A principios de diciembre, Angela Merkel, la líder de uno de los países más ordenados y ricos del mundo, pronunció un discurso desesperado y, a la vez, muy conmovido. Alemania había tenido en esos días un pico de 590 fallecidos, el más alto desde el comienzo de la pandemia. Entonces, Merkel se dirigió a su pueblo para plantearle los caminos posibles de allí en más.
“Sé que suena duro, y sé cuánto amor se ha puesto en montar los puestos de vino caliente, pero esto no es compatible con el acuerdo que hicimos de comprar solo comida para llevar y comerla en casa. Hay demasiado contacto entre las personas. Lo siento, lo siento desde lo más profundo de mi corazón, pero pagar un precio diario de 590 muertos, desde mi punto de vista, no es algo aceptable. Debemos hacer todo para evitar una progresión exponencial. Si tenemos demasiados contactos los días antes de Navidad, y terminan siendo las últimas Navidades con nuestros abuelos, entonces habremos hecho algo mal”, dijo
Veinte días después, la cifra diaria de muertos en Alemania había superado el millar. Desde que Europa logró controlar la primera ola, Alemania era uno de los países expuestos como ejemplo en el mundo. Luego sobrevino la segunda ola. Desde septiembre, multiplicó por tres veces y medio la cantidad de fallecidos.
En los próximos días, es muy probable que el presidente Alberto Fernández deba enfrentarse al mismo problema de Angela Merkel, y de tantos otros líderes del mundo. ¿Qué hacer frente al crecimiento exponencial del número de casos de coronavirus que se ha producido en la zona metropolitana de Buenos Aires, y cómo evitar que eso se multiplique en los destinos turísticos donde, encima, no hay camas suficientes para atender una eventual emergencia sanitaria?
Para el análisis político, que intenta entender lo que pasa en el proceso político o social –o debería, al menos, intentarlo—es difícil encontrar un hecho tan trascendente como ese, porque definirá muchísimo del futuro próximo, en lo sanitario, en lo económico y, por tanto, en lo político y social.
La magnitud del problema estuvo reflejada en el parte que difundió la ciudad de Buenos Aires el viernes primero de enero. Los casos nuevos, que en el mejor día de los últimos meses habían caído por debajo del piso de 200, ahora superaban los 1400, casi el récord desde que empezó la pandemia. Ese dato se superponía con las imágenes que difundía la televisión sobre las primeras reuniones multitudinarias en Mar del Plata y los alrededores, sin distanciamiento social y poco barbijo.
Cualquier mirada realista sobre lo que ha ocurrido en ambos campos –el de los contagios y el de la vida cotidiana—debería concluir en que lo más probable es que el país esté ingresando nuevamente en una zona muy oscura de la pelea contra el coronavirus. Por un lado, los contagios crecen, a una velocidad temeraria. En la zona de Capital y Conurbano se pasó del piso al pico en apenas 15 días y no hay por qué creer que esto va a frenar. Mientras tanto, la conducta social se ha vuelto completamente despreocupada: es como si todo fuera una gran marcha anticuarentena, una quema colectiva de barbijos.
Solo en la escena pública, lo que se ha visto en el último mes ha sido muy elocuente. El velorio de Diego Armando Maradona, el festejo del segundo aniversario del triunfo de River sobre Boca en Madrid, los banderazos de las hinchadas de Racing Club y Boca Juniors previos al partido definitorio de los cuartos de final de la Libertadores, la celebración del cumpleaños de Rosario Central, los festejos por la legalización del aborto, mostraron a miles de personas abrazadas, saltando y cantando, sin distanciamientos ni barbijos. La muerte está a la vuelta de la esquina pero ya no importa.
Si eso pasa en público, no es difícil presumir lo que ocurrió en privado en las fiestas de Navidad y Año Nuevo. En el momento en que el virus está presente de manera masiva, cientos de miles, tal vez millones, de personas, se trasladan de un lado a otro, se abrazan y se besan. Si la ciencia tiene razón, y este tipo de conductas promueven masivamente los contagios, no es difícil anticipar lo que puede ocurrir.
Frente a esta situación, como tantas otras veces durante este año interminable, el Gobierno no tiene frente a sí opciones sencillas. Gran parte de la sociedad, naturalmente, está cansada del esfuerzo del 2020. La catarsis del último mes tal vez está relacionada con las privaciones de los meses anteriores. Convencerla, como lo intentó Angela Merkel, de volver a sus casas, quizá sea un intento fútil, imposible. Puede pasar que solo sirva para exponer que el Gobierno –todos los gobiernos del mundo—ya ha perdido autoridad en la materia ¿De qué seriviría hacer un gesto de mando que nadie obedece, o que genere un malestar tal que provoque explosiones por otro lado? Pero, por otro lado, ¿no hacer nada? ¿dejar que la gente se contagie alegremente y muera?
Muchas veces, la realidad presenta problemas cuyas soluciones no son fáciles de encontrar, si es que existen.
En la mayoría de los países europeos, la respuesta a este desafío se resume en una expresión que aquí tiene agrias reminiscencias: “Toque de queda”. Básicamente, se trata de prohibir el movimiento durante la noche. Como se supone que una parte significativa de los contagios se producen en fiestas multitudinarias –legales o prohibidas--, y estas se realizan en horario nocturno, entonces los gobiernos prohíben salir de sus casas entre las 10 de la noche y las 5 de la mañana.
Como ocurre en todos los pronósticos respecto de la pandemia, el panorama ofrece cierta incertidumbre. El ministro de Salud porteño, Fernán Quiroz, sostiene que los datos son preocupantes pero deben ser matizados por tres elementos: el mes de diciembre es un período donde los contactos son inevitables y entonces tal vez los casos bajen en las semanas que vienen; la positividad ha subido de 10 a 18 por ciento en los últimos días pero aún es muy baja respecto de los peores momentos; la cantidad de internados en terapia intensiva se mantiene en niveles bajísimos.
Pero la suba de casos ha sido tan abrupta, los números absolutos son tan contundentes y la experiencia europea tan aleccionadora, que sería ingenuo establecer una estrategia apoyada en los datos que permiten no ser tan pesimistas. Las cifras que llegan de Europa son impiadosas. Alemania, el país que más sufrió la segunda ola multiplicó por tres veces y media la cantidad de fallecidos. Otros países, como Italia, el Reino Unido, Francia o España, las duplicaron o se acercaron a esa tragedia.
La pregunta, para quienes conducen el operativo sanitario, no tiene una respuesta sencilla: ¿Cómo hacer para convencer a la sociedad de que la pesadilla no terminó, de que debe resignar gran parte de los espacios de libertad que recuperó, con alegría, con cansancio, con angustia, con alivio, en los últimos tres meses? Lo primero que deberían intentar, al menos, es que el tema ocupe el centro del diálogo entre el Gobierno y la sociedad: en los últimos meses, no solo la población civil se relajó.
Este proceso convive con otro que, en paralelo, se empieza a producir en todo el mundo. Las campañas de vacunación que han comenzado en muchos países, y el incremento de la cantidad de vacunas que empiezan a recibir validación de los expertos del mundo –Pfizer, Moderna, AstraZeneca—preanuncian, según los especialistas, autorizaciones en cascada de vacunas y tratamientos que, en algunos meses, producirán un alivio sensible, previo a la derrota del coronavirus. Eso no es absolutamente seguro, como nada en estos tiempos, porque aparecen nuevas cepas. Pero los expertos coinciden en que se trata de lo más probable.
Por eso, los Gobiernos piden un último esfuerzo que, sin embargo, a las sociedades les cuesta aceptar. Tardan en pedirlo, además, porque también ellos están desesperados por que las cosas vuelvan a ser como eran y les den un respiro. Es muy humana la reacción, pero -al mismo tiempo- tiene consecuencias terribles.
Tal vez en pocos meses, todo esto empiece a formar parte del pasado.
Pero la pesadilla, todavía, no ha terminado.
Apenas cambió una hoja en el calendario.
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