El 3 de febrero de 2020 publicamos en Infobae una descripción del complejo escenario electoral de los Estados Unidos. No imaginamos la pandemia ni sus efectos, y mucho menos que a principios de enero siguiente el candidato perdedor no habría concedido el triunfo; que habría más de medio centenar de disputas judiciales, algunas de las cuales llegarían a la Corte Suprema, ni que muchos legisladores del partido del perdedor confrontarían en lo que durante más de un siglo fue una audiencia formal en el Congreso, el resultado no solo del voto popular sino la certificación de las elecciones por los Estados. Ello está ocurriendo.
Resulta sorprendente para un observador de la política norteamericana que un partido de la tradición, patriotismo y trayectoria del Republicano permita que gran parte de sus miembros se involucren en maniobras tendientes a desconocer el resultado electoral, o al menos en minar la credibilidad del nuevo gobierno.
Por ello, así como para Carl von Clausewitz la guerra es “la política por otros medios”, a menudo las contiendas electorales dan lugar a batallas, muchas de las cuales carecen de sentido inmediato pero tienen fines inconfesables.
Durante todo el año -y sus consecuencias se ven en estos momentos- el Presidente Trump subestimó la peligrosidad de la pandemia y atacó los distintos mecanismos de voto anticipado que desde hace más de cuarenta años se utilizan en todo el país.
El 3 de noviembre tuvieron lugar las elecciones. Como hubo una inmensa cantidad de voto anticipado –mayoritariamente demócrata– los resultados de algunos Estados, que daban ganador a Donald Trump en la noche electoral, se revirtieron en favor de Biden.
Cuando los recuentos terminaron Biden no solo ganó el voto popular por más de siete millones, sino que se proyectó un probable triunfo en el Colegio Electoral de 306 a 232.
Hubo planteos judiciales republicanos para anular las elecciones en condados enteros, dos recuentos totales de los votos (Georgia y Wisconsin) pero nada se modificó.
La campaña de Trump y el propio Trump -como se pudo escuchar en las conversaciones con el Secretario de Estado de Georgia publicadas el domingo en el Washington Post- desplegó una inmensa e inédita presión política para revertir los resultados o que los Estados no validen las elecciones.
No prosperó ninguno de los setenta y ocho juicios, ni siquiera dos llevados ante la Corte Suprema con mayoría republicana.
Otra táctica ha sido presentar demandas para evitar que los Estados certifiquen sus resultados a tiempo para consagrar los electores escogidos en virtud del voto popular, quedando tal facultad en las legislaturas estatales controladas por los republicanos. No funcionó.
En definitiva se contaron los votos, se certificaron los resultados y los miembros de los colegios electorales fueron electos.
El 14 de diciembre el Colegio Electoral se reunió en cada Estado y los resultados fueron informados al Congreso. La suma de los electores confirmó el resultado esperado: 306 para Biden y 232 para Donald Trump.
Pero el proceso no termina allí, es el Congreso reunido en sesión conjunta el que recibe el informe de cada Estado, el que debe convalidar y contar los votos electorales, y proclamar el resultado. Para ello se reúne el miércoles 6 de enero.
Prácticamente en la totalidad de los casos, salvo algún antecedente del siglo XIX, la reunión del Congreso del 6 de enero era una sesión ritual; no obstante, si un miembro de la Cámara de Representantes y un Senador objetan el resultado de algún Estado en la sesión conjunta, cada Cámara se reunirá por separado para estudiar y resolver las objeciones. Las mismas proceden cuando ambas cámaras concurren en apoyarlas; en caso contrario prevalece el resultado enviado por el Estado.
Ello es lo que va a ocurrir el miércoles, porque un Senador republicano, Josh Hawley de Missouri –contra la opinión del poderoso jefe de la bancada republicana en el Congreso Mitch McConnell-, y un nutrido grupo de 140 Representantes republicanos cuestionarán algunos de los resultados en los Estados que perdió el presidente Trump. En la misma línea, el 2 de enero una docena de Senadores, entre ellos Ted Cruz, manifestaron en un nota hecha pública que no votarían por la certificación de resultados en los Estados disputados sin una auditoria previa (no prevista en ninguna norma), con la intención de retrasar diez días todo el proceso. El intento ha recibido un indirecto apoyo del Vicepresidente Pence, que debe presidir la sesión.
Además de escandaloso, lo paradójico del caso es que muchos de los Representantes republicanos que objetan la elección de Biden por fraudulenta fueron electos en los mismos comicios que están impugnando.
Mas allá de que sería una violación de la Ley Electoral de los Estados Unidos y una consagración del fraude post electoral -un intento más-, los republicanos no cuentan con los votos suficientes en la Cámara de Representantes y las objeciones serán desechadas. Un grupo de Senadores republicanos manifestaron el domingo 3 de enero que no están de acuerdo en prestarse a esta maniobra. De verificarse esto, los votos del grupo demócrata, más los apoyos de senadores republicanos, cierran la posibilidad de obtener un triunfo cualquiera de las dos Cámaras.
Para agravar la situación, el presidente Trump en sus peligrosos mensajes por Twitter ha convocado a grupos de partidarios y en especial a los de la extrema derecha violenta y supremacistas blancos como los Proud Boys a manifestarse en el Congreso contra para resistir la consagración de Biden. Hay tensión en Washington DC.
En cualquier caso se repetirán los tres efectos que hasta ahora tuvieron las estrategias desplegadas por los más fieles a Trump: fracasar; avergonzar a quienes las impulsan; y, lo que es más grave, socavar la legitimidad del gobierno de la nación más poderosa de la Tierra.
Cuando concluya la sesión conjunta del Congreso, Joseph Biden Jr. será proclamado 46º presidente de los Estados Unidos, y su principal tarea, entre muchas, será restaurar los lazos y la trama dañados de una sociedad polarizada.
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