El velorio de Maradona funcionó como una exacta alegoría del populismo. Alberto Fernández propició la idea de que un millón de personas asistieran a homenajear al futbolista y convertir el episodio en una versión remasterizada de las grandes “fiestas” mortuorias peronistas. Pero al mismo tiempo la familia de Maradona se inclinaba, con notorio sesgo aguafiestas, por un acto breve y más bien íntimo. Las dos premisas eran a todas luces incompatibles. No se puede ser y no ser al mismo tiempo. Salvo para el populismo: cuando no pueden ser claros son deliberadamente ambiguos y albergan la vana confianza de que los deslizamientos y traqueteos vayan acomodando la realidad a sus deseos. Son Procustos amables.
Pero si a las dos premisas ya de por sí excluyentes se le sumaba el deseo de Cristina de pasar media hora a solas con el famoso occiso, “matar” la camiseta albertista del Bichito por la más influyente del tripero (otra interesante metáfora sobre el poder) y hacer un show televisivo con la falsa viuda (que hasta unos minutos antes tenía querellas homéricas con el muerto), entonces ya podía preverse con exactitud de sismógrafo que el velorio estallaría por los aires.
Pero para el peronismo la lógica solo es un estorbo incómodo. Acostumbrado a lidiar con los suicidios exóticos y el espiritismo, su voluntarismo es tan permanente como doctrinario: siempre intentan unir piezas que no encastran. Tener utopías puede ser bueno pero hacer cálculos temerarios incurre en el interesante riesgo de chocar contra esa realidad que se empecinan en negar. La idea de sumar piezas que por su misma índole pertenecen a mundos irreconciliables forma parte de una patología al parecer incurable. Cuando Perón desde el exilio convirtió a su movimiento en una ameba estaba organizando un poderoso aparato electoral y un pésimo aparato de gobierno. Invitó a los montoneros antisistema a sumarse a un espacio donde prevalecían los viejos dirigentes sindicales conservadores: ¿qué cemento ligaría a la “juventud maravillosa” con Lorenzo Miguel y José I. Rucci? ¿Cómo ensamblar al izquierdista Oscar Bidegain con el derechista Victorio Calabró, gobernador y vice de la Provincia de Buenos Aires respectivamente?
Cuando Cristina Kirchner tuvo claro que no tenía los votos para ganar y que un nuevo triunfo de Macri podría llevarla a la cárcel, echó mano a ese viejo truco de ilusionistas: Alberto era el caballo de Troya ideal. Cristina se enmascaraba detrás de un presunto opositor y así engañaba a la gente en general y a los peronistas en particular. La treta funcionó: recuerdo dirigentes y periodistas muy experimentados que en reuniones privadas repetían con candor de principiantes: “No te confundas, Alberto es un duro”. Pero, a pesar de que Fernández es el empleado del mes y que no habla sino que es hablado, las peleas afloraron como hongos. Cualquier intento de ordenar la economía tropieza con el único requisito que Cristina no negocia: asegurar su impunidad. El “vamos viendo” del General mientras guiñaba pícaramente un ojo esta vez no tronó con el asesinato de Rucci y con los imberbes dejando la mitad de la Plaza de Mayo vacía, mientras en su ostensible retirada coreaban “¿qué pasa, qué pasa General, que está lleno de gorilas el gobierno popular?” sino, menos pintorescamente, con la Corte Suprema como territorio de batalla, las epístolas laicas de la vice y los funcionarios que no funcionan.
Algunos sostienen que Alberto maneja las contradicciones del peronismo y que es muy paciente. Una contradicción es lo que puede haber dentro del partido republicano en Estados Unidos, donde conviven trumpistas y liberales conservadores, o en la coalición alemana entre socialdemócratas o socialcristianos. En el peronismo más que contradicciones hay muñones que intentan estrecharse y solo entablan fricciones infructuosas. El cristinismo es irreductible a cualquier mínima racionalidad, no hay posibilidad de dialéctica, ni de diálogo. No hay porosidad, la prueba está en que hablarle a cualquier kirchnerista es la experiencia de chocar contra una pared. El cristinismo no puede alojarse en el concepto de democracia y de ahí deriva el frondoso delta de confusiones: cuando alguien habla desde el coreacentrismo en rigor se está poniendo no en el medio de dos ideas atendibles sino entre la democracia y la no democracia, cuando a un crítico le dicen que es un “odiador” en rigor no le están diciendo que adquiera buenos modales sino que le proponen caer en un ardid: que baje la guardia para dejarlo indefenso y someterlo para siempre. Y no es verdad que un 48 por ciento de los ciudadanos votó eso. De ser así no habría sido necesaria la mediación de Alberto, cuyo mayor activo era haber sido un crítico feroz. Del mismo modo que un defraudador casi nunca proclama su condición sino que la oculta hasta ganarse la confianza de la víctima para, recién entonces, dar el zarpazo, Alberto fue un mero señuelo, una trampa.
Si el velorio de Maradona terminó mal, si el mismísimo Perón terminó mal su experimento de unir jóvenes montoneros y viejos sindicalistas, ¿por qué no va a terminar mal Cristina en su desesperada tentativa de limpiar su foja judicial mientras el país se desvanece en la insignificancia?
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