Llegaron ya, los reyes y eran tres / Melchor, Gaspar, y el negro Baltasar / arrope y miel / le llevarán / y un poncho blanco de alpaca real. Muchos centennials que escucharán e incluso entonarán en capillas e iglesias este villancico durante la celebración de la epifanía (la fiesta de los tres reyes magos que no eran ni tres ni reyes ni magos), posiblemente desconozcan que el autor de su letra fue nada menos que Félix Luna, uno de los más celebrados historiadores argentinos que escribió “El 45”, un verdadero clásico dentro de la oceánica literatura generada por el peronismo.
O tempora, o mores. No resulta desatinado imaginar que este mismo texto podría ser hoy incriminado por discriminación debido a la mención de la etnia de Baltasar, de quien tampoco consta que perteneciera a la raza afro. Se trata del mismo sustantivo usado precisamente para identificar despectivamente a quienes constituían el sujeto social representado por el movimiento político más importante de la historia argentina.
La navidad criolla
Chamamé, huella, vidala, chaya, además de este takirari, fueron las formas musicales elegidas por el compositor Ariel Ramírez en las que el celebrado historiador volcó el relato de una multisecular tradición cristiana. Estamos en el momento en que allá por los años sesenta se produjo el punto cenital de la argentinización de las festividades religiosas alrededor del nacimiento de Jesucristo.
El sustento académico y cultural había sido proporcionado un poco antes por una generación de escritores inscriptos en la corriente nativista, como Rafael Jijena Sánchez, Augusto Raúl Cortazar y Bruno y Tulio Jacovella, que fundían en una unidad la valoración de lo autóctono y el amor a la tierra con la fe tradicional de matriz hispánica. En este contexto se inscribe la fundación de la Hermandad del Santo Pesebre.
No se trata solamente de una nota de colorido folklórico o un cuadro diseñado para un auditorio infantil, como podría pensarse debido a la ternura que irradiaban los personajes de la escena. En una carta alusiva, el papa Francisco ha recordado que un pueblo se constituye sobre sus costumbres, sus creencias y sus rituales y no solamente por una voluntad de vivir juntos. Esta referencia brinda una visión distinta a la del contractualismo que profesaron los ideólogos de las corrientes liberales de la Ilustración.
Se trata de una temática que los teólogos caracterizan con el sintagma inculturación de la fe, particularmente importante en la religiosidad popular, en una perspectiva similar a la del jesuita Mateo Ricci, que se presentó como un mandarín para evangelizar China y provocó una oposición de las sensibilidades más tradicionalistas.
Estas actitudes de audacia apostólica, que parecen desdibujar la identidad cristiana, suelen ser leídas por las mentalidades más conservadoras como un sincretismo o una acusación de fusión religiosa que ha involucrado incluso al papa Francisco, cuando asistió a una liturgia chamánica nada menos que en su propia casa de los jardines del Vaticano.
No es una casualidad la inexistencia de Papá Noel en los villancicos y ella no responde solamente a su ausencia del escenario bíblico. Curiosamente, la fiesta de los reyes (en la realidad, astrólogos orientales), fue opacada a partir también de los mismos sesenta y su aire secularizante. Fue una década iconoclasta que entronizó en el imaginario la pintoresca figura del nuevo personaje acuñado para el marketing de una bebida refrescante de factura norteamericana. Pero lo cierto es que en la década anterior los reyes eran esperados como los verdaderos portadores de una fugaz felicidad infantil.
La reinterpretación justicialista
La cronología nos ubica en plena hegemonía peronista, y la fiesta religiosa no podía ser indiferente al régimen, al que se lo ha caracterizado como una verdadera religión política que se presentaba como la encarnación de un cristianismo más auténtico que el propio de los obispos. La religión peronista elaboró también una apropiación mediante una reinterpretación política, o dicho de otro modo, una peronización de la celebración del misterio cristiano.
El peronismo, por otra parte, expresaba una clara sensibilidad -en la que sus opositores han querido ver una actitud demagógica y populista- hacia la ancianidad y la niñez cuando estampaba la leyenda “los únicos privilegiados son los niños” en todas las plazas y parques recreativos de la república del plata. Perón y Evita se mostraban en esos días públicamente muy sonrientes mientras repartían juguetes a los niños en una evidente estatización de las dádivas familiares.
Los hijos de los trabajadores acudían entonces a las oficinas de correos de todo el país para recibir una pelota de fútbol con tientos como las que usaban míticos jugadores o la muñeca Linda Miranda, que de algún modo los igualaba con los ricos. La instrumentación política de una entrañable costumbre familiar y la actitud de llevar un momento de felicidad a la infancia desprotegida representan lecturas opuestas del mismo fenómeno. Los reyes magos eran peronistas.
Algunas festividades religiosas comenzaron a formar parte del calendario oficial. No es que el Estado tenga que desentenderse de las expresiones culturales del pueblo, sino que al contrario, se incluye entre sus facultades promoverlas legítimamente, aunque absteniéndose de teñirlas de un color partidario. Ese era ostensiblemente el caso del peronismo, empeñado en la peronización integral como la nueva religión argentina.
En la iglesia nacional peronista también ocupaba un lugar preferencial la Madonna de los humildes. Aún hoy Evita sigue siendo presentada como una suerte de Virgen María del justicialismo y buena prueba de ello es que últimamente se ha reiterado su pedido de canonización, ya formulado enseguida de morir con aires martiriales.
La visión política del cristianismo o en otro sentido la visión clerical de la política se extiende con sus matices hasta nuestros días, y fue adoptada en su momento por los montoneros, cuyas místicas falanges entonaban como un rezo letánico: San José era radical / y la Virgen socialista / y tuvieron un hijito / montonero y peronista.
Los montoneros todavía conservaron una inspiración cristiana hoy ausente en el kirchnerismo, que ha articulado un neoperonismo despojado de sus raíces en el que la religión ya no representa una fuente doctrinal o una referencia, en tanto el espíritu religioso ha desaparecido casi por completo de la militancia política. Solo conserva ese sentido utilitarista recibido de su matriz original esmerilado por el influjo de corrientes ideológicas opuestas a la fe cristiana como el marxismo y el género.
En sus mensajes de Navidad de cada año, probablemente redactados o inspirados por el jesuita Hernán Benítez, Evita asimilaba el justicialismo al ideal evangélico en el que los últimos serían los primeros. En su saludo navideño del año anterior a su muerte, la jefa espiritual de la nación lo homologaba al justicialismo como el eco vibrante del anuncio redentor que recibieron los humildes pastores de Belén.
Eva Perón no tuvo hijos pero le gustaba recibir y ser fotografiada con niños. Al terminar su exposición recorrió la residencia presidencial rodeada de un grupo de ellos y en la víspera de reyes les recomendó: “No se olviden nunca de Perón”. Aunque el peronismo no llegó a conformar una organización infantil militarizada como los balillas del régimen fascista, Evita los catequizaba en la nueva religión justicialista.
A partir de 1947 la distribución de sidra y pan dulce convenientemente etiquetados con la propaganda oficial convirtió a las agencias postales estatales en una suerte de reyes magos de los pobres, pero ello también contribuía a cimentar la creencia de que el poder político era como en el caso de la magia de las hadas, una fuente inagotable de felicidad.
Sin embargo, no puede desconocerse que este hecho también hizo posible que las clases menos favorecidas, hasta entonces invisibilizadas en su rol de constructoras de la comunidad, se sintieran tenidas en cuenta y emergieran como sujetos sociales del escenario público. Hasta los propios antiperonistas reconocen aunque desganadamente y con reticencias el valor integrador de este legado histórico.
Para valorarlo debidamente hay que profundizar la idea de que no se trataba de un mero regalo o de la compra de unos votos, como a veces se ha interpretado por parte del antiperonismo más recalcitrante, sino que la entrega de bienes, si se quiere suntuarios, incluía un significado más profundo, puesto que los recipiendarios se sentían por primera vez reconocidos como personas y poseedores de una dignidad propia.
Esta significación explica en buena medida la permanencia del sentimiento peronista en una parte importante del pueblo. Desde luego que no puede desconocerse que la distribución de bienes pudo haberse debido a intenciones electoralistas o al ejercicio de un mero populismo, pero para quienes nunca habían recibido nada, eso no importaba mucho, y recibir dignidad aunque sea bajo la forma de un presente, incluso de escaso valor material, no era en realidad tan poca cosa como las clases más acomodadas lo entendieron o las apariencias lo hacían suponer.
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