Faltando aproximadamente un mes para la fecha estipulada para el comienzo de las clases en todo el país, millones de argentinos aún esperan por definiciones que provean seguridad frente a los contagios pero que garanticen el acceso a la educación para todos. Esta discusión divide al los gobiernos nacional y porteño, a algunos sindicatos de asociaciones civiles y a otros sectores de nuestra sociedad en medio de la pandemia que desde hace algo menos de un año nos aqueja.
El jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, recientemente anunció el retorno a las aulas en su distrito: las clases se retomarán de forma escalonada a partir del 17 de febrero con “la mayor presencialidad posible” –esto último, sujeto a la propuesta que cada escuela presente. La provincia de Buenos Aires contempla la bimodalidad y la presencialidad absoluta según las posibilidades estructurales de cada colegio a partir de marzo. En el interior del país, el ciclo escolar se iniciará entre febrero y marzo, mayormente bajo una modalidad mixta. En todos los casos, las dinámicas y los protocolos se ajustarán de acuerdo a la evolución de la curva epidemiológica.
Si bien el gobierno de Alberto Fernández decidió no confrontar con los líderes provinciales que plantearon el regreso a las escuelas –ni siquiera con el jefe de Gobierno porteño, quien presentó la propuesta más ambiciosa–, una disputa ensombrece las perspectivas de que este proyecto se concrete: la gremial. En la Ciudad, por ejemplo, algunos sindicatos docentes se oponen fervientemente al retorno a las aulas aduciendo que las condiciones no están dadas a pesar de que se implementarán protocolos sanitarios específicos, centros de testeo ad hoc, un sistema de transporte con prioridad y que aquellos maestros y profesores que pertenezcan a grupos de riesgo quedarán exceptuados de asistir personalmente.
Recientemente leí una carta de un lector de un diario de circulación masiva que propone salir de la grieta para pensar el futuro de la educación. Me pareció interesante, porque en medio de las antinomias y el tironeo por las cuestiones sanitarias, económicas y, en cierta medida, también políticas, están los chicos; chicos que debieron adaptarse –al igual que los adultos, pero en un momento clave de su desarrollo personal– a la modalidad virtual para cursar sus estudios o, en varios miles de casos, quedaron al margen de toda posibilidad de continuar con su formación y perdieron el vínculo social fundamental que la escuela representa durante la infancia y la adolescencia.
Por otra parte, el ministro de Educación afirmó recientemente que en nuestro país “no existe la infraestructura que pueda permitir la presencialidad absoluta en las aulas”. Si bien este argumento es válido a los hechos prácticos, dado que determinadas escuelas no cumplirán con los requisitos que el protocolo de seguro demandará y la curva de contagios debe mantenerse bajo control, los sectores políticos deben mantener un discurso coherente para llevar seguridad y previsibilidad a los hogares respecto de la educación. La bimodalidad puede resolver en el corto plazo; no es un mal comienzo, pero tiene que garantizarse para todos los alumnos, para que hasta que el retorno a la escuela sea un hecho definitivo, cada uno de ellos haya recuperado cierto grado de normalidad en lo que respecta a sus estudios y su socialización.
Según un estudio que llevaron adelante UNICEF, la Fundación INECO y los ministerios de Educación, Desarrollo Humano y Cultura de la Ciudad, el 70% de los chicos consultados dijo sentir ansiedad y soledad por haber perdido el contacto con sus amigos y la escuela. Tampoco es casual que en su informe Evitar una generación perdida a causa de la COVID-19, el organismo de las Naciones Unidas proponga en el primer lugar de su Plan de 6 puntos para proteger a nuestros niños “velar por que todos los niños puedan aprender, incluyendo la reducción de la brecha digital”. Aprender es un concepto que abarca mucho más que adquirir nuevos conocimientos: implica relacionarse, compartir, nutrirse del intercambio; en definitiva, poder aplicar los conocimientos a la vida cotidiana y social.
Sí, algunos hablan de una generación perdida, de un año perdido. Aunque 2020 haya sido un año olvidable para la mayoría de los argentinos, no adhiero a los pronósticos más fatalistas porque creo en la enorme capacidad de resiliencia y versatilidad de los más jóvenes. No obstante, debemos recomponer sin dilaciones el mayor grado de normalidad posible para ellos, permitiéndoles reencontrarse físicamente con sus docentes y compañeros.
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