La vieja parábola de la rana sumergida en agua calentada lentamente para que no reaccione, hasta que el calor la termina matando, es perfectamente aplicable al proceso argentino. En rigor, la comparación más acertada -tal vez, más dolorosa- es la de un caracol o una babosa a la que se le echa sal encima y se va secando sin remedio, hasta su muerte.
Hay que ser voluntariamente ciego para no advertirlo. El país se va disolviendo lenta pero inexorablemente, deslizándose hacia la pobreza extrema alcanzando a cada vez más argentinos. Y no es un ritmo inadvertido, sino persistente y sólido.
Todo lo que significa el país moderno, vital, pujante y vinculado al mundo está siendo desmantelado y con él, su base productiva.
El campo, la industria, los servicios, los emprendedores, ven cómo se los expropia para ampliar la economía asistencial, sin estímulo alguno ni compensación que permita continuar generando riqueza.
Repartir lo ajeno, aún a costa de destrozar la actividad productiva. Esa es la constante.
El símbolo de la relación con el mundo, la moneda nacional, ha caído en un año a la mitad de su valor real. Los salarios han acompañado este derrumbe, pero también la rentabilidad empresaria, el valor de los activos físicos y el valor de las empresas. No por la pandemia, sino por la mediocridad. Brasil ha sufrido la pandemia con una intensidad sustancialmente mayor. El valor de su moneda, en un año, pasó de 4,06 a 5,19 reales por dólar. El peso pasó de 63,20 a 166. Su deterioro ha superado el 50 por ciento. El propio valor “oficial” del peso ha perdido en dos meses (del 1 de noviembre al 31 de diciembre) el 10 por ciento de su valor. Proyectando este deterioro, a fin de año superará otra caída a la mitad de su valor, o más.
Los activos inmobiliarios han perdido el 50 por ciento de su valor, y quien sostenga que sólo lo han hecho en un 30 por ciento simplemente se ilusiona con el valor que se demanda por quien quiere vender, ignorando que las operaciones no se hacen porque nadie paga en la Argentina esos montos.
El país no vale. Todos quieren vender y nadie comprar. Irse, no venir.
El sueldo medio de la economía, que compartía el primer lugar en América Latina con Uruguay y Chile, hoy es sólo superior al de Venezuela. La jubilación mínima -que superaba los 250 dólares hace un año y medio- hoy apenas supera los 100 -Uruguay y Chile nos duplican-. Todos los pasivos, de todos los niveles, han visto caer su ingreso a la mitad en valores reales.
La capitalización bursátil, que se encontraba hace un año en 10 billones de pesos argentinos nominales, hoy apenas supera los 9 billones, lo que en términos de valor real -comparado con el promedio de divisas- significa que cayó a menos de la mitad: eso es lo que valen hoy las empresas argentinas, la mitad que hace un año.
La deuda pública, por su parte, ha crecido en 20.000 millones de dólares en un año y quien le presta a la Argentina demanda una tasa de interés del 15 por ciento en dólares -se han colocado bonos hasta el 17 por ciento, o sea un riesgo país de 1700 puntos- mientras los países del entorno regional pagan por su deuda entre 2 y 3 por ciento (entre 200 y 300 puntos de riesgo país). Todo eso es fruto de la falta de acuerdo estratégico nacional que inspire confianza a quien pueda prestarnos. En lugar de perseguir ese acuerdo estratégico para reducir el peso de la deuda en el presupuesto público, el oficialismo prefiere ajustar los gastos, centralmente sobre quienes tienen menos posibilidad de defensa, los pasivos, en un círculo vicioso retractivo que termina inexorablemente en la miseria.
A la producción agropecuaria, base fundamental del financiamiento de toda la estructura industrial argentina, se le ha anulado su rentabilidad y ha perdido más de la mitad de su valor. Cabe sólo observar lo que significa el nivel de retenciones, aplicadas sobre el valor “oficial” de la divisa, para entender el empobrecimiento de las empresas agropecuarias, cuyo capital es carcomido por una presión impositiva desbordada, muy superior a la ya apabullante presión fiscal que sufre toda la economía. Se le paga 60 pesos por dólar al que exporta, pero se le cobran 140 pesos cuando debe comprar sus insumos.
En síntesis, la Argentina se va disolviendo lentamente, impulsada hacia la insignificancia como país y a la masificación de la pobreza como sociedad.
En el debate económico, por su parte, concepciones que atrasan ocho décadas y se imponen con prepotencia impiden cualquier mesa de diálogo. La obsesiva insistencia en combatir la pobreza fabricando dinero no es sostenida en ningún lugar del mundo, salvo en la dictadura venezolana, e impulsa un proceso inflacionario que carcome sueldos, rentabilidades, capitales instalados, impuestos, jubilaciones y títulos.
No hay, por lo demás, señal alguna que siembre optimismo. No existe un apoyo público a la actividad económica -todo lo contrario- por lo que sería voluntarista imaginar la reversión de la tendencia. El aislamiento creciente anula cualquier posibilidad de financiamiento y la estrábica política exterior incrementa la desconfianza, junto a iniciativas que señalan la anulación de la seguridad jurídica ante la presión constante del oficialismo sobre el poder judicial.
La proyección de la tendencia nos indica que a fines del año que se inicia, la divisa argentina habrá perdido otro 50 por ciento de su valor real -según los cálculos de los economistas más optimistas-. Y en un par de años más, para el 2023, su nivel de paridad será similar al de la moneda venezolana. O sea, cercana a cero. Al terminar el período de gobierno de Alberto Fernández, Argentina será Venezuela y sólo podrán sobrevivir los que acepten la lógica del rebaño recibiendo las limosnas de un Estado en manos del autoritario populismo cleptómano.
Las fuerzas políticas y sociales que sostienen este rumbo no se caracterizan por lo ideológico, sino que conforman un conglomerado heterogéneo cuya línea unificadora es la destrucción del estado de derecho y la instalación de la ley de la selva. Rentistas autodefinidos “empresarios”, mafias varias nuevas y viejas, corporaciones gremiales putrefactas, financistas sin escrúpulos, caciques de tolderías varias disciplinadas por planes y bolsones de comida, logias políticas sin ningún compromiso con el país que sólo ven al Estado como un botín de guerra, todas ellas bendecidas por el “pobrismo” de la línea hoy hegemónica de la iglesia católica, para la cual la pobreza extrema es preferible a cualquier “desigualdad”, aún aquella resultado del esfuerzo de trabajo, de la inversión productiva y del compromiso con el progreso económico. Desigualdad que, por supuesto, no se exige a los -y “las”- sátrapas, que exhiben sin pudor su ambiciosa angurria burlándose de las leyes, de la moral y de la miseria.
Existe un solo camino de reversión y hoy aparece como imposible: un consenso estratégico entre los argentinos con vocación patriótica más cercanos a los niveles de decisión. La polarización impulsada por la mafia corporativa del populismo la hace imposible. La banalidad con que es mirada la política por gran cantidad de ciudadanos hace el resto.
La generalización descalificadora hacia el espacio público de quienes debieran aportar racionalidad al debate por su nivel cultural, su preparación y sus conocimientos desalienta a quienes toman al compromiso público como lo que debiera ser: un servicio a la sociedad. Y un coro de repetidores-operadores desde los medios masivos hacen el resto, quitando nivel al debate nacional del que se ha ausentado toda reflexión de futuro o mirada estratégica.
Quedan y son importantes los que luchan, y luchan, y luchan, peleando contra la montaña. Cual Quijotes contra molinos de viento, su prédica es comprendida por el país democrático con visión de futuro, pero no alcanza ante la apabullante presencia mediática de la banalidad comprada. Pero, fundamentalmente, por la ingenua -y voluntarista- actitud de una dirigencia timorata, cuando no acomodaticia, que podría incidir fuertemente en la construcción de una unidad de los que importan pero que, sin embargo, privilegia la perspectiva del “botín” por sobre el interés nacional.
El país, mientras tanto, se sigue disolviendo lentamente. Y los argentinos, empobreciéndose, aún aquellos que conforman la carne de cañón de la corporación de la decadencia.
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