Bailar para vivir: el derecho a perrear según nuestro propio deseo

Un recuerdo pertubador de los 13 años -cuando el “chape” se podía convertir en abuso-, dispara una reflexión: somos dueñas de nuestros cuerpos, y bailando libres también peleamos para que nada se interponga en nuestro goce

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El baile es una excelente
El baile es una excelente forma de quemar calorías (Shutterstock)

“Que voy bien. Que estar sin ti me gusta. Que un loco no me asusta. Sé que no fui injusta, papá”.

-“No se perdona”, Nathy Peluso.

A mis trece años tuve mi primera salida “oficial”. Después de meses de insistencia, logré que mis padres me dejaran ir a una matiné. Ese día todo era nuevo para mis amigas y para mí: los olores, la gente, el espacio y la música. Recuerdo que apenas entré sonaba a todo volumen la voz de Daddy Yankee cantando “mamita ven que te voy cazar, mamita ven que te voy a secuestrar, esta noche nos vamo’ a vacilar, así que shh shh, nadie lo sabrá”.

Allí estábamos nosotras, atentas y cero relajadas, no fuera cosa que “el amor de nuestras vidas” estuviera frente a nuestros ojos… Eso era lo sucedía en esos lugares: estar siempre “al acecho”. Une iba en plena ebullición hormonal dispueste a conocer a alguien (por conocer me refiero a chapar) y, si eso no sucedía la noche era pura frustración. El chiste era a “cuánta gente te chapabas” y, cuánta más, mejor.

El beso ocurría así: las chicas bailábamos “hasta abajo” canciones como “El tiburón Valdéz”. Los chicos, mientras tanto, analizaban el paisaje para ver por dónde encaraban. Entonces, de pronto, casi como por arte de magia, un varón te apoyaba por detrás, vos te dabas vuelta y, si le gustaba tu cara era “match”. Un chape largo y baboso acontecía hasta que el varón dijese lo contario. Y así toda la noche.

Lo asqueroso no era el beso lleno de saliva, ¡Para nada! Sino la cacería que se generaba en esos lugares. La entrega que una misma ejercía para, a fin de cuentas, sentirse mirada, valorada, hasta querida. Chapar, dejar que te manosearan el culo o la entrepierna como si fueran juguetes, no era ni más ni menos que renunciar a nuestro cuerpo para obtener algo a cambio: atención.

Les voy a contar sobre aquella vez que fui con una sola amiga y, en lugar de estar juntas, cada una desapareció con un “chongo” a chapar. Encontrar el “spot” no era nada fácil. Nosotras no queríamos que nos vieran para que no nos tildaran de “putas” y los varones para poder seguir chapándose a otras. La regla era: cuanto más escondides mejor.

Aquella noche, mi spot fue una columna a oscuras, lejos de la pista de baile, en un sector donde había sillones, es decir que por lo menos no me había tocado atrás de los baños… ¡Ese lugar sí que era desagradable! La cuestión es que la columna era una buena elección no solo porque no habría olor sino porque entonces yo podría apoyar mi espalda (nada menor). Pero, por más que podamos reírnos toda una tarde sobre si la columna era cómoda o no, sobre el olor a pis, o sobre el guardarropa con colas interminables, el humor es solo un escudo defensor que me permite reír para no llorar.

 Shutterstock 162
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Acceder a un chape no siempre era “acceder a un chape” nada más y, ahí es donde se ponía heavy la cosa. Una iba, desde la inocencia que una niña de trece años puede tener, con el deseo de besar a alguien toda la noche y terminaba estando en una situación por lo menos incómoda. Digo inocencia no por subestimar a las mujeres de esa edad, ¡Ni cerca! Nunca me sorprendió, ni sorprenderá, la capacidad que tienen les niñes de tomar decisiones desde tan chiques. Lo entiendo porque lo viví y es al día de hoy que confío en que muchas cosas que hice o dije era porque verdaderamente las estaba eligiendo, aún teniendo trece años. Y chapar era una de ellas. No así que me metan la mano en la bombacha…

”El chico de la columna”, como podría haber sido cualquier otro, creyó que podía decidir por sobre mi cuerpo. Creyó que, porque yo estaba accediendo a un beso, él podía tomarse licencias, como por ejemplo tocarme sin mi consentimiento. Eso es una de las cosas que más me repugna del machismo; la conquista sobre un cuerpo que no te pertenece. Es desesperante sentir que las palabras no sirven de nada, que un “no” no puede protegerte de la violencia, que tu propio deseo vale nada si hay un sujeto con poder de dominación sobre vos cerca tuyo.

Salir a bailar siempre ha sido todo un tema. Más allá de las cuestiones prácticas como con quién ir, a dónde, qué ponerse, etc…Salir a bailar fue siempre complejo para las mujeres y la comunidad LGBT+Q. Allí, el mayor protagonista era (y es), la música. Sin esa música, todes éramos tímides. Bailar era parte de la performance que se daba, casi naturalmente, en esos espacios. Y sin el reggaetón, no se podía bailar. Dicho de manera burda: sin el reggaetón “no éramos sexys”. ¿Vieron como hay canciones que te llevan a lugares y a recuerdos? Bueno, cuando escucho “Nadie lo sabrá” de Daddy Yankee, automáticamente estoy en ese día contra la columna.

Desde que soy feminista y, desde que me muevo en un ambiente feminista, mis salidas viraron hacia otro sendero completamente diferente. Cambiaron para bien, para mejor ¡Para muchísimo mejor! Hoy en día, para mí, salir tiene una connotación feliz: se ha convertido en un símbolo de empoderamiento. Hoy, salir a bailar es resignificar la forma en la que nos vinculamos con nuestros cuerpos. ¿Podemos mover el culo sin que eso signifique que estamos invitando a un hombre a que nos toque? ¿Podemos mover el culo y que eso signifique nada más que el simple hecho de bailar?

Creo que las “nuevas modalidades de salidas” dentro de un entorno feminista vienen a reivindicar la sexualidad y el deseo de todos los cuerpos. Y, por más chistoso que suene, el “perreo” ocupa un lugar muy importante en todo esto. El “twerk”, hoy ya valorado hasta como género y práctica de danza, es un espacio que siempre ha sido habitado desde el miedo y la inseguridad. Ejercido y generado para demostrarle a un otre, específicamente a un varón, que valíamos. Pero hace ya unos años que el “perreo” de las nuevas generaciones vino a cuestionar esta dinámica hegemónica-heterosexual. Esto nos hace replantearnos sobre nuestro goce y, de ese modo, resignificar la forma en la que movemos el culo para que nadie pueda decirnos cómo deberíamos sentir placer.

¿De qué hablamos cuando hablamos de reggaetón? Este género siempre se prestó a prejuicios. Y no es para menos... Pero, ¿acaso no sucede lo mismo con las baladas, tangos, cumbias, etc? Históricamente, la música ha promovido la misoginia de una manera tan explícita que todes la hemos naturalizado. Las radios, los portales, la televisión y hoy en día las redes sociales, han sembrado en nosotres un oído capaz de escuchar atrocidades machistas sin siquiera decir “mu”. ¿Se puede ser feminista y bailar reggaetón? Esta pregunta la leí en muchos portales feministas y me pareció interesante tráela a colación. Hemos bailado canciones como “Propuesta Indecente” de Romeo Santos en las que decía cosas así:

“Si te falto el respeto,

y luego culpo al alcohol.

Si levanto tu falda

¿Me darías el derecho

A medir tu sensatez?”

Hemos bailado y reído mientras Maluma decía:

“Estoy enamorado de cuatro babies. Siempre me dan lo que quiero. Chingan cuando yo les digo. Ninguna me pone pero”

Por suerte, el feminismo también llegó a sectores de la música antes impensados. Hoy es posible salir a bailar con canciones que no promuevan el abuso, el secuestro o la muerte. Hoy podemos bailar escuchando a Miss Bolivia, Nathy Peluso, WOS, Rosalía, Ariana Grande, hasta J Balvin fue capaz de componer letras que no se traten únicamente de abusar del cuerpo de una mujer. Ahora nos movemos escuchando “aquí yo mando” de Kali Uchis, “Yo perreo sola” de Bad Bunny, “Dollar” de Becky G, entre tantas otras letras que nos incitan a perrear desde nuestro propio deseo.

Perrear es también una manera de luchar por nuestros derechos. El perreo “de ahora” propone un goce diferente. Hoy, las mujeres perreamos desde la libertad y eso es casi como un acto político, un acto profundamente feminista. Perrear también es una forma de resistir al sistema que continuamente nos dice cómo tenemos que ser y cómo tenemos que bailar. Es resistir de forma colectiva a la muerte, es resistir bailando y eso nos fortalece y nos permite elegir.

Recordar es también resistir; hoy, ocho años después, sigo recordando al “chico de la columna” con una fuerte angustia. Pero la piedra en el pecho no tiene que ver únicamente con ese día, tiene que ver con que todas tuvimos “un chico de la columna”, más de uno, hasta más de uno a la vez y eso es inadmisible.

Somos feministas para que las nuevas generaciones crezcan sin abusos. Somos feministas para que las niñas no sean madres sino niñas. Somos feministas para que todes les niñes del mundo digan y sientan sin ser juzgades o golpeades. Somos feministas para poder seguir viviendo, para poder seguir bailando.

¡El perreo hasta abajo el feminismo hasta arriba!

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