Si bien la política suele ser un tema secundario en la agenda de la mayoría de las personas comunes, lo es aún más en los primeros meses del año calendario. La distensión propia del comienzo de un nuevo año, el inicio del período de vacaciones, la finalización de las sesiones ordinarias del Congreso, la feria judicial y las propias vacaciones de los políticos, convierten a los meses de enero y febrero en tiempos en los que la política, salvo en casos muy puntuales, acontecimientos inesperados o ante determinadas coyunturas ineludibles, se reduce a un fenómeno casi imperceptible para la agenda pública y mediática.
Esta no es, por cierto, una característica exclusiva de la Argentina o de Latinoamérica, sino que es un distintivo de nuestra contemporaneidad en occidente, desde hace, por lo menos 40 años, mostrando cada vez mayores signos de agudización: lo que hacen, dicen y prometen los políticos es cada vez menos relevante para las personas, suscitando con ello cada vez más desinterés, apatía y desapego en lo que refiere al gobierno, la política y el funcionamiento de la democracia.
En Estados Unidos este fenómeno de distanciamiento e indiferencia de los ciudadanos respecto a la política se puede observar a partir de distintos indicadores. Uno muy relevante y llamativo, sobre todo a quienes están acostumbrados a emitir su voto obligatoriamente, es el de la participación electoral. En los últimos años, el promedio de electores que concurrieron a las urnas en países como la Argentina y Brasil giró en torno al 80% del total de los que estaban habilitados; en países como Bolivia y Uruguay, la participación electoral fue incluso algo mayor, alcanzando un promedio de 90%. Dependiendo de distintos factores como la cultura política, el sistema de partidos, los niveles de polarización, la dinámica de la competencia, entre otros, estos números son los que se pueden encontrar en la mayoría de países de la región. En Estados Unidos, con un tradicional voto optativo y dos grandes partidos disputándose casi el 99% de electorado desde el siglo XX, la participación electoral de los últimos años giraba en torno al 55%. Esto no significa que el 55% de los estadounidenses concurría a las urnas, sino que de quienes estaban registrados para votar -cerca del 60% del total de ciudadanos-, sólo el 55% emitía efectivamente su voto.
Sin embargo, en los pasados comicios del 2020, algo fuera de lo esperado ocurrió. El número de electores que decidió finalmente votar fue el más alto en 100 años: 66%. Estos son algunos de esos “cisnes negros” del comportamiento electoral que aparecen casi intempestivamente para recordarnos una y otra vez que nada de lo que ocurre en ciencias sociales tiene que ser, necesariamente, para siempre de esa forma. No importa cuan consolidado esté un comportamiento o conducta, puede modificarse. En palabras de uno de los padres fundadores de la sociología, Karl Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Las múltiples y en gran parte válidas explicaciones de por qué este fenómeno tuvo lugar, tiene mucho que ver con lo que vive actualmente, y particularmente este enero de transmisión de mando presidencial, la sociedad estadounidense. El fenómeno Trump fue algo largamente larvado en la sociedad norteamericana, pero que con la misma explosividad y carácter intempestivo con la que llegó, deja la Casa Blanca. Se trata de un largo descontento por parte de un amplio sector de la población hacia la política y los políticos tradicionales, aquellos que, desde mediados de la década de 1980 no lograban aumentar los índices de empleo, seguridad y bienestar.
Es cierto que el fenómeno Trump, en tanto opción electoral, no resultó arrasador en las urnas. De hecho, en términos de sufragios nominales por votantes, la ganadora de la contienda en 2016 había sido Hillary Clinton, pero la diferencia de electores en el colegio electoral le dio al polémico magnate neoyorquino la diferencia necesaria para ganar. No obstante, una mayoría silenciosa se había pronunciado en favor de Trump, movilizando su descontento con la política clásica en redes sociales, en las calles y también en las urnas. En un país con una longeva tradición de partidos, el hecho que un outsider gane la interna republicana primero, y luego los comicios generales, resultó un fenómeno de época.
Tras cuatro crispados años de gestión, un estilo polarizante desde el primero hasta el último día en la Oficina Oval, y el coronavirus afectando no sólo la salud de millones de ciudadanos sino también golpeando al conjunto de la economía (principal carta a mostrar por Trump), una nueva mayoría electoral -robustecida por la gran cantidad de electores que concurrieron a votar- se inclinó por el demócrata Joe Biden.
Muchos analistas señalan las debilidades del candidato ganador. Es cierto que su edad está por encima de la mayoría de los mandatarios anteriores; es cierto que le toca gobernar en uno de los momentos más complejos de la historia; es cierto que muchas de sus propuestas no parecieran proyectarlo como un líder mirando al futuro, sino más bien como un clásico presidente estadounidense; pero lo que también es cierto es que, en todas sus características, Biden les ofreció a los estadounidenses algo que ellos buscaban: ser alguien muy distinto a Trump. El ex vicepresidente de Obama es un político predecible, con dilatada trayectoria pública, con fuertes vínculos partidarios y en la sociedad civil. No parece ser alguien que llega de repente a dar vuelta el tablero y todas las fichas con él.
El último acto
Para muchos, en el mundo de las artes dramáticas, el último acto, la última pieza previa al cierre, es aquella que sintetiza la obra y la lleva a su clímax. Transitando desde el nudo de la historia, al desenlace, nos propicia los elementos principales para recordarla.
La política tiene mucho de arte dramático, aunque a veces, los políticos, por incapacidad, fuerza mayor u obstinación, no son capaces de incidir de la mejor forma en aquello sobre lo que querrían que los recuerden. En este caso, el gobierno de Trump no será recordado por muchos como aquel que más ha logrado reducir -previo al covid 19- los números de desempleo, sino que será su tono confrontativo, el negacionismo respecto a la letalidad del coronavirus, su carácter caprichoso y extravagante, sus diatribas contra los medios, y su obstinación en no reconocer a Biden como ganador, lo que está marcando el clímax de su paso por el tradicional 1.600 de la Avenida Pensilvania.
Como les ocurre a otros líderes megalómanos, el poder no ha sido algo fácil de gestionar y, mucho menos, de resignar para Trump. Incorporar voces disidentes a la gestión, ser receptivo y aprender de las críticas, reconocer su derrota, aceptar con caballerosidad la victoria de un rival, ser expeditivo en todo lo que tiene que ver con la transmisión gubernamental y administrativa de cara al próximo 20 de enero, no es propio de alguien que ajustó su comportamiento a lo explosivo, a lo intempestivo y a lo personalista.
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