El 46° presidente de los Estados Unidos acaba de asumir en momentos en que, por primera vez, su país sufre por el crecimiento doméstico del populismo autoritario y dedicó prácticamente todo su discurso a explicar cómo piensa combatirlo internamente, pero poco y nada sobre qué se proponen los Estados Unidos respecto de ese cáncer que crece aceleradamente en buena parte del mundo democrático, tanto o más que en su país. Quizá acierta lúcidamente Inés Capdevila cuando señala que “tal vez el presidente más global de la historia norteamericana tenga poco tiempo para ocuparse del resto del mundo,” en coincidencia con Andrés Malamud: “No tendrá mucho tiempo ni recursos para la política exterior.”
Como pasa con otros desafíos globales como el medio ambiente, el terrorismo, el narcotráfico o la pandemia, ningún país puede aspirar a derrotarlos si solo se ocupa de lo que pasa en su territorio, mucho menos si se trata del hegemón del mundo. Qué pieza de liderazgo ejemplar habría sido el anuncio de que Washington garantiza a quienes lo soliciten el acceso igualitario a las vacunas, protegiéndonos de la salvaje puja de mercado a la que hemos quedado librados.
Un discurso vale por lo que contiene pero también por lo que dejó en el tintero. Biden formuló conmovedores llamados en favor de la convivencia y el entendimiento, con una correcta convocatoria al diálogo y el amarnos los unos a los otros. Eso fue muy bueno. El contraste con el divisionismo y agresividad de su antecesor seguramente llevaron un aliviante mensaje de tranquilidad para sus conciudadanos. Es así que se debe construir en base a principios que seguramente todos querremos acompañar.
Biden seguramente sabe muy bien lo que su pueblo quería oír, pero no estoy tan seguro de que haya dicho, también, lo que debiera oír. Personalmente me gustó y lo encuentro bien encaminado, pero el tono y el contenido me sonaron más a la homilía de un pastor ante un rebaño asustado que la de un líder convocando a su pueblo porque, de nuevo, la cultura occidental se enfrenta al desafío de los violentos. Con todo respeto, casi llegué a temer que cerrara tranquilizándonos con que la casa está en orden.
La cultura política occidental, plasmada en nuestras cartas constitucionales alrededor de la democracia, la república y el balance de poderes, ha sido desafiada prácticamente a lo largo de toda su magnífica historia. La atacaron el anarquismo, el socialismo, el nazismo, el fascismo y, hasta hace poco, el marxismo soviético y el costado fanático de la muy respetable cultura islámica. Uno por uno, a todos los derrotamos y siempre apareció uno detrás del otro. ¿Por qué ahora tendríamos derecho a suponer que nos quedamos sin enemigos?
En su discurso inaugural, cuando la Guerra Fría ya era más que un brote verde, Kennedy advirtió: “No queremos pelear, pero ya hemos peleado antes”. Comprendiendo la dimensión planetaria del enemigo que se nos venía, completó: “Que todo el mundo sepa que pagaremos cualquier precio, sobrellevaremos cualquier carga, sufriremos cualquier penalidad, apoyaremos a cualquier amigo, nos opondremos a cualquier enemigo, con el fin de asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad”. Estaba sentando claramente un claro esquema de “ellos contra nosotros”.
No se negaba a dialogar, pero empezaba convocando a generar musculatura para una confrontación que tomó un cuarto de siglo en terminar y se desarrolló, literalmente, a lo largo y lo ancho de todo el mundo, con líderes “orgullosos de su antigua herencia” y no “dispuestos a presenciar ni permitir la lenta ruina de esos derechos humanos con los que nuestro pueblo ha estado siempre comprometido, y con los que nos comprometemos hoy, en esta nación y en todo el mundo”. “No me aparto de esa responsabilidad, le doy la bienvenida”, dijo.
Estaba diagnosticando nuestro problema y señalando, sin dudar, al huevo de la serpiente.
Truman se había centrado en la Europa de posguerra, Eisenhower en el Medio Orienta y Kennedy, en ese mismo discurso, nos propuso a los latinoamericanos la Alianza para el Progreso, un salto cualitativo para no seguir creyendo que los países y las personas progresan solamente aguardando los beneficios del derrame, con el objetivo estratégico de superar por arriba el laberinto de nuestros problemas estructurales, enrolándonos en serio, de verdad, aunque al principio modestamente, en el circuito de los países que generan el pulso del mundo, un salto de calidad para incorporarnos, de pleno derecho, no como un favor, a lo que el saber popular denomina el primer mundo. Y como si hablara hoy, nos advirtió: “Pero esta pacífica revolución de la esperanza no puede convertirse en presa de potencias hostiles. Todos nuestros vecinos han de saber que nos uniremos a ellos para luchar contra la agresión o subversión en cualquier lugar de las Américas. Y que cualquier otra potencia sepa que este hemisferio pretende seguir siendo el amo en su propio hogar”
La verdad, extrañé algo así en el discurso de Biden.
Biden sabe que la gente lo votó derrotando a un candidato que era horrible pero que cosechó nada menos que el récord de setenta y cuatro millones de sufragios, y seguramente entiende que fue votado más que nada para evitar la reelección de Trump, pero que se espera de él que, al menos, no convierta a su administración en simplemente una especie de anodino tercer mandato de Obama. Sin embargo, Malamud señala que, respecto de la política hemisférica de ese presidente, “si bien cambiarán el tono y la forma de la relación, el fondo permanecerá prácticamente igual, salvo ajustes menores.”
Sorprendentemente Obama goza de gran prestigio en América Latina, un subcontinente que mereció poco más que una mínima atención en sus dos mandatos, manteniendo la tradición de su país que, cuando no nos necesita, otorga baja prioridad a las relaciones con lo que no casualmente se conoce como el patio trasero de los Estados Unidos.
Pero hace años que está claro que tenemos a un nuevo enemigo del sistema, esto es, a un nuevo enemigo de todos los países democráticos. Parecía llegada la hora de que se nos convocara como ante la Guerra Fría y nos preparáramos para unir esfuerzos y responsabilidades. Espero equivocarme pero, a diferencia de Kennedy, en este discurso Biden no parece entender lo mismo.
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