Las declaraciones de Martín Lousteau llamando a incorporar a Juntos por el Cambio a referentes de lo que él denominó una “socialdemocracia moderna” tales como Margarita Stolbizer, Pablo Javkin, Miguel Lifschitz y Facundo Manes provocaron ruido dentro del principal conglomerado opositor.
¿Por qué hicieron ruido las declaraciones de Lousteau? ¿Es razonable de cara a las elecciones su propuesta de incorporar a Juntos por el Cambio a los socialistas santafesinos, al remanente del radicalismo que aún integra el Frente Progresista Cívico y Social, y al GEN residual?
Una parte de la dirigencia y del votante cambiemita aún no olvida que Lousteau no solo fue efímeramente ministro de Economía de Cristina Fernández de Kirchner, sino que antes había integrado el gobierno bonaerense de Felipe Solá. Más aún, en 2015 estuvo cerca de quedarse con el gobierno porteño. De haber salido victorioso en las elecciones a jefe de gobierno porteño en julio de 2015 difícilmente Mauricio Macri habría podido ser elegido presidente en noviembre de aquel año. No conforme con ello, el economista radical fue nombrado por Macri embajador en Washington, cargo al que renunció para competir por fuera del oficialismo en las elecciones legislativas de 2017. De ahí la suspicacia y la resistencia a su propuesta.
Sin embargo, probablemente Lousteau tenga razón en sugerir la ampliación de Juntos por el Cambio hacia el centro. Hay una variedad de motivos para ello. En primer lugar, porque ello evitaría una fragmentación del voto opositor. Suponiendo que la vocación del electorado en octubre de este año fuera castigar la gestión oficialista, la proliferación de espacios opositores diluiría ese voto castigo facilitando una victoria oficialista. En segundo lugar, Juntos por el Cambio debe revalidar sus bancas obtenidas en 2017, año en que hizo una gran elección, alzándose con victorias en las 5 provincias con mayor representación legislativa, fenómeno que no ocurría desde las elecciones de 1985. La dinámica de renovación en la Cámara Baja favorece al Frente de Todos, que solo renueva 51 bancas frente a las 60 de Juntos por el Cambio. En tercer lugar, desde el punto de vista estratégico parece razonable correrse al centro en momentos en que el kirchnerismo está llevando al Frente de Todos hacia un extremo, rompiendo la promesa electoral de moderación que llevó a Alberto Fernández a la presidencia en 2019.
Cabe detenerse sobre este último punto. Entre abril de 2020 y enero de 2021 la aprobación del gobierno del Frente de Todos sufrió una dramática caída: de acuerdo a los datos del Índice de Confianza en el Gobierno que mensualmente publica la Universidad Di Tella el porcentaje de entrevistados que evalúan positivamente al gobierno cayó de 69,6% a 31,8%. Aunque el deterioro de la situación económica explica buena parte de esta caída, el abandono de la moderación y la creciente influencia de la Vicepresidenta son también parte de la explicación. Agreguemos otro dato que sugiere la conveniencia de correrse hacia el centro: los dirigentes políticos con mayor aceptación no son los “halcones” sino las “palomas”. La popularidad del jefe de gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta es un fiel reflejo de ello.
La relevancia electoral de la porción del electorado que resiste desde hace años a la grieta no puede ser subestimada. Son estos votantes los que desde 2009 en adelante han inclinado el fiel de la balanza hacia uno y otro lado. En el 2019 el Frente de Todos fue capaz de captar a ese votante que buscaba un freno a la política económica de Macri, pero que a la vez no estaba convencido de querer una tercera presidencia de Cristina. La candidatura de Alberto Fernández y el desbande del “peronismo republicano” a partir del pase de Sergio Massa al Frente de Todos lograron unificar electoralmente al peronismo, retener al núcleo duro de votantes de Cristina Fernández de Kirchner y a la vez generar una suerte de efecto embudo para los votantes que querían castigar a la gestión de Cambiemos. En la medida que el kirchnerismo insista en radicalizarse es probable que esa porción del electorado quede huérfana o como se decía en otra época, disponible para ser movilizada. Si esos votantes se sienten frustrados con el oficialismo ¿adónde irán?
Hay dos objeciones posibles a la propuesta de Lousteau. Una de ellas es que los acuerdos de dirigentes no necesariamente arrastran votos, especialmente en una época de identidades partidarias débiles y de desconfianza hacia los políticos y hacia los partidos. Esta objeción es efectivamente cierta. Sin embargo, si bien es cierto que las alianzas electorales no arrean votantes, moldean la oferta partidaria en las elecciones y ello puede ser decisivo, como lo fue en las elecciones de 2019. Una segunda objeción posible es de orden más bien empírico: Macri ganó en 2015 precisamente porque se negó a acordar con Sergio Massa. Efectivamente fue así. La salida de Massa de la carrera presidencial habría beneficiado a Scioli dado que una franja de los votantes del tigrense habría ido a la fórmula del Frente para la Victoria que probablemente habría obtenido más del 40% de los votos, teniendo así una mayor probabilidad de evitar una segunda vuelta. Sin embargo, aquella era una elección presidencial con reglas diferentes a las de una elección legislativa de mitad de mandato.
En política 2+2 no necesariamente es igual a 4 y por eso la propuesta de Lousteau igualmente debe ser evaluada con datos de encuestas en la mano. No alcanza con amuchar dirigentes para ganar una elección. Dicho esto, las virtudes del purismo en materia electoral son debatibles.
Un pasaje del Antiguo Testamento relata que para vencer a los madianitas Gedeón descartó a un amplio número de soldados hasta quedarse con 300 para la victoria. Efectivamente Gedeón y sus 300 luchadores vencieron a los madianitas (justo es decir que los 300 tenían a dios de su lado). Conclusión: los triunfos de los “puros” están bien para los pasajes bíblicos, pero no para elecciones democráticas. Conclusión II: como me enseñó un ex jefe hace muchos años “en política se barre para adentro”.
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