblo paraguayo”.
Pero fue el hombre que así hablaba quien apenas tres meses después lo derrocó. Centenares de soldados, la mayoría de ellos casi niños, murieron entre la noche del 2 de febrero y la madrugada del 3 de febrero de 1989.
El huevo de la serpiente
El huevo de la serpiente comenzó a incubarse en la madrugada del 2 de febrero. Se observaron inusuales movimientos dentro de la Caballería, es decir, en los dominios de Rodríguez. Cargaban proyectiles de guerra en los tanques de esa unidad.
En la mañana del mismo día, los asuncenos fueron testigos de otra circunstancia no menos inquietante: tanquetas y camiones cargados de soldados del Primer Cuerpo de Ejército se desplazaban por la Avenida Mariscal López.
Frente al castillo de Rodríguez se apostaron vehículos militares y soldados en uniforme de combate.
A las 20.30 se emitió por Canal 13 una noticia dando cuenta del desplazamiento de tanques de la unidad de Caballería con asiento en Cerrito, en el Chaco paraguayo. “Estarían progresando con destino final Asunción”, señaló la información.
Solo minutos después comenzaron las acciones bélicas. Soldados de la Caballería al mando del coronel Eduardo Allende atacaron la casa de María Estela Ñata Legal, amante del dictador desde que ella tenía 15 años y él ya andaba por los 50.
Pero Stroessner no estaba allí sino en el Regimiento Escolta Presidencial, versión paraguaya de los Granaderos a Caballo.
De allí pasó al viejo edificio del Estado Mayor General. Lo hizo en compañía de unas treinta personas, entre generales y coroneles leales, ocho soldados, sus hijos Graciela y Stroessner, su chofer Pedro Miranda y, con una ametralladora FAL en las manos, su subsecretario de Información y Cultura, escribano Juan José Benítez Rickman.
En Asunción, los combates se expandieron como un fuego descontrolado, y cada diez minutos la población escuchaba esta proclama de Rodríguez: “Hemos salido de nuestros cuarteles en defensa del honor de las fuerzas armadas, por la iniciación de la democratización del Paraguay, por el respeto a los derechos humanos, y por la defensa de nuestra religión, que es católica, apostólica y romana”.
Hubo un apagón de luces en la zona donde funcionaba el Estado Mayor General, y en medio de la oscuridad el coronel Gustavo Stroessner le pidió a su padre “entregarse para solucionar rápidamente todo, y no complicar todavía más las cosas”.
Stroessner no aceptó la sugerencia de su hijo. Todos se tiraron al suelo cuando minutos después, a las 23, comenzó el primer ataque con fuego de tanques, acompañado de toque de sirenas. El nutrido tiroteo duró varios minutos. Cuando cesó, Stroessner pidió una linterna, un paquete de cigarrillos, un encendedor, una silla, y se retiró a un rincón más seguro.
Llegó una ambulancia a la que se permitió entrar para recoger muertos y heridos. En el vehículo sanitario vino también un teniente coronel de apellido Figueredo con un mensaje del coronel Lino Oviedo, jefe de las fuerzas atacantes, exigiendo rendición.
Alrededor de las 2:30 se escuchó la voz del propio Lino Oviedo de nuevo exigiendo rendición. Pidió que todos se encaminen hacia la Escuela de Educación Física con los brazos en alto.
Al no obtener respuesta, de nuevo intimó rendición, dando un plazo de veinte minutos para hacerlo. Caso contrario, dijo, abrirían fuego “bajo la consigna matar o morir”.
El ataque final comenzó a las 3 de la mañana. Por tercera vez el coronel Gustavo Stroessner pidió, ya no a su padre sino al general Ruiz Díaz, comandante del Regimiento Escolta Presidencial, cuyo hijo había caído en manos de los golpistas, ordenar la rendición.
Media hora después, a las 3.30, el general Stroessner se rindió. A las 4:45, acompañado de cinco personas, subió a su Cadillac y abandonó el edificio.
Doloroso saldo
Hasta el mediodía de ese día 3 de febrero todavía había cadáveres tirados en los alrededores del Regimiento Escolta Presidencial. En las calles céntricas de Asunción se veían veredas y vidrieras manchadas de sangre y paredes perforadas por las balas de armas de fuego.
La mayoría de los muertos eran soldados recién incorporados, casi niños, todavía sin instrucción militar.
Esos nuevos conscriptos estaban concentrados justo en la zona del Regimiento Escolta Presidencial que mayor fuego de artillería soportó.
Según informes aportados por varios “arrepentidos”, con palas cargadoras alzaron los cadáveres a camiones basureros de la municipalidad de Asunción y los llevaron a algún lugar. Algunos afirman que muchos de esos cuerpos fueron enterrados en una fosa común cavada con urgencia en las inmediaciones de la Caballería.
El ex hombre fuerte del Paraguay se exilió en el Brasil, donde murió diecisiete años después, el 16 de agosto del 2006.
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